2° Carrera de observación virtual: Los colegios como lugares de la memoria

Los colegios de Bogotá tienen nombres con la huella de hombres y mujeres víctimas de la violencia socio – política y el conflicto armado. Ellos y ellas desde sus proyectos  de vida fueron constructores de apuestas para tener un país en paz y profundamente democrático.  En este marco, la idea es recorrer virtualmente los lugares de la memoria que se encuentran en la ciudad, relacionándolos con los colegios y reflexionando sobre el impacto de estos en la vida escolar.  

 Bienvenido/bienvenida a este viaje por los colegios con memoria.  

Serie: el poder de lo local

La serie audiovisual El Poder de lo Local intercambia experiencias de organizaciones, colectivos y movimientos sociales, que desde diferentes ciudades y territorios, han realizado trabajo local y comunitario, orientado hacia la construcción de un territorio marcado por luchas comunes, entre ellas la defensa de los derechos humanos, la construcción de memoria y una cultura de paz en los escenarios locales.

A la fecha, se han publicado 6 capítulos de la serie audiovisual, disponible en la plataforma YouTube.

Las cosas por su nombre

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

En sociedades que han experimentado o experimentan graves violaciones a los Derechos Humanos, se libran cada tanto disputas por la verdad y la memoria. En estas disputas, los conceptos tienen un lugar central. A partir de ellos, las personas y colectividades dotan los hechos de sentidos, que les permiten impulsar u obstaculizar procesos para alcanzar la verdad, la justicia y los cambios necesarios para superar las violencias estructurales.   

Estas disputas se libran en Colombia, donde sectores que se oponen a las transformaciones para alcanzar la paz han intentado relativizar y hasta negar hechos y repertorios de violencia ocurridos en el país, pese a la abrumadora evidencia que existe al respecto en investigaciones académicas, periodísticas, penales, de organismos internacionales, de organizaciones de víctimas y de defensores de Derechos Humanos.  

Esta cruzada contra la verdad ha llegado, incluso, a tratar de suprimir el concepto de “conflicto armado interno” para suplantarlo por el de “amenaza terrorista”. La apuesta por despolitizar el conflicto y responsabilizar exclusivamente a algunos de sus protagonistas se sigue desplegando en la esfera pública, pese que en la última década el propio Estado ha emprendido dos procesos de justicia transicional para reparar a las víctimas del conflicto armado.  

Estos sectores también han intentado relativizar las graves violaciones a los Derechos Humanos por cuyo reconocimiento las víctimas han librado valientes batallas. Desde poderosas posiciones, dentro y fuera de Colombia, estos grupos han negado los graves crímenes que se cometieron durante la retoma del Palacio de Justicia; han trivializado la desaparición forzada de personas en razón de su militancia política, al punto de decir que las víctimas “se fueron para el monte”; han negado o justificado el genocidio de la Unión Patriótica, un partido político exitoso casi exterminado por la acción de paramilitares y agentes del Estado. 

Igualmente, han pretendido legitimar crímenes graves sugiriendo la vinculación de las víctimas con grupos o prácticas ilegales. La justificación pública de la venganza o de la justicia privada ha sido profundamente nociva para la democracia, porque ha alentado aparatos criminales de “limpieza social” y otros de carácter contrainsurgente como las Convivir, el Muerte a Secuestradores (MAS) y las Autodefensas Unidas de Colombia. 

En la situación actual que vive el país, esta relativización continúa. Organizaciones defensoras de Derechos Humanos y centros de pensamiento luchan para que se reconozca la sistematicidad en los asesinatos contra líderes y lideresas sociales, así como para que se esclarezcan los responsables y las motivaciones de estos hechos. Algo similar ocurre ahora con las masacres, un concepto ampliamente estudiado en el país y en el mundo que hoy se intenta sustituir por el de “homicidios colectivos”.  

Este intento es lesivo para las víctimas, la verdad y el debate público, porque el concepto de “homicidios colectivos” alude solamente a una de las características de las masacres: el de la pluralidad de víctimas. El término de “masacre” engloba, en cambio, otras cuestiones.  

Entre ellas, que estos homicidios de varias personas en estado de indefensión producen terror en la población; deterioran el tejido social; buscan “castigar” a sectores específicos por razones políticas, económicas o de otra índole; tienen efectos simbólicos en las comunidades; y son cometidas a veces con actos de crueldad. El Grupo de Memoria Histórica y el Centro Nacional de Memoria Histórica le entregaron al país importantes investigaciones sobre masacres, en los que estas características son ampliamente abordadas.  

También resultan lesivas las declaraciones apresuradas que buscan adjudicar los hechos a responsables abstractos, como “el narcotráfico”, sin que para ello se hayan realizado las investigaciones necesarias y, lo más grave, con claras intenciones políticas. En los últimos días, las propias autoridades han empezado a reconocer que la masacre de zona rural de Arauca capital está relacionada con hechos de justicia privada y que la masacre del barrio Llano Verde (Cali) fue presuntamente cometida por los vigilantes del cañaduzal donde aparecieron muertos los jóvenes, todo porque ellos acudían al lugar con frecuencia a comer caña. No fue, entonces, “el narcotráfico” el responsable de estos hechos.  

Para superar las graves violaciones a los Derechos Humanos y sus impactos es necesario, entre muchos otros procesos, que personas y grupos poderosos se abstengan de negar, relativizar o falsear la realidad. La sociedad y las víctimas necesitan saber la verdad.  

Sandra Catalina: un colibrí en la memoria

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En la cartografía de la memoria de Bogotá hay un lugar en conmemoración de la niña Sandra Catalina Vásquez Guzmán, violada y asesinada por un agente de policía el 28 de febrero de 1993.

Claudia Lancheros tenía diez años. Iba en la ruta hacia el colegio y llevaba en la mente a su compañera de pupitre. Tenía que ponerse de acuerdo con ella: debían portarse juiciosas esa semana que comenzaba.

Cuando atravesó el umbral de la puerta del salón, ya tarde, no entendió por qué todos estaban reunidos, con caras largas y cruzados de brazos, frente a la pizarra: la coordinadora de primaria, la rectora, las monjas y el psicólogo. Sus compañeras estaban calladas. Se sentó en el pupitre y se volvió para mirar a Sandra Catalina Vásquez Guzmán, pero el puesto estaba vacío.

Escarbó en la mirada de las niñas. Una de ellas se encogió de hombros y le hizo un ademán en el cuello con el que le dio a entender que Sandra ya no existía. Un sentimiento gélido de orfandad comenzó a bullir en su interior.

Desistió de preguntar. La ausencia explicaba el silencio; el frío se entremezclaba con el misterio de la mañana, la oquedad con el espíritu de Sandra, el aire con el peso de la resignación. ¿Acaso su belleza, sus correteos en círculos en el aula, su risa de Pájaro Loco —como su amiga Claudia la describe— habían desaparecido?

El pupitre donde ella se sentaba fue sacado del salón. En medio del mutismo, las niñas de quinto de primaria fueron conducidas a la capilla del colegio para rezar por su alma. Nadie entendía lo que había pasado. Algunas nunca habían escuchado la palabra “violación”. El silencio se cernía como el grito de una bestia herida, el grito de una infancia destrozada.

Claudia imagina volver a aquellas tardes de risa y revolcarse bajo las sombras de los saucos y los pinos. Apenas hacía dos días habían jugado, también con su hermana Andrea Lancheros. Habían ido al lago, cerca del colegio campestre donde estudiaban.

Con sus manos entrelazadas jugaron en ronda y se carcajearon. Su amiga de nueve años, compañera de travesuras y exploraciones, estaba muerta.

***

El domingo 28 de febrero de 1993, Sandra Catalina salió, en compañía de su madre, a buscar a su padre, Pedro Gustavo Vásquez, un suboficial que trabajaba en la Tercera Estación de Policía ubicada en el centro de Bogotá; necesitaban dinero para pagar el transporte escolar de la niña. La pareja estaba separada. Desde la entrada, Sandra creyó ver a su padre y se fue tras él. Su madre se quedó afuera esperándola. Habían pasado quince minutos y, angustiada porque su hija no salía, entró a buscarla. Recorrió los pasillos, gritó su nombre pero ella no contestó. Al cabo, la encontró agonizando en el tercer piso, con signos de estrangulamiento y violación. La llevaron al Hospital San Juan de Dios pero ya estaba muerta.

Cuando los investigadores fueron a recoger el material probatorio, la escena del delito había sido alterada: desaparecieron la hoja de la minuta de ingreso y levantaron muros donde no había. El asesinato y violación de Sandra ha sido calificado como crimen de Estado por el abogado de la familia, Alirio Uribe.

De manera muy temeraria, y sin ninguna investigación, Pedro Gustavo Vásquez, padre de Sandra, fue acusado del crimen y estuvo preso durante tres meses y medio, pero logró demostrar que no estaba en el lugar de los hechos y fue absuelto. Unos años después, la Policía tuvo que pedirle perdón e indemnizarlo, tras una sentencia que así lo ordenó.

En 1995, el agente de policía Diego Fernando Valencia Blandón confesó el crimen y fue apresado y enviado a la cárcel de Policía de Facatativá (Cundinamarca), pese a haber sido destituido de dicha institución. Una prueba de ADN practicada a los agentes que trabajaban en la estación determinó que Valencia Blandón fue el responsable. Condenado a 45 años de prisión, solo pagó diez y quedó libre en 2006. En esa época no existía el Código de Infancia y Adolescencia, que rige hoy, en el cual está prohibida cualquier rebaja de pena u otro tipo de beneficio para los agresores de los niños.

Si Sandra viviera, tendría 37 años. Ya adulta, cuando Claudia estudiaba en la universidad, se iba a un bar situado diagonal a la estación de policía donde mataron a su amiga. A medianoche, lanzaba botellas contra el edificio policial. Era su forma de exorcizar la impotencia, el desamparo. Imaginaba la destrucción del lugar, lo que ocurriría años más tarde cuando fue demolido y la familia invitada a dar los primeros martillazos.

La casa donde vivió Sandra Catalina está habitada por sus recuerdos. Su abuela Blanca Aranda, de 80 años, muestra decenas de portarretratos y cuadros por videollamada. Enfoca la cámara y comienza a relatar la historia de cada foto:

—Aquí fue el primer día que entró al jardín; aquí tenía cuatro meses, ella era una gorda hermosa. Aquí está cumpliendo ocho añitos, un año antes de que me la mataran —su voz y aliento se quiebran. Entonces para. Está temblando. Los labios se curvan e irrumpe en llanto.

Se enjuga las lágrimas, coge fuerzas y continúa narrando las anécdotas de su nieta:

—Aquí está con su triciclo, aquí está en Cartagena, aquí con sus muñecos, aquí el día que la bautizamos… Fue mi primera nieta, pero era como mi hija —dice estremecida.

Sandra Catalina, la que firmaba con la “S” de la clave de sol. La niña de ojos chispeantes, lustrosa cabellera, voz melodiosa, ojos almendrados, piel canela. La niña que leía poesía, la niña que llenaba de amor a su familia.

Blanca la imagina elevando cometas, manejando bicicleta, celebrando dichosa que había aprendido a pedalear: “Mami, mira, ya aprendí”. También la recuerda cuando cada madrugada, al salir para el colegio, le gritaba desde la calle “Mami, te amo”. La abuela sonreía desde la ventana: “Yo también te amo, mi amor”.

“Ella dejó mucho amor. Mi Dios de pronto se la llevó porque la necesitaba allá”, dice con un rictus de melancolía.

Desde que murió, dice la abuela Blanca, Sandra la visita todos los días en forma de colibrí. Aletea y la mira con ojos vivaces mientras toma agua de la alberca del jardín. Ahora ella pinta colibríes y adorna su casa con esas pequeñas figuras de colores.

Para la familia, el caso sigue en la impunidad. No hubo verdad y, aunque el policía haya confesado, no creen que haya sido él. Por la forma como ocultaron las pruebas, creen que hubo alguien más poderoso detrás. Hace unos años la Policía convocó a la familia a un acto de pedido de perdón pero ella se negó.

“Era una burla para nosotros”, dice la abuela Blanca. “Ya no nos importa quién haya sido. Lo que nos importa es que haya memoria, que ese crimen y muchos más no queden en el olvido”, agrega.

Frente a la estación de policía, ya demolida, la familia de Sandra y sus amigas Claudia y Andrea Lancheros crearon en 2013 un jardín en su nombre. Es un monumento vivo para resignificar ese lugar de dolor, resarcir y dignificar la memoria de las niñas que han sido violadas y asesinadas. Además, ha sido una experiencia de sanación para la familia.

Veintisiete años después del crimen de Sandra, Claudia nos conduce al jardín. Cae una ligera lluvia y ella mira al oriente: las montañas están cubiertas de una densa bruma. Es una mañana fría y solitaria de cuarentena por la pandemia. Se acerca a la placa, grabada con el nombre de Sandra Catalina, arroja agua y la limpia con un paño. Acto seguido, toma el azadón y limpia las plantas y la tierra. Ahí, frente al espacio vacío del edificio de la policía, hay siemprevivas, rosas rojas, margaritas punto azul, cayenas, campanitas, amarantos, azaleas.

También se han sembrado arbustos y flores en nombre de otras víctimas. Hay un árbol dedicado a Yuliana Samboní, niña secuestrada, violada, torturada y asesinada por Rafael Uribe Noguera en diciembre de 2016, y otro a los tres niños asesinados por el subteniente del Ejército Raúl Muñoz en Arauca, en octubre de 2010. El jardín ha sido visitado por familiares de otras víctimas, como Rosa Elvira Cely (violada, empalada y asesinada en 2012) y las madres de las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales de Soacha.

“Yo quisiera que Sandra Catalina sea vista como un símbolo de la deuda que tiene el país con la infancia. Este jardín es como una forma de pedirle perdón a la infancia, es un lugar de conciencia para recordar a las víctimas, pero para decirle al país que

nosotros no vamos a olvidar esos crímenes, que la paz del país pasa por respetar la vida y el cuerpo de las niñas y los niños”, dice Claudia Lancheros.

“Catalina era muy especial. El jardín nos ha ayudado muchísimo a transformar esa impotencia, ese dolor, esa rabia, y queremos que mucha gente llegue ahí a reconciliarse con tanto dolor”, menciona con expresión mustia Eliana Guzmán, tía de Sandra.

Claudia cita a Wangari Maathai, la primera mujer africana en ganar el premio Nobel de Paz en 2004: “Debemos ayudar a la tierra a curar sus heridas y de la misma manera, curar nuestras propias heridas”.

Las flores cambiarán de pétalos, se abrirán una y otra vez, las alzará el viento.

Sandra Catalina está viva: como el jardín en su memoria.

Paisajes Inadvertidos: Miradas de la Guerra en Bogotá

¿Alguna vez has reflexionado sobre las transformaciones que ha vivido Bogotá a causa de la guerra? ¿Qué hechos recuerdas cuando piensas en la confrontación armada en la capital?

‘Paisajes inadvertidos: miradas de la guerra en Bogotá’ es la publicación más reciente del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de la Alcaldía de Bogotá y que podrás adquirir allí de manera gratuita.

En el imaginario colectivo, aún se considera la idea de que la guerra en Bogotá no existió y por esta razón se exponen una serie de relatos alusivos al tema en esta publicación.

El texto es una invitación a voltear la mirada y observar cómo la guerra marcó la vida de miles de personas en Bogotá y a su vez, cómo esas dinámicas violentas transformaron el paisaje urbano, la forma en que se relacionaban las personas y las maneras de habitar el espacio público.

Leer las historias de este libro es, como se describe en su prólogo: “comprender las dinámicas del conflicto armado en Bogotá, más allá de los hechos emblemáticos del Palacio de Justicia, el atentado al Club El Nogal o los asesinatos de dirigentes políticos”.

Los otros paisajes del conflicto no solo son lugares específicos que pueden ser retratados o intervenidos estéticamente, sino que también son testigos de conflictos sociales o políticos que se dan en la ciudad como por ejemplo el barrio Corinto, en la localidad de San Cristóbal o la región de Sumapaz.

Un recorrido por la memoria en III partes

El libro se divide en tres partes en las que se narran cuatro historias que dan cuenta del conflicto en Bogotá. La primera parte se titula ‘Recorridos de la memoria’ en la que se relata el tema de desaparición forzada y se hace un recorrido de memoria por el barrio Corinto de la localidad de San Cristóbal.

La segunda parte narra historias del territorio de Sumapaz, sobre las transformaciones del paisaje, paisaje humano, relatos desde la universidad pública, de miedo y de resistencia.

La tercera parte se resume en cuatro relatos titulados: ‘En Sumapaz: después de la guerra; ‘En las plazas: un vestido de tres entierros’; ‘Sobre la quinta: vendrá la utopía’; ‘Entre la ciudad y la montaña: contaminante’.

Todas las historias del libro se mezclan con recorridos por diferentes lugares de Bogotá, habitados por el dolor y la memoria. Las fotografías también relatan la manera en que el paisaje se transformó a medida que el conflicto armado se instalaba en las calles y edificios.

 

Memorias en crisoles

Las vindicaciones o reivindicaciones de la memoria en escenarios de conflictos sociales y armados constituyen empresas de una amplia complejidad que no se pueden reducir tan sólo a abrirle espacios a las versiones de las víctimas. Obvio que esta es una iniciativa fundamental, pero ella se queda corta si esta apertura no está correspondida con un conjunto de medidas estructurales que permitan que efectivamente estas versiones sean parte de un proceso de restitución, de preservación o de universalización de los derechos que les fueron conculcados a las víctimas en medio del conflicto. Es entonces cuando los desafíos a la memoria se muestran en toda su magnitud: la efectiva vindicación o reivindicación de la memoria requieren la puesta en vigencia de la institucionalidad; la eficiencia de los procesos políticos, administrativos y judiciales; el cumplimiento estricto de las normativas nacionales e internacionales en materia de verdad, justicia y reparación; la apertura de las instancias de producción y reproducción simbólica para involucrar las vulneraciones como situaciones que denuncian y, al mismo tiempo, reconocen para la sociedad hechos afrentosos en su seno que no pueden volver a suceder.

Precisamente una de las iniciativas más importantes en medio de los procesos de vindicación o reivindicación de la memoria en medio de escenarios sometidos a conflictos sociales y armados tiene que ver con la sensibilización, la vinculación y el empoderamiento de las instancias de producción y reproducción simbólica, en capacidad de convertir el esfuerzo por la memoria en una empresa colectiva. No se trata de convertir a la memoria simplemente en un tema coyuntural para el sistema educativo, para las instancias que administran el patrimonio o para los medios de comunicación masiva. Se trata de una cuestión que debe hacer parte de los procesos permanentes de crítica que sostienen a estas instancias, de su reflexión sobre el cometido social de la producción simbólica y de sus posturas éticas y políticas con relación a la sociedad.

Conflicto y memoria histórica en Sumapaz

El presente libro es el resultado de un proceso investigativo de tipo cualitativo llevado a cabo en la localidad 20 de Sumapaz de Bogotá. Las técnicas de recolección de información comprendieron análisis crítico de documentos escritos obtenidos a través de fuentes primarias y secundarias; entrevistas y diálogos con habitantes de la localidad y consultas con expertos en los temas centrales de la investigación tales como memoria histórica, entre otras.

Los resultados de la investigación se han organizado en el presente libro, buscando que sea de alguna utilidad tanto para la valoración de la comunidad de la localidad de Sumapaz como un sujeto colectivo; así como para la posible inclusión individual en el Registro único de víctimas. También busca servir como primer paso para documentar los daños e impactos del conflicto armado en la localidad de Sumapaz.

Los pueblos del nueve de abril.

“Desde los hechos del Nueve de abril, estas notas proponen una reflexión sobre el pueblo como sujeto en la historia política de nuestro país. Esta historia está tejida por dos corrientes que en dramáticas oposiciones, entre encuentros y desencuentros, a tumbos y tropezones, han forjado el carácter y el destino de la sociedad colombiana.

Una de ellas ha querido erigir una democracia sin pueblo o quisiera contar con otro pueblo distinto al realmente existente o pretende destituirlo de su condición de soberano. Y la otra corriente es la que ha pretendido romper el cerco de la exclusión y ha introducido en el escenario de lo público a la masa ingente de los humillados y ofendidos, a las mayorías condenadas a la marginación por quienes las consideran pueblo enfermo, ignorante e inepto vulgo, entre otros halagos con lo que a sólido mimarlo.

Esta pugna se vivió en los hechos nueve abrileños, duelo que se ha trasladado a la disputa de interpretaciones.”

La paz es ahora

Teniendo en cuenta la coyuntura que atraviesa Bogotá y el país en su contexto político y social, se llevaron a cabo en 10 localidades una serie de talleres y ferias tituladas «La paz es ahora». Estas jornadas permitieron evidenciar la diversidad de insituciones, organizaciones, colectivos, parches, entre otros que actualmente poseen iniciativas y trabajo en temas de convivencia, defensa de los derechos humanos, trabajo por la memoria histórica y por la creación de escenarios garantes para la paz.


Los talleres «La paz es ahora» permitieron un diálogo y una concertación en la que se llega a la conclusión de que es necesario generar mas oportunidades en las localidades que posibilite darle una mayor difusión al trabajo de las organizaciones y grupos artisticos y brindar mayores y mejores espacios que faciliten la construcción colectiva.

Unión Patriótica: Imágenes de un sueño

UP-Imágenes-de-un-Sueño

¿Qué hay detrás de la historia del único genocidio en el mundo por razones políticas? Distintas generaciones han crecido escuchando la misma historia condensada en una frase: “Los mataron a todos!*. Esa afirmación estimuló la escritura del libro que hoy presentamos.

Quisimos reconstruir la experiencia de la Unión Patriótica desde un lugar distinto a la historia del exterminio, al que han pretendido reducir a este partido político. La muerte por si sola no nos explica nada, no contribuye comprender como sociedad, por qué se decidió desarrollar un plan sistemático de aniquilación en contra de un movimiento político alternativo y de raíces populares.

Esta propuesta surge, entonces, de la intención de aproximarse a la Unión Patriótica desde una perspectiva histórica que pone el acento en los relatos (visuales y escritos) sobre la vida de ese movimiento político, sus miembros y simpatizantes; poniendo especial énfasis en las dinámicas organizativas, en las prácticas alrededor de “el hacer” política, desde su nacimiento hasta la actualidad. Las fotografías e información de prensa recolectada, por lo tanto, nos hablan de la naturaleza de la propuesta política de la UP, su composición social, las perspectivas desde las cuales trabaja; así como los logros, retos y aprendizajes que este partido político aporta, en el camino de encontrar respuestas, explicaciones y alternativas a la violencia política tradicional, de cara al presente yal futuro del país.

La apuesta metodológica y ética de reconstruir la memoria desde la vida y los sueños, nos aportó varias lecciones que complejizan aquella respuesta generalizada con al que nos encontramos al indagar por la Unión Patriótica.