Bogotá se moviliza: pasado y presente del Paro Cívico del 77

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

En la Bogotá de 1977, cientos de personas llevaron a cabo una de las acciones de protesta más importantes en la historia del país: El Paro Cívico Nacional, realizado el 14 de septiembre por convocatoria del movimiento sindical. Los habitantes de la ciudad, agobiados por los bajos ingresos y la inflación, salieron a las calles para exigirle al gobierno que aumentara los salarios, congelara los precios, otorgara derechos sindicales a los trabajadores estatales y levantara el Estado de Sitio.  

Pasadas cuatro décadas, esa movilización se ha comparado con las multitudinarias marchas del pasado 21 de noviembre. El Paro de 1977 no solo fue significativo por sus dimensiones, sino también por las consecuencias que trajo para la vida política del país. 

Tras su desarrollo, el Estado afianzó aún más la concepción de que la protesta social era una amenaza que debía ser conjurada; las insurgencias avanzaron en la decisión de fortalecer su presencia en las ciudades; y la sociedad civil tejió redes de organizaciones en los barrios para continuar exigiendo la garantía de sus derechos. 

Transcurridos 43 años desde ese estallido popular, resulta interesante reflexionar sobre los hechos de entonces para aportar a los debates actuales sobre la movilización social y el derecho a la ciudad.  

La antesala del Paro 

Los habitantes de los barrios empobrecidos de Bogotá, en la segunda mitad de la década de 1970, atravesaban una difícil situación económica. Las familias tenían que vivir con bajos salarios o de trabajos informales, al tiempo que el Estado desmontaba los subsidios al transporte público, se devaluaba el peso y se disparaban los precios de los alimentos. El gobierno, además, creó en esa época el impuesto de valorización, con el que los ciudadanos debían financiar la construcción de avenidas y la modernización del alumbrado público.

Caricatura sobre el hambre publicada en el periódico El Tiempo durante el Paro Cívico.

El docente, investigador y doctor en Historia Frank Molano explica la situación que atravesaban los y las bogotanas de entonces: “Había una condición de modernización urbana de carácter neoliberal. A los sectores medios y populares que se habían hecho a sus viviendas les caía la obligación de contribuir a la ciudad, sin que eso hubiera significado un incremento salarial. Esos cambios obedecían a un cambio en el modelo de acumulación del capital y a una forma en que la ciudad pensaba ampliarse con una retirada de la inversión estatal”.  

Molano también argumenta que la modernización de Bogotá no traía consigo la construcción de mejores espacios públicos para sus habitantes: “Los barrios eran dormitorios de trabajadores, sin terminal de transportes, hospitales, parques públicos, plazas de mercado. Era una ciudad llena de vías, claro, para la movilidad de los trabajadores, pero no era una ciudad para habitar”. 

A lo largo de la década, el transporte público se había convertido en un serio problema para los habitantes del sur y el noroccidente de la ciudad, que protestaban para pedir la mejora en la prestación del servicio luego de que las autoridades o los políticos locales se negaran a atender sus demandas. Entre las movilizaciones más significativas por el acceso al transporte se registra el Paro Cívico del Suroriente, ocurrido el 27 de noviembre de 1974, cuando habitantes de al menos 30 barrios de ese sector de la ciudad bloquearon la vía a Villavicencio, cansados de que la Alcaldía y las empresas de transporte ignoraran sus reiteradas peticiones al respecto. 

El bloqueo de vías era una modalidad de protesta que recién tomaba fuerza en la ciudad, donde buena parte de las necesidades de servicios públicos o equipamiento urbano se habían resuelto por la vía de la autogestión o de la negociación en cabeza de las juntas de acción comunal, tal como concluyó en el libro La ciudad en la Sombra el profesor, investigador y doctor en Estudios Latinoamericanos Alfonso Torres.

Al tiempo que los habitantes de los barrios del suroriente, el suroccidente y el noroccidente incursionaban en nuevas formas de protesta, en los mismos sectores tenían lugar dos procesos que promovían el pensamiento crítico entre los jóvenes: la ampliación de la cobertura de la educación pública mediante la construcción de grandes colegios y la presencia permanente de organizaciones sociales y políticas de izquierda. Entre ellas, la Alianza Nacional Popular (ANAPO), el Partido Comunista, la Unión Nacional de Oposición (UNO), los sindicatos de las fábricas, y los sacerdotes y las monjas vinculados al movimiento de la Teología de la Liberación. 

Consignas preparadas para la jornada de Paro.

Así explica el profesor Torres la influencia que estos procesos tuvieron en el desarrollo del Paro Cívico Nacional: “La gente que se va a movilizar no es el migrante (del campo). Somos los hijos, los nietos, la generación que es más urbana, que tiene otra mirada. Donde hubo mayor movilización fue en estos barrios donde había una generación urbana, escolarizada, con una previa familiarización con esas formas de movilización”. 

Esos y otros factores permitieron que el 14 de septiembre de 1977 protestaran no solo los trabajadores sindicalizados, sino también los habitantes de los barrios en general. De acuerdo con Torres, “se movilizó gente que habitualmente no se movilizaba, que no era de un núcleo o partido. Se movilizaron no solamente los trabajadores, sino el desempleado, el habitante de barrio. Es decir, apareció esa identidad de lo barrial, de lo popular urbano”. 

Los impactos del Paro 

Con varias semanas de anticipación, en diferentes barrios de la ciudad empezaron a prepararse las tareas necesarias para la realización del Paro Cívico. En su libro “Un día de septiembre” (1980), Arturo Alape incluyó importantes testimonios sobre la planeación del Paro en Atahualpa, Policarpa, República de Canadá, Santa Lucía, Kennedy, La Granja, Tabora, Bosa y el cercano municipio de Soacha.  

A la par, el gobierno del presidente Alfonso López Michelsen hizo grandes esfuerzos por impedir la movilización. Desde finales de agosto, el gobierno decretó el arresto de las personas que participaran en la organización de manifestaciones y a comienzos de septiembre prohibió las concentraciones públicas. El Ejecutivo también ignoró el pliego de peticiones de las centrales sindicales, caracterizando la protesta como una acción organizada para influir en las elecciones presidenciales que se avecinaban y, más tarde, como una acción “subversiva”. 

La prohibición gubernamental no impidió que obreros, docentes, empleados públicos, estudiantes, trabajadores informales e integrantes de juntas de acción comunal, comités de valorización y comités provivienda paralizaran Bogotá.

Foto del saqueo realizado a un almacén de ropa durante el Paro, publicada en el periódico El Tiempo.

Durante la jornada se vivió una inusual beligerancia, que además de bloqueos en las principales vías incluyó enfrentamientos con la Policía en barrios como Ciudad Kennedy, Quirigua, San Fernando, La Estrada, Las Ferias y Fontibón, según documentó Alape. Algunos manifestantes también atacaron buses y bancos, y saquearon grandes almacenes de ropa, alimentos, zapatos, muebles e insumos para la construcción. 

Estas acciones violentas son usualmente rememoradas cuando se habla del Paro Cívico. El profesor Molano propone una lectura para comprender este tipo de acciones: “Generalmente se trata de plantear que la lucha popular es irracional, que la gente es manipulada o que simplemente va a su paso arrasando con todo. Pero diferentes estudios, tanto del Bogotazo, como del Paro del 77, muestran que aquello que se saquea, se bloquea o se incendia está asociado a lo que para la gente representa blancos muy concretos que afectan su calidad de vida o que le plantean ventajas para la lucha callejera”.  

Para el caso concreto del Paro Cívico, Molano argumenta que hubo “una racionalidad popular, en donde no se atacó, por ejemplo, colegios, hospitales, viviendas. Cuando se trata de levantamientos contra el hambre, la carestía, la escasez, obviamente lo que la gente busca es abastecerse de ropa, alimentos o de ferretería, porque necesitaba herramientas para estar en la calle. Los episodios de levantamiento popular son estallidos de descontento que se expresan de esta manera”.  

Habiéndola estigmatizado desde antes de que ocurriera, el gobierno de López reprimió duramente la manifestación. Fueron asesinadas al menos 25 personas en Bogotá, en su mayoría jóvenes estudiantes que habitaban barrios como La Estrada, Atahualpa y Marco Fidel Suárez, según documentó el propio profesor Molano en este artículo. Durante la jornada, más de tres mil personas fueron detenidas y recluidas en el estadio El Campín y la Plaza de Toros. 

De acuerdo con estos y otros investigadores, las élites y la Fuerza Pública percibieron el Paro Cívico como una importante amenaza que, junto a otras expresiones de descontento, debían ser reprimidas o neutralizadas. Un año después del Paro, el recién posesionado presidente Julio César Turbay expidió el Estatuto de Seguridad Nacional, con el que se recrudeció la persecución a la izquierda mediante la aplicación de estrategias legales e ilegales que constituyeron graves violaciones a los derechos humanos. Desde hacía varios años, el país vivía un Estado de Sitio casi permanente.

Artículo de la Revista Alternativa que documentó la represión desatada durante el paro.

Entre las organizaciones insurgentes de la época, algunas de las cuales contaban con incipientes estructuras urbanas, el Paro promovió la idea de que era necesario prepararse para desarrollar el conflicto en las ciudades.  

Para los y las jóvenes de los barrios de Bogotá con experiencias en la movilización, el Paro se convirtió en un referente. Durante la década de 1980 se creó y fortaleció un importante movimiento cívico en la ciudad, aun en medio de la represión estatal y la persecución de organizaciones ilegales de justicia privada.  

El profesor Torres explica que a partir del Paro Cívico se generaron “muchos trabajos de organización que serían novedosos respecto a las juntas de acción comunal, porque ya lo que los nucleaba no era conseguir el agua o la luz, sino que estaban inspirados incluso en una idea de izquierda más amplia y los temas eran otros: el comité, la biblioteca comunitaria, el centro de educación popular, demandas en torno a lo deportivo, lo cultural”.

La movilización de 1977 también inspiró la realización de varios paros cívicos regionales. Durante los años siguientes se convirtió en un hito de la movilización social en el país, estudiado con entusiasmo hasta el día de hoy.  

Memoria y presente 

El 21 de noviembre de 2019, en Bogotá y otras ciudades del país se desarrolló, con multitudinarias marchas, el Paro Nacional. A la movilización se vincularon sindicatos, barristas, estudiantes de universidades públicas; organizaciones feministas, indígenas, afrodescendientes, ambientalistas y culturales; personas sin militancia política, entre muchas otras, que salieron a las calles para protestar por un amplio repertorio de problemas. Algunos de ellos fueron la anunciada reforma laboral y pensional, la corrupción, el asesinato de líderes sociales, la represión y la falta de implementación del Acuerdo de Paz.  

Bogotá tiene una larga tradición de movilización social. En 2013, cientos de personas se movilizaron para respaldar el Paro Nacional Agrario. Foto: Flickr-Marcha Patriótica

Ese día y el siguiente se presentaron, además, protestas violentas en algunos barrios de Bogotá. Colectivos artísticos fueron allanados y se registraron múltiples hechos de brutalidad policial contra manifestantes e incluso contra trabajadores de los medios de comunicación. 

Algunos analistas no vacilaron en leer lo que había ocurrido a luz del Paro Cívico de 1977. La cantidad de protestas ocurridas en los meses anteriores, su carácter urbano, la creatividad de los manifestantes, los estallidos de violencia y la represión que se desató en Bogotá fueron algunos elementos que trataron de ponerse en común.  

Desde la academia también se continúa investigando el Paro Cívico. En la Universidad Pedagógica Nacional, la estudiante Cindy Reyes investiga para su trabajo de grado las huellas de la memoria que dejó el Paro en el barrio Kennedy, particularmente en el colegio INEM, uno de cuyos estudiantes fue asesinado en las jornadas de 1977.

Para ella, es importante “reconocer lo que sucedió en ese momento, porque si eso se trae del pasado vemos que hay similitudes y, si entendemos que hay similitudes, podemos pensar en qué podemos hacer para cambiar esta realidad. Es mirar hacia al pasado pensando en el futuro, en plantear un futuro distinto, con justicia social”.

2° Carrera de observación virtual: Los colegios como lugares de la memoria

Los colegios de Bogotá tienen nombres con la huella de hombres y mujeres víctimas de la violencia socio – política y el conflicto armado. Ellos y ellas desde sus proyectos  de vida fueron constructores de apuestas para tener un país en paz y profundamente democrático.  En este marco, la idea es recorrer virtualmente los lugares de la memoria que se encuentran en la ciudad, relacionándolos con los colegios y reflexionando sobre el impacto de estos en la vida escolar.  

 Bienvenido/bienvenida a este viaje por los colegios con memoria.  

Las cosas por su nombre

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

En sociedades que han experimentado o experimentan graves violaciones a los Derechos Humanos, se libran cada tanto disputas por la verdad y la memoria. En estas disputas, los conceptos tienen un lugar central. A partir de ellos, las personas y colectividades dotan los hechos de sentidos, que les permiten impulsar u obstaculizar procesos para alcanzar la verdad, la justicia y los cambios necesarios para superar las violencias estructurales.   

Estas disputas se libran en Colombia, donde sectores que se oponen a las transformaciones para alcanzar la paz han intentado relativizar y hasta negar hechos y repertorios de violencia ocurridos en el país, pese a la abrumadora evidencia que existe al respecto en investigaciones académicas, periodísticas, penales, de organismos internacionales, de organizaciones de víctimas y de defensores de Derechos Humanos.  

Esta cruzada contra la verdad ha llegado, incluso, a tratar de suprimir el concepto de “conflicto armado interno” para suplantarlo por el de “amenaza terrorista”. La apuesta por despolitizar el conflicto y responsabilizar exclusivamente a algunos de sus protagonistas se sigue desplegando en la esfera pública, pese que en la última década el propio Estado ha emprendido dos procesos de justicia transicional para reparar a las víctimas del conflicto armado.  

Estos sectores también han intentado relativizar las graves violaciones a los Derechos Humanos por cuyo reconocimiento las víctimas han librado valientes batallas. Desde poderosas posiciones, dentro y fuera de Colombia, estos grupos han negado los graves crímenes que se cometieron durante la retoma del Palacio de Justicia; han trivializado la desaparición forzada de personas en razón de su militancia política, al punto de decir que las víctimas “se fueron para el monte”; han negado o justificado el genocidio de la Unión Patriótica, un partido político exitoso casi exterminado por la acción de paramilitares y agentes del Estado. 

Igualmente, han pretendido legitimar crímenes graves sugiriendo la vinculación de las víctimas con grupos o prácticas ilegales. La justificación pública de la venganza o de la justicia privada ha sido profundamente nociva para la democracia, porque ha alentado aparatos criminales de “limpieza social” y otros de carácter contrainsurgente como las Convivir, el Muerte a Secuestradores (MAS) y las Autodefensas Unidas de Colombia. 

En la situación actual que vive el país, esta relativización continúa. Organizaciones defensoras de Derechos Humanos y centros de pensamiento luchan para que se reconozca la sistematicidad en los asesinatos contra líderes y lideresas sociales, así como para que se esclarezcan los responsables y las motivaciones de estos hechos. Algo similar ocurre ahora con las masacres, un concepto ampliamente estudiado en el país y en el mundo que hoy se intenta sustituir por el de “homicidios colectivos”.  

Este intento es lesivo para las víctimas, la verdad y el debate público, porque el concepto de “homicidios colectivos” alude solamente a una de las características de las masacres: el de la pluralidad de víctimas. El término de “masacre” engloba, en cambio, otras cuestiones.  

Entre ellas, que estos homicidios de varias personas en estado de indefensión producen terror en la población; deterioran el tejido social; buscan “castigar” a sectores específicos por razones políticas, económicas o de otra índole; tienen efectos simbólicos en las comunidades; y son cometidas a veces con actos de crueldad. El Grupo de Memoria Histórica y el Centro Nacional de Memoria Histórica le entregaron al país importantes investigaciones sobre masacres, en los que estas características son ampliamente abordadas.  

También resultan lesivas las declaraciones apresuradas que buscan adjudicar los hechos a responsables abstractos, como “el narcotráfico”, sin que para ello se hayan realizado las investigaciones necesarias y, lo más grave, con claras intenciones políticas. En los últimos días, las propias autoridades han empezado a reconocer que la masacre de zona rural de Arauca capital está relacionada con hechos de justicia privada y que la masacre del barrio Llano Verde (Cali) fue presuntamente cometida por los vigilantes del cañaduzal donde aparecieron muertos los jóvenes, todo porque ellos acudían al lugar con frecuencia a comer caña. No fue, entonces, “el narcotráfico” el responsable de estos hechos.  

Para superar las graves violaciones a los Derechos Humanos y sus impactos es necesario, entre muchos otros procesos, que personas y grupos poderosos se abstengan de negar, relativizar o falsear la realidad. La sociedad y las víctimas necesitan saber la verdad.  

Huellas de la desaparición forzada en Bogotá

Por Fernanda Espinosa y María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación – 30 agosto de 2020

En las calles y barrios de Bogotá, a veces a plena luz del día, han sido desaparecidas forzadamente decenas de personas desde la década de 1960. En los hechos que guardan relación con el conflicto armado y la violencia política, estas personas han sido desaparecidas por distintas razones: acallar sus voces, fracturar proyectos sociales y políticos de izquierda, engrosar las filas de grupos armados ilegales mediante reclutamientos forzados, conseguir beneficios para militares mediante ejecuciones extrajudiciales, cometer actos criminales de venganza o justicia privada contra ellas, entre muchas otras. 

La desaparición forzada es un crimen de lesa humanidad, que trae graves consecuencias para las familias de las víctimas, las colectividades a las que aquellas pertenecían y la sociedad en general. Aunque en la lucha por encontrar a los desaparecidos y combatir la impunidad los familiares de las víctimas han conseguido importantes avances en materia jurídica e institucional, el país está lejos de repararlas integralmente. 

Este 30 de agosto, como todos los años desde 2011, se conmemora el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. En ese marco, resulta fundamental reconocer las dimensiones de este crimen, las historias de las víctimas y la impunidad en la que se encuentran la mayor parte de los casos. La capital del país no ha sido ajena a estos graves hechos.  

La desaparición forzada en Bogotá

En Bogotá se han documentado casos de desaparición forzada desde 1959. Si bien estos hechos empezaron a convivir con la realidad cotidiana y constante de la ciudad, podemos identificar algunos periodos y unos años de mayor impacto, así: 

1960-1980: Inicios de la desaparición forzada en la ciudad: Se presentan las primeras denuncias de casos aislados en la década de 1960, que se hacen más comunes a finales de 1970. 

En diciembre de 2010, Naciones Unidas declaró el 30 de agosto como el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. Foto: Joao Agamez-Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

1981-1990: Aumento de casos de desaparición forzada: Este periodo está marcado por la desaparición forzada de personas de sectores estudiantiles y sindicales. Como el caso de la desaparición de 13 personas conocida como “colectivo 82”. Encontramos algunos años con picos importantes, por ejemplo, en 1985, ocurren 49 casos, incluidos las desapariciones forzadas cometidas durante la retoma del Palacio de Justicia a manos del Ejército.  

1991-1999: Continuidad de la desaparición forzada: a nivel nacional se evidencia una disminución de la ocurrencia de este crimen de lesa humanidad. Si bien en Bogotá también evidenciamos cierta disminución, la ciudad tuvo picos importantes en 1994, con 47 casos, y en 1998, con 39 casos.  

2000-2007: Nuevo incremento de la desaparición forzada: El mayor número de casos en el área metropolitana se presenta entre 2001 y 2003, con más de 60 al año.  

2007-2015: Decrece el número de casos, pero no desaparece: De 2007 a 2011 se evidencia una disminución constante de los casos en general. Ahora bien, al referirnos a toda el área metropolitana de Bogotá, resalta el municipio de Soacha, donde en toda la década de 2000 se percibe un aumento, teniendo un pico en 2008, con 17 víctimas. Esto se explica por la ocurrencia de la desaparición bajo la modalidad de “falsos positivos”. En Soacha ya se habían reportado algunos casos en las décadas de 1980 y 1990. 

Al menos desde 2006 las ejecuciones extrajudiciales golpean fuertemente el área metropolitana de Bogotá. Se trata de una modalidad de desaparición forzada que afecta a los habitantes de la ciudad, con diferencias notables a las desapariciones anteriores. Si bien hay una retención o desaparición inicial con intención de ocultamiento, el objetivo final era la “reaparición” de las víctimas bajo la acusación de “guerrilleros” muertos en combate por el Ejército Nacional. Según el Observatorio de Memoria del Centro Nacional de Memoria Histórica, han sido documentados 20 casos en el área, en su mayoría ocurridos en Soacha durante 2008.  

Durante la segunda mitad de la década del 2000 varias personas que habitaban el área metropolitana de Bogotá fueron desaparecidas y posteriormente presentadas como guerrilleros muertos en combate por el Ejército. Foto: Miguel Ariza - Centro deMemoria, Paz y Reconciliación

Otra característica del delito de desaparición forzada en el área metropolitana de Bogotá es la de los presuntos responsables. Si bien en la mayoría de los casos documentados el presunto responsable de la desaparición es desconocido (43%), resalta la responsabilidad de grupos paramilitares en el  21% de los casos, particularmente de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); de agentes del Estado, con el 17% de las víctimas (en su mayoría integrantes del Ejército Nacional y la Policía Nacional), y de las guerrillas (7%).     

El Sistema de Información de Derechos Humanos de la Escuela Nacional Sindical (ENS) ha documentado cinco casos de desaparición forzada de sindicalistas en Bogotá, de los cuales tres aparecieron posteriormente asesinados. Los hechos ocurrieron en 1999, 2000, 2006 (2 casos) y 2008. El movimiento sindical ha sido uno de los más afectados por este delito.  

Algunos casos ocurridos en Bogotá

Cristóbal Triana Bergaño 

Cristóbal Triana era un joven estudiante de economía de la Universidad Autónoma de Colombia, donde se desempeñaba como representante estudiantil. Vivía en el barrio Tabora, de Bogotá, y era militante del Movimiento 19 de Abril (M-19). El 22 de agosto de 1987, cuando tenía 26 años, fue detenido y desaparecido en una cafetería a las afueras de la Universidad Autónoma, de acuerdo con la Fundación Nydia Erika Bautista para los Derechos Humanos. 

Cristóbal Triana fue desaparecido en una cafetería cercana a la Universidad Autónoma. Imagen tomada de Google Earth.

Posteriormente, sus familiares fueron hostigados por agentes del Estado. El 30 de mayo de 1988, el Ejército allanó la casa de su familia y detuvo a su padre y a uno de sus hermanos, a quienes trasladó hasta el Cantón Norte para interrogarlos y obligarlos a aceptar señalamientos de pertenecer a la insurgencia. 

La pareja de Cristóbal Triana era Yanette Bautista Montañez, hermana de Nydia Erika Bautista, socióloga y también estudiante de economía de la Universidad Autónoma. Tan solo ocho días después de la desaparición forzada de Triana, Nydia fue detenida, torturada, asesinada y desaparecida por la Brigada XX del Ejército Nacional. A diferencia del de Triana, el cuerpo de Bautista fue hallado e identificado, en 1990. 

Ambos hechos ocurrieron en medio de la intensa persecución que a partir de 1986 emprendió el Ejército contra el M-19 en varias ciudades del país, que incluyó detenciones ilegales, torturas y desapariciones forzadas de militantes urbanos. 

En el artículo académico “Recuperando los recuerdos de Cristóbal Triana: un acercamiento crítico a la desaparición forzada desde la posmemoria”, Tatiana Triana reflexiona sobre su propio trabajo de reconstrucción de la memoria de su tío, realizado a partir de testimonios, archivos familiares y ejercicios de creación. Allí, concluyó que, aunque los trabajos de la memoria emprendidos por ella y su familia frenaron “la aniquilación simbólica” de Cristóbal Triana, “solo la entrega del cuerpo concederá una reparación integral a sus parientes”. El caso se encuentra en la impunidad.  

Pedro Julio Movilla Galarcio 

Pedro Julio Movilla fue visto por última vez a las 8 de la mañana del 13 de mayo de 1993, en la escuela John F. Kennedy, de Bogotá, hasta donde había llevado a estudiar a su pequeña hija. Esa mañana, cerca de la escuela, “padres de otros alumnos y profesores habrían notado la presencia de tres motos cuyos conductores estarían armados con ametralladoras”, según consta en el informe de admisibilidad del caso que profirió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2014.  

Pedro Movilla fue visto por última vez en la Avenida 68 con Primera de Mayo. Imagen tomada de Google Earth.

Movilla era un dirigente del sindicato del Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora) y militante del Partido Comunista de Colombia Marxista Leninista, que se había desplazado desde Córdoba hasta Bogotá debido a la constante persecución de la que era víctima a causa de su actividad política. El Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (Cajar) le informó a la CIDH que Movilla había recibido “diversas amenazas y hostigamientos por parte del Ejército, la Policía Nacional y la Dirección de Policía Judicial e Investigación”. 

En Bogotá, sin embargo, la persecución continuó. El Cajar documentó seguimientos en la ciudad por parte de la Brigada XIII del Ejército, que consideraba a Movilla un integrante de la insurgencia del Ejército Popular de Liberación (EPL). En los 27 años que han transcurrido desde la desaparición, la justicia colombiana no ha identificado ni sancionado a los responsables. 

En 2008, cuando se cumplieron 15 años del crimen, integrantes de las agrupaciones musicales Ganyarikies, Skartel, Furibundo y Desarme produjeron colectivamente una canción en su homenaje.  

Cuatro años después, la familia y varias organizaciones sociales se reunieron en Bogotá para recordar a Pedro Movilla. En este video del colectivo Kinorama quedó registrado el proceso de creación de un mural y la lectura de varios textos, escritos por sus hijos. En ese entonces, uno de ellos escribió: “Mi padre era un hombre que no descansaba, ni se cansaba de luchar por su proyecto de país. Y, por ende, dedicó cada minuto de su vida a la lucha por un proyecto socialista de nación, y eso le tomaba mucho tiempo. Porque siendo sinceros, para mi padre, antes que su familia nuclear, estaba su familia entera: es decir, su pueblo”.  

Eyder Andrés Galindo Caicedo  

En la casa donde vivía con su madre, tía y hermanos, en el barrio Libertadores, sur de Bogotá, fue visto por última vez por su familia el niño de 14 años Eyder Andrés Galindo Caicedo, el 6 de junio de 2004. Hasta allí fue a buscarlo un paramilitar de las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), que con falsas promesas de trabajo lo llevó al municipio de Monterrey (Casanare) y posteriormente a una zona rural, donde fue ingresado forzadamente a una escuela de instrucción militar de las ACC.  

Eyder Galindo y otros niños que vivían en el barrio Libertadores fueron reclutados forzadamente por las AutodefensasCampesinas del Casanare. Imagen tomada de Google Earth.

Según documentó la Mesa de Trabajo sobre Desaparición Forzada de la Coordinación Colombia Europa Estados Unidos (CCEEU), los primeros indicios del paradero de Eyder se conocieron en septiembre de 2004, cuando tras un combate con las ACC el Ejército Nacional encontró en una vereda de Monterrey a varios niños que habían sido reclutados en Girardot y en barrios empobrecidos de Bogotá.  

Entre ellos se encontraba un amigo de Eyder, quien años después le contó a la Fiscalía que, durante su estancia en la escuela, ellos y otros niños habían sido obligados a presenciar y practicar graves violaciones a los Derechos Humanos, de acuerdo con la CCEEU. El ahora adulto también contó que Eyder había sido asesinado y enterrado en la misma vereda.  

Pese a ese testimonio, y a otros entregados por exparamilitares, la Fiscalía no realizó las tareas de búsqueda del cuerpo, ni investigó a los responsables. Durante los años posteriores a la desaparición, la madre de Eyder fue amenazada para que no denunciara los hechos y continuamente extorsionada por paramilitares, que falsamente le prometieron regresar a su hijo con vida a cambio de dinero.  

Para la época del reclutamiento forzado y la desaparición de Eyder, las ACC libraban una confrontación militar con el bloque Centauros y otras estructuras de las Autodefensas Unidas de Colombia por el control militar del departamento del Casanare.  

Patricia Rivera e hijas 

Patricia Rivera y sus hijas Eliana y Katherine Bernal, de nueve y cuatro años de edad, fueron desaparecidas forzadamente en Bogotá el 10 de diciembre de 1982 por agentes del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En la tarde de ese día, en cercanías a la carrera 9a con calle 5 sur, los agentes abordaron a Patricia y sus hijas y las obligaron a abordar un taxi. Junto a ellas fue desaparecido Marco Antonio Crespo, un adulto mayor que intentaba ayudarlas. 

Patricia Rivera, sus dos hijas, y Marco Antonio Crespo fueron desaparecidos en cercanías a la carrera 9a con calle 5 sur. Imagentomada de Google Earth.

Testigos de los hechos, cuyos testimonios fueron incluidos en el informe de admisibilidad del caso que profirió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 1993, relataron que Patricia buscó ayuda en la cigarrería de un conocido suyo para impedir que se la llevaran, mientras los captores insistían en que tenían una orden de captura en su contra y se identificaban vagamente como integrantes del F2, la agencia de inteligencia de la Policía Nacional de la época.  

El informe de admisibilidad de la CIDH señala que los organismos de seguridad del Estado acusaban falsamente a Patricia Rivera de haber participado en el secuestro y asesinato de Gloria Lara, directora nacional de Acción Comunal y Asuntos Indígenas. Investigaciones posteriores demostraron que el mismo vehículo en el que fueron desaparecidas Patricia y sus hijas fue usado una semana después para detener a una de las personas posteriormente torturadas por el Ejército e injustamente condenadas por el homicidio de Lara. Los sentenciados por ese crimen, que se encuentra en la impunidad, fueron liberados en 1983, como consta en este artículo de la revista Semana. 

Los testigos de la desaparición forzada de Patricia, de sus hijas y de Marco Antonio Crespo identificaron como uno de los responsables del hecho a Jorge Luis Barrera, un detective del DAS que fue condenado en 1986 por su participación en la desaparición forzada de Miguel Ángel Díaz Martínez y Faustino López Guerrero, militantes del Partido Comunista vistos por última vez en Puerto Boyacá. El caso se encuentra en la impunidad.  

Víctimas de desaparición forzada que habitan Bogotá  

Bogotá es una de las principales ciudades de destino de la población víctima de desaparición forzada. El área metropolitana ha sido centro receptor de población de todo el país. De acuerdo con el Observatorio Distrital de Víctimas de la Alta Consejería, en Bogotá habitan 358.408 personas victimizadas entre 1985 y 2020, 7.289 de las cuales fueron víctimas de desaparición forzada. De estas últimas, 3.799 son mujeres, 2.646 hombres y nueve son personas LGBTI. Algunas de estas personas fueron víctimas de más de un delito. 

Podemos encontrar una relación entre hechos de desaparición forzada y desplazamiento forzado: tras graves violaciones a Derechos Humanos, los familiares sobrevivientes tuvieron que trasladarse a Bogotá. De acuerdo con el Observatorio Distrital, las víctimas que viven en la ciudad son en su mayoría de Antioquia, Meta, Cundinamarca, Tolima, Caquetá y Cesar.  

El 98% de los casos de desaparición forzada ocurridos en Bogotá se encuentran en la impunidad: Foto: Joao Agamez - Centro deMemoria, Paz y Reconciliación

Aunque en toda la ciudad habitan víctimas del conflicto armado, las víctimas de desaparición forzada actualmente se concentran en algunas localidades: Kennedy, Bosa, Suba, Ciudad Bolívar, Engativá y Usme, según el Observatorio Distrital de Víctimas. Frente a su pertenencia étnica, 278 se identifican como afrocolombianas, 162 como indígenas, 11 como raizales, 12 como gitanas y una como palenquera.  

Más allá de las cifras, que son significativas, es importante reconocer las huellas de la desaparición forzada que se encuentran en toda la ciudad. Bogotá también está marcada por el conflicto armado y particularmente por este crimen de lesa humanidad. 

Continuidad del delito 

En los casos de desaparición forzada resaltan los altos niveles de impunidad. Solo 15 de los casos de desaparición forzada ocurridos en Bogotá están en etapa de ejecución de penas, de acuerdo con los casos registrados en la base de datos del Sistema Penal Oral Acusatorio (SPOA) de la Fiscalía General de la Nación. Esto quiere decir que más del 98% de los casos se encuentran en la impunidad. En las familias continúan las dificultades del duelo y la frustración, ante la ausencia de justicia y del hallazgo de las personas desaparecidas. 

La búsqueda ha sido lenta y muchas veces sin apoyo estatal, cuando deberían ser prioritarias las medidas que se puedan tomar inmediatamente a la desaparición para el hallazgo con vida. Los familiares se encuentran con una institucionalidad torpe que desconoce los hechos. Por ello, los familiares continúan solicitando que el gobierno nacional acepte la competencia en Colombia del Comité de las Naciones Unidas Contra las Desapariciones Forzadas para que este órgano internacional pueda aportar en la búsqueda.  

Bogotá y el área metropolitana no son ajenas a la desaparición forzada. En sus calles permanecen las huellas de la ausencia. Los habitantes de la ciudad debemos reconocer estos hechos y aportar para que no vuelvan a ocurrir. 

Resistiendo al olvido en la universidad pública: el caso de Alberto Alava

Por  Carolina Gómez Pulido, investigadora del proyecto Archivos del Búho y María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Hace 38 años, el 20 de agosto de 1982, fue asesinado el profesor y abogado Alberto Alava Montenegro mientras llegaba a su casa, un apartamento en el primer piso de un edificio cercano a la entrada de la calle 26 de la Universidad Nacional sede Bogotá. El crimen afectó profundamente a la comunidad universitaria, que lo veló en el Auditorio Central de la Universidad. Al día siguiente, miles de personas marcharon llevando el cuerpo hasta el Cementerio Central, en un gigantesco cortejo fúnebre en el que participaron profesores y estudiantes de varias universidades de Bogotá, intelectuales, defensores de derechos humanos y dirigentes políticos de izquierda. 

Alberto Alava era un reconocido profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional. Es recordado por algunos de sus métodos de enseñanza, como el uso del cine en los procesos de formación, y por su compromiso con el fomento del pensamiento crítico. En un boletín publicado el año de su asesinato, el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP) escribió que Alava “dedicó su vida a la formación de la juventud trabajando como profesor de las universidades Libre y Nacional, convencido de que no debía hacerlo en forma distinta a colocar a sus alumnos de cara a la realidad del país”.  

Alava también era abogado defensor de presos políticos, en una época en que se permitía que la situación jurídica de civiles quedara a disposición de la justicia penal militar, donde las garantías para los procesados eran escasas y se aplicaba el derecho penal del enemigo. Por su trabajo en la defensa jurídica de los presos, Alava fue detenido en varias ocasiones por autoridades militares, una de estas, ocurrida en mayo de 1979, fue documentada en el primer informe que Amnistía Internacional hizo sobre Colombia, donde también especifican que fue víctima de torturas. Además, “durante un largo periodo de tiempo recibió constantes amenazas de muerte por parte de la organización paramilitar MAS”, tal como denunció ante el Congreso en noviembre de 1982 el representante a la Cámara Gilberto Viera.  

El MAS (Muerte a Secuestradores) fue una organización paramilitar creada a finales de 1981 en Medellín, financiada por narcotraficantes y entre cuyos miembros se encontraban integrantes de la Fuerza Pública. Aunque desde el momento mismo del asesinato del profesor el crimen se le atribuyó a esa organización ilegal, en las casi cuatro décadas que han transcurrido desde entonces no se han identificado sus autores materiales e intelectuales. La pertenencia de agentes del Estado al MAS fue reconocida por la propia Procuraduría General de la Nación un año después del asesinato del profesor, cuando la entidad informó que existían pruebas suficientes para procesar a 59 militares y policías. 

Dos meses antes de su asesinato, el profesor Alava había sido víctima de un intento de homicidio del que salió ileso, pero en el que resultó herido un estudiante que lo acompañaba. Por cuenta de este atentado salió del país y viajó a Perú. Una vez en Colombia, empezó a escribir “un libro a partir de las impresiones de su viaje”, según registró el periódico Voz Proletaria días después del asesinato. Sin embargo, la insistente persecución de la que era víctima lo había obligado a tomar una decisión definitiva: exiliarse en Canadá con su esposa, María Eugenia, y sus tres hijos, viaje para el que estaba haciendo los últimos trámites cuando fue asesinado.  

Violaciones a los derechos humanos en los 80

El asesinato del profesor ocurrió en una época de persistentes violaciones a los derechos humanos contra docentes y estudiantes de universidades públicas, muchos de ellos vinculados a procesos sociales y políticos de izquierda. Archivos del Búho, un proyecto de investigación sobre las memorias del movimiento estudiantil impulsado por estudiantes y egresados de la Universidad Nacional, ha documentado 27 casos de violaciones a los derechos humanos cometidos contra personas vinculadas a las universidades públicas en 1982, el año en el que asesinaron a Alava. La grave situación que atravesaban los docentes llevó a la Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación (Fecode) a declarar un paro nacional para el 14 de septiembre de ese año.

Boletín N°24 del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. Fondo documental Archivos del Búho. 

Los hechos registrados en esa época también incluyen victimizaciones en contra de líderes sindicales y defensores de derechos humanos, sumadas a las cometidas en contra de quienes, como Alava, eran abogados defensores de presos políticos. En su informe “Justicia para la justicia. Violencia contra jueces y abogados en Colombia: 1979-1991”, la Comisión Internacional de Juristas denunció que entre 1979 y 1983 se cometieron 62 crímenes contra abogados en el país, incluyendo homicidios, torturas y desapariciones forzadas. La Comisión señaló que tras los homicidios de Alava y del también abogado Cipagauta Galvis, asesinado por el MAS en Bogotá ese mismo año, se conocieron amenazas de muerte contra abogados de Bucaramanga, Cali y Bogotá. Los principales responsables, según denunció la Comisión, eran paramilitares y agentes del Estado.  

La violencia política en todo el país tuvo un acelerado crecimiento durante la década de 1980 que inició en medio del gobierno de Julio César Turbay (1978-1982). En un artículo académico publicado este año en el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, los investigadores Frank Molano y Jymy Forero señalaron que durante ese periodo “el Gobierno abrió espacio a la ‘ocupación militar del Estado’ que permitió la aplicación del Estatuto de Seguridad, con detenciones y torturas a sindicalistas, estudiantes universitarios e intelectuales de izquierda, con la expectativa de que en medio de la multitud afectada caerían los subversivos”. Esta política estatal se desarrolló en medio de un alarmante clima de violaciones a los derechos humanos, en el cual la insurgencia estaba adquiriendo fuerza política y militar, por lo que, con la excusa de combatirla , se persiguió a la izquierda en su conjunto.   

Dentro de las victimizaciones ocurridas entre 1983 y 1990, Archivos del Búho ha identificado homicidios, desapariciones, detenciones, torturas y amenazas en varios departamentos del país. Entre los casos se encuentran el asesinato en 1984 de Luis Armando Muñoz, profesor de medicina de la Universidad Nacional sede Bogotá; las amenazas de muerte contra Eduardo Umaña Luna en 1988, cuando era profesor de derecho de la misma universidad; y la desaparición de Alirio de Jesús Pedraza, defensor de Derechos Humanos que pertenecía al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP), en 1990. 

Los estudiantes también fueron una de las principales víctimas. En septiembre de 1982 el periódico estudiantil Sinpermiso reseñaba el asesinato del profesor Alava junto al del estudiante de la Universidad Nacional sede Bogotá Hugo López Barrero y al del estudiante de la Universidad del Cauca Floresmiro Chagüendo. En 1986, el mismo periódico denunció la desaparición forzada de William Camacho, activista y estudiante de la Universidad Industrial de Santander; y de José Mejía, estudiante de la Universidad de Antioquia y “dirigente nacional del movimiento popular”.  

Pero tal vez uno de los casos más graves ocurridos en esta década es el que hoy se conoce como Colectivo 82. Se trata de la detención, tortura y desaparición forzada de 13 personas en Bogotá, en su mayoría jóvenes estudiantes de las universidades Nacional y Distrital. Los crímenes, que se cometieron entre marzo y septiembre de 1982, fueron ejecutados por la Policía, el Ejército y el MAS, que se habían aliado para perseguir a los presuntos responsables del secuestro y posterior asesinato de los tres hijos menores de edad del narcotraficante Jáder Álvarez.  

En su artículo “El caso del Colectivo 82. Una historia entre la memoria y el olvido, la rebelión y la represión”, los investigadores Molano y Forero señalan que estos crímenes se planearon con la participación de altos funcionarios del Estado. En 1991, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos declaró que el Estado colombiano no había cumplido con su obligación de respetar el derecho a la vida de 11 de las víctimas y le recomendó al gobierno “reabrir un exhaustiva e imparcial investigación sobre los hechos”, que aún hoy se encuentran en la impunidad. Para ambos investigadores, estos hechos se situaron “históricamente en el cambio de modelo de represión, del accionar violento estatal al accionar encubierto mediante paramilitares”.  

Bono de solidaridad, Jornada Nacional de Homenaje a los Compañeros Estudiantes Desaparecidos y Asesinados y Contra la Política Educativa del Régimen. Frente Estudiantil Revolucionario Sinpermiso. Fondo documental Archivos del Búho.

Todos estos crímenes, incluyendo el del profesor Alava, fueron denunciados en esa época por el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CPDH), creado en 1979. En el CPDH confluyeron intelectuales, profesores, políticos y abogados, que también fueron perseguidos. Por estas y otras denuncias, Alfredo Vásquez Carrizosa, uno de sus fundadores, político y profesor, recibió amenazas por parte del MAS.  

A finales de la década de 1980, entre 1987 y 1989, fueron asesinados en Medellín varios miembros del CPDH: Héctor Abad Gómez, presidente del Comité y profesor de la Universidad de Antioquia; Luis Felipe Vélez, presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia (ADIDA) y miembro de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT); Leonardo Betancur, docente de medicina, sindicalista y militante de la Unión Patriótica; y Luis Fernando Vélez, quien había reemplazado a Abad como presidente del CPDH en Antioquia y además era profesor de derecho. También fueron asesinados en esa ciudad Pedro Luis Valencia y Carlos López Bedoya, ambos profesores de la Universidad de Antioquia y dirigentes sociales y políticos.  

Todos estos casos dan cuenta de la persecución que vivieron quienes desde los distintos estamentos de las universidades mantenían estrechas relaciones con movimientos políticos de izquierda, sindicatos y organizaciones que denunciaban las violaciones a los Derechos Humanos en todo el territorio nacional.  

Una historia que parece no tener fin

Para finales de la década de 1980, junto al MAS operaban varias organizaciones paramilitares, algunas de las cuales se agruparon en la década siguiente en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Las AUC, en alianza con agentes del Estado, continuaron la persecución contra el movimiento estudiantil, los profesores y trabajadores de las universidades públicas, además de los defensores de derechos humanos, durante las décadas de 1990 y 2000.  

En 1998 fue asesinado Eduardo Umaña Mendoza, profesor de la Universidad Externado y abogado defensor de Derechos Humanos, que había recibido numerosas amenazas por las denuncias que había realizado y por asumir la defensa de presos políticos y dirigentes sindicales. La situación fue especialmente dramática en el Caribe, donde resultaron duramente victimizadas las universidades del Atlántico, Córdoba y Popular del Cesar, que hoy son sujetos de reparación colectiva ante la Unidad de Víctimas. 

En universidades como la de Antioquia se siguen presentando hechos de violencia contra el movimiento estudiantil y profesoral. El 2 de marzo de este año se conoció un panfleto de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, en el que se amenazaba de muerte a líderes estudiantiles, oficinas de estudiantes, cooperativas, asociaciones y sindicatos de profesores y pensionados de esa institución. En la madrugada del 4 de marzo fue atacada con arma blanca y en su propia casa la profesora Sara Fernández, integrante de la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia (Asoprudea), organización mencionada en el panfleto de ese grupo armado ilegal.   

Resistencia y memoria en la Universidad Nacional

La Universidad Nacional ha sido uno de los escenarios donde profesores como Alava asumen su papel con un profundo compromiso con la realidad del país. Su paso por la Universidad Nacional dejó huella, y su ausencia provocó una profunda desazón en una época en que los estudiantes se sentían desprotegidos, amenazados y perseguidos. Sin embargo, los estudiantes no permitieron que se perdiera su legado, sus enseñanzas ni su postura ética frente a la realidad. “¿Cuánto valor hace falta para asesinar a un profesor honrado? ¿Cómo recordar a Alberto Alava, nuestro profesor, muerto de dos disparos por empeñarse en ser un hombre libre?”, se preguntaron los estudiantes de Economía de la Nacional en la editorial de la revista Isítome tras su muerte.  

Periódico El Rebelde N°2, agosto de 1986. Fondo documental Archivos del Búho.

En septiembre de 1982, cuando varios grupos de estudiantes recuperaron las residencias universitarias que llevaban varios años cerradas, bautizaron una de ellas como Residencias Alberto Alava; se trataba del edificio 214, oficialmente llamado Antonio Nariño. Al año siguiente, el 29 de abril de 1983, un grupo de estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas fundó el Cineclub Alberto Alava, que ayudó a mantener vivo de generación en generación el espíritu de aquella herramienta que utilizaba el profesor en sus clases y con la que inspiró a muchos de sus estudiantes. Este Cineclub produjo en el 2000 el corto 17 en 7, en el que se hace memoria del profesor, y dio a conocer un poema escrito en su homenaje.  

Además, la plazoleta de la Facultad de Economía lleva actualmente su nombre, que también figura en la cartografía de la memoria de Bogotá que el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación ha venido elaborando en los últimos años. Alberto Alava permanece en los lugares que se han construido en su memoria desde las universidades públicas y para la ciudad.   

Estas acciones colectivas les han permitido a los estudiantes exigirles, tanto a la administración de la universidad como a las entidades que componen el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, que la Universidad Nacional sea reconocida como el escenario y el sujeto de sistemáticas violaciones a los derechos humanos provenientes de diversos actores. En ese sentido, el trabajo que realiza Archivos del Búho busca la recuperación de la memoria con la perspectiva de generar un espacio de verdad y esclarecimiento de múltiples hechos violentos con miras a la no repetición, y se suma a los múltiples esfuerzos colectivos, tanto al interior como por fuera de la Universidad Nacional, que se han empeñado en mantener viva la memoria de Alberto Alava.  

*Los archivos producidos por estudiantes de la Universidad Nacional utilizados en este artículo hacen parte del fondo documental de este proyecto y están catalogados en la base de datos Violaciones a los Derechos Humanos Registradas por el Movimiento Estudiantil, entregada a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad este año. 

Las deudas con la justicia

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Los ataques contra estos funcionarios no solo han afectado a sus propias familias, sino también a las de las víctimas de los crímenes que ellos investigaban y juzgaban.

En el centro de Bogotá, el 16 de agosto de 1989, fue asesinado el magistrado Carlos Valencia, del Tribunal Superior de Bogotá. Era un juez comprometido con la verdad y los derechos humanos, que acababa de tomar dos decisiones muy importantes en la lucha contra la impunidad que cobijaba a la mafia: había llamado a juicio al narcotraficante Pablo Escobar por el asesinato del periodista Guillermo Cano, y al también narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha por el asesinato del exmagistrado y excandidato presidencial por la Unión Patriótica Jaime Pardo Leal. El lugar donde fue asesinado Valencia está señalado en la cartografía de la memoria de Bogotá que el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación ha venido elaborando. 

El asesinato del magistrado Valencia, por el que la Nación fue hallada responsable por omisión en 1997, hace parte de una larga y dolorosa lista de crímenes cometidos contra funcionarios y funcionarias judiciales en Colombia. Fiscales, jueces, secretarios e investigadores del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) han sido amenazados, desaparecidos y asesinados en razón de su oficio, que en ocasiones amenaza con socavar la influencia de poderosos grupos legales e ilegales. 

Aunque algunos de estos hechos se han instalado en la memoria colectiva del conflicto armado colombiano (la toma y la retoma del Palacio de Justicia, la masacre de La Rochela o la masacre de Usme), la mayoría de los casos parecen condenados al olvido. Entre ellos, el homicidio de la magistrada del Tribunal Superior de Medellín Mariela Espinosa (1989); el asesinato en la década de 1990 de varios integrantes del CTI de Medellín que investigaban a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá y sus relaciones con empresarios; la persecución contra los funcionarios que investigaban las masacres paramilitares de Honduras, La Negra y Punta Coquitos, en el Urabá antioqueño.  

Además de los asesinatos y las amenazas, la estigmatización y el desprestigio también han sido utilizados por el poder en su empeño por impedir que se haga justicia. Ejemplo de ello son el montaje ejecutado por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) contra Iván Velásquez, el magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia que investigó la “parapolítica”, o los señalamientos y el posterior despido de Ángela María Buitrago, la fiscal delegada ante la Corte Suprema de Justicia que investigó a altos mandos del Ejército por la desaparición de varias personas durante la retoma del Palacio. 

No son casos aislados. En su informe “La Rochela, memorias de un crimen contra la justicia”, el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación señaló que había documentado hechos de violencia contra 1.487 funcionarios y funcionarias de la rama judicial, entre 1979 y 2009.  

Los ataques contra estos funcionarios no solo han afectado a sus propias familias, sino también a las de las víctimas de los crímenes que ellos investigaban y juzgaban. En ocasiones, estos ataques sepultaron para siempre las investigaciones, que los funcionarios victimizados impulsaban en contra de la propia ineficacia o cooptación ilegal de las instituciones de las que hacían parte. Ese fue el caso de los funcionarios del CTI en Medellín, que luchaban por desmantelar el paramilitarismo en Antioquia aun cuando sabían que la institución había sido infiltrada por las Autodefensas, como documentó el portal de investigación periodística VerdadAbierta.com en este artículo 

Los asesinatos y la persecución contra funcionarios valientes y comprometidos con su trabajo truncaron las esperanzas de verdad, justicia y reparación para decenas de víctimas, a la par que garantizaron que grupos armados legales e ilegales pudieran continuar actuando en la impunidad. El país está en deuda de hacer memoria y justicia en muchos de estos casos, así como de esclarecer quiénes y cómo se beneficiaron del silenciamiento de los funcionarios y de socavar la autonomía del poder judicial.  

Es igualmente urgente generar las condiciones necesarias para que la rama judicial pueda actuar con independencia, seguridad, garantías y respeto por los derechos humanos, especialmente cuando sus decisiones afecten a poderosos de cualquier índole. Atacar la independencia y la legitimidad del poder judicial con violencia o estigmatizaciones atenta contra la separación de poderes, fundamento de nuestro sistema democrático. 

Guadalupe Salcedo y la historia de los incumplimientos a la paz

Por Fernanda Espinosa Moreno, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación  

Hace algunos días, con motivo de la conmemoración de los 63 años del asesinato de Guadalupe Salcedo Unda, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación recuperó un video silente producido por Marco Tulio Lizarazo y restaurado por Patrimonio Fílmico. En él puede verse cómo un grupo de jóvenes de origen rural avanza entre ríos y caminos polvorosos de la “Colombia profunda”. Pertenecen a las guerrillas liberales del Llano, lideradas por Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure, cuando entregaron las armas en 1953. Salvo por ser en blanco y negro, las imágenes bien podrían confundirse con las del reciente desarme de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP); parece que observáramos un Dejá vu. 

El 6 de junio de 1957, pocos días después de la caída del gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, Guadalupe Salcedo fue asesinado por agentes de la Policía en las calles de Bogotá. Aunque las autoridades declararon que murió en un tiroteo, ocurrido supuestamente entre el taxi en que se desplazaba y dos patrullas policiales, dicha versión fue puesta en duda por el informe de los médicos forenses, el cual reportó que el cuerpo de Salcedo presentaba cinco heridas producidas por proyectiles de arma de fuego, incluidas dos en los dorsos de las manos, lo que sugería una ejecución en actitud de rendición. En esos tiempos también murieron otros excombatientes. 

La historia de Guadalupe Salcedo y las guerrillas del Llano forma parte de una generación de bandoleros que tuvieron sus orígenes en la resistencia y defensa liberal después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, ante los enfrentamientos y abusos del Ejército. Mostraron gran capacidad organizativa, fortalecimiento regional y apoyo popular con los congresos guerrilleros y las denominadas Leyes del Llano, contando incluso con la complicidad ambigua de la Dirección Liberal Nacional. La Primera Ley (septiembre 1952) y la Segunda Ley (junio 1953) apuntaban a una reorganización de la población según pautas de autonomía regional.  

En 1953, con la llegada al poder del general Gustavo Rojas Pinilla, el gobierno ofreció amnistías generales a los actores armados. Respecto de ellas, el historiador Orlando Villanueva Martínez apunta que Salcedo y sus hombres propusieron que el gobierno se comprometiera a “1) dar garantías a toda la población combatiente; 2) indemnizar a las víctimas del conflicto; 3) dar trabajo a los guerrilleros amnistiados; 4) liberación de los presos políticos; 5) reconstrucción de pueblos; 6) construcción de escuelas y colegios; 7) creación de cooperativas agrícolas con crédito y maquinaria”. Pero el gobierno cumplió poco.  

Entonces Guadalupe Salcedo se convirtió en vocero de la población y en gestor de paz. Pero en 1956, junto con otros, denunció el incumplimiento de los acuerdos por parte de las autoridades. Los problemas fundamentales de la región no fueron solucionados, particularmente el control y poder desmedido de los terratenientes hateros, y el asesinato de antiguos combatientes y de peones por los pájaros y el DAS rural. 

El próximo 27 de junio se cumplen 3 años de la dejación de las armas de las FARC tras los acuerdos de La Habana, Cuba. Según la Misión de Verificación de la Organización de las Naciones Unidas en Colombia, hasta el 26 de marzo del 2020 habían sido asesinados 190 exmiembros de las FARC. Además, hubo más de 214 ataques contra excombatientes. Uno de los casos es el de Astrid Conde Gutiérrez, mujer que se encontraba en proceso de reincorporación, estudiando y desarrollando su nuevo proyecto de vida. El 5 de marzo de 2020 fue asesinada en las calles de Bogotá, en El Tintal. El partido FARC ha denunciado el exterminio de los firmantes del acuerdo. 

 Actualmente ha sido poco lo que se ha materializado del acuerdo de la Habana, especialmente en puntos tan importantes como la reforma rural integral. La lenta implementación del acuerdo, a tres años de su firma, resulta grave. Como ha sucedido en el pasado, un aspecto fundamental del problema es que los acuerdos son entendidos según la voluntad del gobierno de turno, en vez de compromisos de Estado. Es por ello que, a lo largo de la historia de Colombia, se han producido serios retrocesos en los acuerdos de paz. 

En 1953 Guadalupe Salcedo declaró que el “motivo por el cual depusimos las armas ante el Excelentísimo señor Teniente General Gustavo Rojas Pinilla no fue el ambre [sic] ni la esnudez [sic] ni la enfermedad: lo que hizo entregar las armas fueron el derecho a la vida, la libertad, la justicia y la nueva hera [sic] de trabajo para todos los colombianos. No somos bandoleros ni forajidos; sino hombres de bien y defensores de la democracia en Colombia”. Hoy, en el 2020, ¿cómo podemos pasar del dejà vu a una verdadera democracia? Una nueva era como lo denominó Guadalupe Salcedo.  

Sandra Catalina: un colibrí en la memoria

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En la cartografía de la memoria de Bogotá hay un lugar en conmemoración de la niña Sandra Catalina Vásquez Guzmán, violada y asesinada por un agente de policía el 28 de febrero de 1993.

Claudia Lancheros tenía diez años. Iba en la ruta hacia el colegio y llevaba en la mente a su compañera de pupitre. Tenía que ponerse de acuerdo con ella: debían portarse juiciosas esa semana que comenzaba.

Cuando atravesó el umbral de la puerta del salón, ya tarde, no entendió por qué todos estaban reunidos, con caras largas y cruzados de brazos, frente a la pizarra: la coordinadora de primaria, la rectora, las monjas y el psicólogo. Sus compañeras estaban calladas. Se sentó en el pupitre y se volvió para mirar a Sandra Catalina Vásquez Guzmán, pero el puesto estaba vacío.

Escarbó en la mirada de las niñas. Una de ellas se encogió de hombros y le hizo un ademán en el cuello con el que le dio a entender que Sandra ya no existía. Un sentimiento gélido de orfandad comenzó a bullir en su interior.

Desistió de preguntar. La ausencia explicaba el silencio; el frío se entremezclaba con el misterio de la mañana, la oquedad con el espíritu de Sandra, el aire con el peso de la resignación. ¿Acaso su belleza, sus correteos en círculos en el aula, su risa de Pájaro Loco —como su amiga Claudia la describe— habían desaparecido?

El pupitre donde ella se sentaba fue sacado del salón. En medio del mutismo, las niñas de quinto de primaria fueron conducidas a la capilla del colegio para rezar por su alma. Nadie entendía lo que había pasado. Algunas nunca habían escuchado la palabra “violación”. El silencio se cernía como el grito de una bestia herida, el grito de una infancia destrozada.

Claudia imagina volver a aquellas tardes de risa y revolcarse bajo las sombras de los saucos y los pinos. Apenas hacía dos días habían jugado, también con su hermana Andrea Lancheros. Habían ido al lago, cerca del colegio campestre donde estudiaban.

Con sus manos entrelazadas jugaron en ronda y se carcajearon. Su amiga de nueve años, compañera de travesuras y exploraciones, estaba muerta.

***

El domingo 28 de febrero de 1993, Sandra Catalina salió, en compañía de su madre, a buscar a su padre, Pedro Gustavo Vásquez, un suboficial que trabajaba en la Tercera Estación de Policía ubicada en el centro de Bogotá; necesitaban dinero para pagar el transporte escolar de la niña. La pareja estaba separada. Desde la entrada, Sandra creyó ver a su padre y se fue tras él. Su madre se quedó afuera esperándola. Habían pasado quince minutos y, angustiada porque su hija no salía, entró a buscarla. Recorrió los pasillos, gritó su nombre pero ella no contestó. Al cabo, la encontró agonizando en el tercer piso, con signos de estrangulamiento y violación. La llevaron al Hospital San Juan de Dios pero ya estaba muerta.

Cuando los investigadores fueron a recoger el material probatorio, la escena del delito había sido alterada: desaparecieron la hoja de la minuta de ingreso y levantaron muros donde no había. El asesinato y violación de Sandra ha sido calificado como crimen de Estado por el abogado de la familia, Alirio Uribe.

De manera muy temeraria, y sin ninguna investigación, Pedro Gustavo Vásquez, padre de Sandra, fue acusado del crimen y estuvo preso durante tres meses y medio, pero logró demostrar que no estaba en el lugar de los hechos y fue absuelto. Unos años después, la Policía tuvo que pedirle perdón e indemnizarlo, tras una sentencia que así lo ordenó.

En 1995, el agente de policía Diego Fernando Valencia Blandón confesó el crimen y fue apresado y enviado a la cárcel de Policía de Facatativá (Cundinamarca), pese a haber sido destituido de dicha institución. Una prueba de ADN practicada a los agentes que trabajaban en la estación determinó que Valencia Blandón fue el responsable. Condenado a 45 años de prisión, solo pagó diez y quedó libre en 2006. En esa época no existía el Código de Infancia y Adolescencia, que rige hoy, en el cual está prohibida cualquier rebaja de pena u otro tipo de beneficio para los agresores de los niños.

Si Sandra viviera, tendría 37 años. Ya adulta, cuando Claudia estudiaba en la universidad, se iba a un bar situado diagonal a la estación de policía donde mataron a su amiga. A medianoche, lanzaba botellas contra el edificio policial. Era su forma de exorcizar la impotencia, el desamparo. Imaginaba la destrucción del lugar, lo que ocurriría años más tarde cuando fue demolido y la familia invitada a dar los primeros martillazos.

La casa donde vivió Sandra Catalina está habitada por sus recuerdos. Su abuela Blanca Aranda, de 80 años, muestra decenas de portarretratos y cuadros por videollamada. Enfoca la cámara y comienza a relatar la historia de cada foto:

—Aquí fue el primer día que entró al jardín; aquí tenía cuatro meses, ella era una gorda hermosa. Aquí está cumpliendo ocho añitos, un año antes de que me la mataran —su voz y aliento se quiebran. Entonces para. Está temblando. Los labios se curvan e irrumpe en llanto.

Se enjuga las lágrimas, coge fuerzas y continúa narrando las anécdotas de su nieta:

—Aquí está con su triciclo, aquí está en Cartagena, aquí con sus muñecos, aquí el día que la bautizamos… Fue mi primera nieta, pero era como mi hija —dice estremecida.

Sandra Catalina, la que firmaba con la “S” de la clave de sol. La niña de ojos chispeantes, lustrosa cabellera, voz melodiosa, ojos almendrados, piel canela. La niña que leía poesía, la niña que llenaba de amor a su familia.

Blanca la imagina elevando cometas, manejando bicicleta, celebrando dichosa que había aprendido a pedalear: “Mami, mira, ya aprendí”. También la recuerda cuando cada madrugada, al salir para el colegio, le gritaba desde la calle “Mami, te amo”. La abuela sonreía desde la ventana: “Yo también te amo, mi amor”.

“Ella dejó mucho amor. Mi Dios de pronto se la llevó porque la necesitaba allá”, dice con un rictus de melancolía.

Desde que murió, dice la abuela Blanca, Sandra la visita todos los días en forma de colibrí. Aletea y la mira con ojos vivaces mientras toma agua de la alberca del jardín. Ahora ella pinta colibríes y adorna su casa con esas pequeñas figuras de colores.

Para la familia, el caso sigue en la impunidad. No hubo verdad y, aunque el policía haya confesado, no creen que haya sido él. Por la forma como ocultaron las pruebas, creen que hubo alguien más poderoso detrás. Hace unos años la Policía convocó a la familia a un acto de pedido de perdón pero ella se negó.

“Era una burla para nosotros”, dice la abuela Blanca. “Ya no nos importa quién haya sido. Lo que nos importa es que haya memoria, que ese crimen y muchos más no queden en el olvido”, agrega.

Frente a la estación de policía, ya demolida, la familia de Sandra y sus amigas Claudia y Andrea Lancheros crearon en 2013 un jardín en su nombre. Es un monumento vivo para resignificar ese lugar de dolor, resarcir y dignificar la memoria de las niñas que han sido violadas y asesinadas. Además, ha sido una experiencia de sanación para la familia.

Veintisiete años después del crimen de Sandra, Claudia nos conduce al jardín. Cae una ligera lluvia y ella mira al oriente: las montañas están cubiertas de una densa bruma. Es una mañana fría y solitaria de cuarentena por la pandemia. Se acerca a la placa, grabada con el nombre de Sandra Catalina, arroja agua y la limpia con un paño. Acto seguido, toma el azadón y limpia las plantas y la tierra. Ahí, frente al espacio vacío del edificio de la policía, hay siemprevivas, rosas rojas, margaritas punto azul, cayenas, campanitas, amarantos, azaleas.

También se han sembrado arbustos y flores en nombre de otras víctimas. Hay un árbol dedicado a Yuliana Samboní, niña secuestrada, violada, torturada y asesinada por Rafael Uribe Noguera en diciembre de 2016, y otro a los tres niños asesinados por el subteniente del Ejército Raúl Muñoz en Arauca, en octubre de 2010. El jardín ha sido visitado por familiares de otras víctimas, como Rosa Elvira Cely (violada, empalada y asesinada en 2012) y las madres de las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales de Soacha.

“Yo quisiera que Sandra Catalina sea vista como un símbolo de la deuda que tiene el país con la infancia. Este jardín es como una forma de pedirle perdón a la infancia, es un lugar de conciencia para recordar a las víctimas, pero para decirle al país que

nosotros no vamos a olvidar esos crímenes, que la paz del país pasa por respetar la vida y el cuerpo de las niñas y los niños”, dice Claudia Lancheros.

“Catalina era muy especial. El jardín nos ha ayudado muchísimo a transformar esa impotencia, ese dolor, esa rabia, y queremos que mucha gente llegue ahí a reconciliarse con tanto dolor”, menciona con expresión mustia Eliana Guzmán, tía de Sandra.

Claudia cita a Wangari Maathai, la primera mujer africana en ganar el premio Nobel de Paz en 2004: “Debemos ayudar a la tierra a curar sus heridas y de la misma manera, curar nuestras propias heridas”.

Las flores cambiarán de pétalos, se abrirán una y otra vez, las alzará el viento.

Sandra Catalina está viva: como el jardín en su memoria.

Ante la impunidad alrededor de la violencia sexual, la memoria

Por: Adriana Serrano Murcia, del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. 

Por estas fechas, la discusión en redes sociales y medios de comunicación recuerda que desde 2014, cada 25 de mayo, Colombia conmemora el Día de la Dignificación de las Víctimas de Violencia Sexual en el marco del conflicto armado, gracias al valor, la insistencia y lucha de cientos de mujeres que han decidido romper el silencio, silencio que en ningún momento les significó el olvido de lo que les pasó. También por estas fechas, el aislamiento social ha puesto en evidencia una de las violencias más naturalizadas socialmente: la violencia contra las mujeres. Tan sólo en Bogotá la línea púrpura para la atención de violencias de género y violencias sexuales se encuentra desbordada, el ICBF reportaba 1250 niños y niñas en restablecimiento de derechos por distintas violaciones a nivel nacional, y Naciones Unidas hace una advertencia mundial ante el inminente incremento de la violencia sexual ante la cuarentena que impone el riesgo del COVID 19.  

Como sociedad parece que nos hemos acostumbrado a aquellas relaciones de poder desiguales manifestadas en control, discriminación, explotación y violencia sobre la vida y cuerpo de las mujeres. Desafortunadamente, y como correlato de la violencia sexual, muy pocos de esos casos lograrán tener una conclusión efectiva en el sistema de justicia colombiano. Ante esta realidad colectivos de mujeres han buscado estrategias sociales y públicas de sanción a sus perpetradores: el famoso movimiento internacional Me too, la protesta ante los abusos de la policía en la contingencia, las denuncias públicas en redes sociales que por estos días acusan a líderes espirituales de abuso sexual y explotación laboral en distintas regiones de Colombia y América Latina, y las acciones de hecho de colectivos feministas en universidades de todo el país frente a la inoperancia de los protocolos de tratamiento del acoso en la ciudad. 

Si este es el panorama de la cotidianidad, el panorama del conflicto armado colombiano es aún más devastador: aun con el sabido subregistro motivado por el miedo, la culpa, la desinformación y la coerción, la Unidad para la Atención y Reparación a Víctimas reporta más de 30.000 víctimas de violencia sexual en el conflicto armado, más del 90% de ellas son mujeres y cerca del 10% de ellas viven en Bogotá. De acuerdo con el informe “La Guerra inscrita en el cuerpo”, publicado en 2017, la violencia sexual es un acto de dominación, de apropiación de la vida y cuerpo de las mujeres, de objetivación y, como lo plantea Rita Segato, de extensión del domino territorial de los armados. No sobra decir que el avance de los procesos de justicia en estos casos son también mínimos y ningún perpetrador quiere hablar con franqueza de la violencia sexual. Así se completa el ciclo de la violencia: el silenciamiento de las víctimas por la estigmatización que las ronda, las instituciones que no son garantes y los victimarios que saben que no pasará nada. 

Ante tal situación, la memoria emerge como antónimo de la impunidad. La guatemalteca Aura Cumes, investigadora y docente feminista ha planteado que el valiente ejercicio de hacer memoria sobre la violencia sexual remueve las poderosas estructuras de la memoria oficial dominante, que niegan su verdad, y nos recuerda que la memoria oficial tiene límites. Hacer memoria histórica de la violencia sexual implica también reconocer como posicionamiento político fundamental que lo personal es político, que es necesario ponerlo en la esfera de lo público, para despojar al victimario de su poder y su voz, dignificar a las víctimas y exigir a viva voz que nunca más se repita.  

Las víctimas recuerdan en lo público para interpretar lo que les pasó, situar su historia en el contexto de país, para dignificar, cuestionar, denunciar y exigir, para recordar que en la paz y en situaciones extraordinarias como una pandemia no deberían incrementarse los riesgos de las mujeres, ni desbordarse las líneas telefónicas para su apoyo, ni que los niños y niñas no estén protegidos en sus hogares y comunidades. Ante este esfuerzo, valiente, difícil y necesario, a la sociedad le corresponde una única responsabilidad, la de resonar. El inmenso esfuerzo de hablar de las víctimas, de dejar de callar, no nos exige otra cosa que la disposición a la escucha y la transformación. 

“Te apunto con un arma de guerra para salvarte la vida”

Por José Antequera, director del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Mi amigo Eduardo González, experto en comisiones de la verdad en diferentes lugares del mundo, publicó un video en Twitter que materializa la noción de distopía: un militar apunta con un arma larga a un hombre en pantaloneta y chanclas para obligarle a que se meta en su casa a partir de las medidas de cuarentena por coronavirus. Eduardo comentó la imagen: “te apunto con un arma de guerra para salvarte la vida”. 

La mañana del día en que vi su comentario había estado en un webinar muy valioso organizado por la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia con miembros representantes de Haití, Filipinas y Kenia. Fue impresionante constatar cómo en contextos similares pero que tienen poca comunicación entre ellos se presenta hoy la misma circunstancia: el abuso policial exacerbado en las ciudades como eje principal de las violaciones a los derechos humanos en diferentes países, con la ejecución tergiversada de medidas restrictivas que resultan inevitables en medio de la pandemia. 

Al webinar reaccionó una representante de Amnistía Internacional compartiendo un reporte alarmante con diferentes violaciones a los derechos humanos atribuibles a gobiernos o grupos armados que, además, están afectando el derecho a la información de la ciudadanía en diferentes lugares del planeta. Por ejemplo, menciona cómo el jefe de la República de Chechenia, Ramzan Kadyrov, ha dicho que las personas que transmiten el virus son peores que los terroristas, lo que no sólo ha llevado a que las personas oculten sus síntomas por miedo sino que ha autorizado a que a otras se les maltrate por sospecha. También relata cómo en India se ha citado a periodistas en estaciones de policía a que den explicaciones sobres sus últimos reportajes y enumera casos de detenciones a comunicadores que se han dedicado a presentar cifras del avance de la covid-19 en Azerbayán, Kazajastán, Serbia, Bangladesh, Camboya, Uganda, Ruanda, Somalia, Túnez y Palestina. 

En Colombia, medidas inevitables de prevención que no son cuestionables en sí con respecto a la garantía de derechos y libertades también han sido tergiversadas, mal aplicadas, o utilizadas como excusa en medio de la exacerbación de casos de abuso policial que hicieron parte del debate electoral de 2019, así como de las noticias del paro de noviembre. Por ejemplo, el concejal Diego Cancino planteó públicamente denuncias de casos de violencia sexual contra mujeres donde han participado policías que las han detenido:

“El pasado 22 de marzo una mujer que sacó a pasear su mascota fue abordada por miembros de la Policía y conducida al CAI de Laureles en Bosa y, posteriormente, a la UPJ. Los policías cometiendo una serie de irregularidades la encierran, la roban, la extorsionan, la maltratan, le pegan, la manosean y finalmente la desnudan. Es un claro caso de abuso policial que incluye violencia sexual de acuerdo con la Ley 1257 de 2008, la Ley 1719 de 2014 y el derecho internacional”.

En regiones del país donde aún no se logra la paz completa como en zonas de Nariño, Chocó, Cauca y el sur de Córdoba, en las que aún impera la opresión violenta, se ha denunciado que grupos armados pretenden hacer cumplir el confinamiento ejecutando la estrategia de apuntar con armas de guerra a los habitantes con el argumento de salvarles la vida.

Tratándose de contextos, situaciones y dimensiones diferentes, los ejemplos mencionados apuntan a una misma cuestión. En la pandemia, como en cualquiera de las muy graves crisis que ha enfrentado la historia de la humanidad, no puede tolerarse la vía de las violaciones a los derechos humanos. Es claro que corremos el riesgo de no poder cerrar la puerta por donde entran el autoritarismo y la antidemocracia. De ahí que por estos días también sea imprescindible defender una cultura contraria a la barbarie, enaltecer la memoria de la dignidad que nos afirma las certezas, esas que, por cierto, han nacido en las peores circunstancias que nos han tocado vivir. Pero sobre todo, son fundamentales el rechazo social y la justicia que, además de responder a los hechos, conjuran que no nos degrademos como sociedad mientras enfrentamos el peligro.