Las deudas con la justicia

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Los ataques contra estos funcionarios no solo han afectado a sus propias familias, sino también a las de las víctimas de los crímenes que ellos investigaban y juzgaban.

En el centro de Bogotá, el 16 de agosto de 1989, fue asesinado el magistrado Carlos Valencia, del Tribunal Superior de Bogotá. Era un juez comprometido con la verdad y los derechos humanos, que acababa de tomar dos decisiones muy importantes en la lucha contra la impunidad que cobijaba a la mafia: había llamado a juicio al narcotraficante Pablo Escobar por el asesinato del periodista Guillermo Cano, y al también narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha por el asesinato del exmagistrado y excandidato presidencial por la Unión Patriótica Jaime Pardo Leal. El lugar donde fue asesinado Valencia está señalado en la cartografía de la memoria de Bogotá que el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación ha venido elaborando. 

El asesinato del magistrado Valencia, por el que la Nación fue hallada responsable por omisión en 1997, hace parte de una larga y dolorosa lista de crímenes cometidos contra funcionarios y funcionarias judiciales en Colombia. Fiscales, jueces, secretarios e investigadores del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) han sido amenazados, desaparecidos y asesinados en razón de su oficio, que en ocasiones amenaza con socavar la influencia de poderosos grupos legales e ilegales. 

Aunque algunos de estos hechos se han instalado en la memoria colectiva del conflicto armado colombiano (la toma y la retoma del Palacio de Justicia, la masacre de La Rochela o la masacre de Usme), la mayoría de los casos parecen condenados al olvido. Entre ellos, el homicidio de la magistrada del Tribunal Superior de Medellín Mariela Espinosa (1989); el asesinato en la década de 1990 de varios integrantes del CTI de Medellín que investigaban a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá y sus relaciones con empresarios; la persecución contra los funcionarios que investigaban las masacres paramilitares de Honduras, La Negra y Punta Coquitos, en el Urabá antioqueño.  

Además de los asesinatos y las amenazas, la estigmatización y el desprestigio también han sido utilizados por el poder en su empeño por impedir que se haga justicia. Ejemplo de ello son el montaje ejecutado por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) contra Iván Velásquez, el magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia que investigó la “parapolítica”, o los señalamientos y el posterior despido de Ángela María Buitrago, la fiscal delegada ante la Corte Suprema de Justicia que investigó a altos mandos del Ejército por la desaparición de varias personas durante la retoma del Palacio. 

No son casos aislados. En su informe “La Rochela, memorias de un crimen contra la justicia”, el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación señaló que había documentado hechos de violencia contra 1.487 funcionarios y funcionarias de la rama judicial, entre 1979 y 2009.  

Los ataques contra estos funcionarios no solo han afectado a sus propias familias, sino también a las de las víctimas de los crímenes que ellos investigaban y juzgaban. En ocasiones, estos ataques sepultaron para siempre las investigaciones, que los funcionarios victimizados impulsaban en contra de la propia ineficacia o cooptación ilegal de las instituciones de las que hacían parte. Ese fue el caso de los funcionarios del CTI en Medellín, que luchaban por desmantelar el paramilitarismo en Antioquia aun cuando sabían que la institución había sido infiltrada por las Autodefensas, como documentó el portal de investigación periodística VerdadAbierta.com en este artículo 

Los asesinatos y la persecución contra funcionarios valientes y comprometidos con su trabajo truncaron las esperanzas de verdad, justicia y reparación para decenas de víctimas, a la par que garantizaron que grupos armados legales e ilegales pudieran continuar actuando en la impunidad. El país está en deuda de hacer memoria y justicia en muchos de estos casos, así como de esclarecer quiénes y cómo se beneficiaron del silenciamiento de los funcionarios y de socavar la autonomía del poder judicial.  

Es igualmente urgente generar las condiciones necesarias para que la rama judicial pueda actuar con independencia, seguridad, garantías y respeto por los derechos humanos, especialmente cuando sus decisiones afecten a poderosos de cualquier índole. Atacar la independencia y la legitimidad del poder judicial con violencia o estigmatizaciones atenta contra la separación de poderes, fundamento de nuestro sistema democrático.