Más allá de los monumentos: la reparación a los pueblos indígenas

Por Fernanda Espinosa, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación   

Tras un juicio simbólico a Sebastián de Belalcázar que llevaba años gestándose, en el cuál se le declaró culpable por genocidio, apropiación de tierras, despojo, entre otros delitos, el pueblo Misak sentenció el derribamiento de la estatua ecuestre en Popayán. El hecho ocurrió el 16 de septiembre de 2020, al cierre de una movilización indígena por la paz. La decisión de derribar la estatua no fue un hecho aislado dentro del proceso organizativo de los indígenas del Cauca. 

La estatua de Sebastián de Belalcázar se encontraba en el cerro de Tulcán, que desde hace años se reconoce como yacimiento arqueológico y lugar sagrado. Incluso es denominado como “Kuta Inti- Pirámide del Sol, casa ceremonial de los Indígenas Pubenences”. El informe de la excavación arqueológica realizada por Julio César Cubillos Chaparro en 1959, titulado  “El morro de Tulcán, pirámide prehispánica”, narró que allí se encontraron variados elementos fúnebres y cerámicas, y concluyó que se trata de una formación piramidal no natural y que en la cima existía un cementerio prehispánico, el cual fue mutilado con la construcción de la plataforma que soportaba la estatua. A pesar del interés por el pasado prehispánico del cerro, en realidad se ha avanzado poco en la preservación arqueológica del lugar. 

Hace unos meses las protestas de #BlackLivesMatter derribaron monumentos de personajes esclavistas, hemos visto profundos debates sobre estos acontecimientos. El Centro de Memoria, Paz y Reconciliación realizó en junio pasado el conversatorio Monumentos: Disputas por la memoria,  reconociendo en estos hechos una disputa por los lugares de la memoria, en el cual expertos en el tema coincidieron en la necesidad de ampliar el concepto de patrimonio.  

En este conversatorio, Patrick Morales, director del Instituto de Patrimonio, señaló que en Bogotá existen 317 monumentos, de los cuales solo 39 son representaciones femeninas y solo 10 tienen una referencia étnica. Es decir, las representaciones en el espacio público siguen siendo excluyentes, en su gran mayoría de hombres blancos, desconociendo la diversidad de nuestras sociedades. No se trata de poner otros monumentos en reemplazo, sino de reconocer el patrimonio cultural, social y la permanencia de los pueblos étnicos en nuestro país. 

El derribo de la estatua de Sebastián de Belalcázar ocurrió tras una movilización en Popayán de los pueblos Misak, Nasa y Pijao, cuya exigencia era la implementación del Acuerdo de Paz y medidas efectivas contra la violencia que se ha recrudecido. Desafortunadamente, la movilización y sus exigencias fueron poco conocidas: toda la atención se centró en el monumento. El debate de fondo que estaban planteando era sobre la violencia y el genocidio vivido por los pueblos indigenas en el pasado y en el presente.  

La cuestión de la memoria y los monumentos se relaciona con la disposición actual para el reconocimiento y reparación  de los crímenes contra los pueblos indígenas en el marco del conflicto armado. El conflicto ha impactado particularmente y de manera desproporcionada a las comunidades indígenas. Según datos de la Organización Nacional Indígena de Colombia, 2.954 indígenas fueron víctimas de asesinatos selectivos en el marco del conflicto entre 1958 y 2016, además se registraron 38 casos de ataques a poblaciones, 639 desapariciones forzadas y 675 masacres. Actualmente, un gran reto de la Comisión de la Verdad es establecer los impactos del conflicto armado sobre los pueblos indígenas, y sobre todo aportar a la no repetición.  

Desafortunadamente no se trata sólo de hechos del pasado. En los meses recientes se han recrudecido las masacres en territorios de comunidades y el asesinato de lideres indígenas. En agosto de 2020 se confirmó una nueva masacre contra tres indígenas Awá en el resguardo de Pialapí Pueblo Viejo, Nariño. En los últimos meses el pueblo Awá también ha llorado los asesinatos de sus dirigentes, como Ángel Nastacuas, Sonia Bisbicus, Fabio Guanga y Rodrigo Salazar. Gran parte de los líderes Awá han tenido que huir y resguardarse tras múltiples amenazas. Esta situación es generalizada en las comunidades indígenas del suroccidente del país. De acuerdo con cifras de INDEPAZ, 47 líderes indígenas han sido asesinados durante el 2020 (a julio); ya van 242  líderes indígenas asesinados luego de la firma del Acuerdo de Paz. 

Es urgente tomar medidas para reparar a las comunidades indígenas, que deben incluir acciones de reconocimiento simbólico y memoriales. Fundamentalmente se necesitan medidas eficaces y contundentes para frenar estos asesinatos y masacres que continúan ocurriendo. La Minga Social y Comunitaria que viene a Bogotá tiene cuatro exigencias: vida, territorio, democracia y paz, que incluyen justamente: Garantías para la vida (ante el contexto de masacres, genocidios, etnocidio, feminicidio), el desmonte de grupos sucesores del paramilitarismo e implementación de los acuerdos de paz de La Habana.  

La masacre del Suroriente de Bogotá: la memoria sigue viva

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Once jóvenes, de entre 19 y 27 años, fueron ejecutados extrajudicialmente por agentes de la Policía en tres puntos distintos del suroriente de Bogotá, en la mañana del 30 de septiembre de 1985. Diez de ellos hacían parte de un comando urbano de la insurgencia del M-19, que acababa de robar un camión de leche para repartir la carga entre los habitantes del sector.  

Era la época en que el M-19 contaba con una presencia significativa en esa zona de Bogotá. Allí, como en otras ciudades del país, esa organización insurgente creó milicias que resolvían conflictos y proveían justicia; promovían la autogestión para la instalación de redes de servicios públicos y el mejoramiento de vivienda; y realizaban tareas de propaganda y organización.  

La toma por la fuerza de vehículos transportadores de alimentos o el robo de materiales de construcción, que luego eran distribuidos entre la comunidad, eran una práctica recurrente del M-19 en los barrios populares de ciudades como Cali y Bogotá. La guerrilla concebía estas acciones como “recuperaciones” con las cuales se podría avanzar en la solución de los problemas del hambre y de la falta de vivienda digna que agobiaban a los pobladores de esas zonas. En 1985, los precios de los alimentos aumentaron drásticamente por cuenta de la devaluación del peso.   

Aunque los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo del 30 de septiembre de ese año reportaron todos los homicidios como muertes en combate, los informes de balística y la propia Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) constataron más tarde que los 11 jóvenes fueron asesinados en estado de indefensión. Los testimonios de algunas vecinas y vecinos de los barrios donde ocurrieron los hechos así lo confirmaron. 

Convocatoria para la Noche Sin Miedo del pasado 30 de septiembre, en el sector conocido como el Rincón del Valle, del barrio Diana Turbay. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Que integrantes de la Policía hubieran asesinado a plena luz del día a once personas en medio de un operativo para repeler el robo de un camión de leche generó temor en la zona, pero también importantes acciones de denuncia y de recuperación de la memoria que han persistido durante los últimos 35 años en cabeza de familiares de las víctimas, exmilitantes del M-19 y organizaciones culturales y juveniles del suroriente de Bogotá, que encuentran elementos de continuidad entre el caso y sus propias experiencias en el presente.  

La Masacre del Suroriente 

El informe de fondo que en 1997 emitió la CIDH sobre este caso, conocido como la masacre de la Leche o masacre del Suroriente, narra en detalle lo ocurrido la mañana del 30 de septiembre de 1985. Ese día, en el barrio San Martín de Loba y los sectores cercanos, la Policía; el F-2, la agencia de inteligencia policial de la época; la Seccional de Investigación Judicial de la Policía (Sijín); el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y el Ejército desplegaron un importante operativo contra el comando del M-19 que robó el camión de leche. 

Ocho de las once víctimas de la masacre del suroriente. Imagen tomada de la monografía de Carlos Parra titulada “Masacre en el Suroriente de Bogotá, un crimen de Estado".

Encontrándose cercados, los jóvenes guerrilleros se separaron en varios grupos y emprendieron la huída. José Alberto Aguirre, Jesús Fernando Fajardo y Francisca Irene Rodríguez fueron asesinados dentro de un bus de servicio público por un agente de la Sijín, en el barrio Diana Turbay. En el informe de la CIDH consta que Jesús y José murieron por disparos realizados a corta distancia. En estos hechos también fue asesinado Javier Bejarano, un joven que se encontraba dentro del bus, pero que no pertenecía a la insurgencia. 

Leonardo, el hermano de Javier, sobrevivió al crimen. Así describió los hechos, según consta en el mismo informe de la CIDH: “Yo agaché la cabeza y me quedé ahí agachado, luego fue cuando yo no sé quién subió, yo miré y fue cuando me dieron el primer tiro. Me escurrí y quedé con la cabeza apoyada en los pies de mi hermano, botando sangre por la boca. Luego ya subieron más señores del F-2 que portaban radios y decían: ‘Mi capitán están todos muertos, no hay ningún herido’. Luego se acercaron otra vez adonde nosotros y, como a mi hermano no lo habían herido, le pegaron un tiro. Entonces fue cuando me vieron que yo estaba con vida y me dijo: ‘Este hijo de puta no se muere’, y sacó y me pegó otro tiro». 

En el barrio Bochica ocurrieron otras cinco ejecuciones extrajudiciales, en tres episodios distintos.  Isabel Cristina Muñoz fue asesinada por agentes de la Policía a las afueras de una casa donde se escondía, luego de que ella saliera con las manos en alto; Arturo Ribón Avilán y Yolanda Guzmán Ortiz fueron asesinados en las calles del barrio, cuando huían de la persecución de la Fuerza Pública. Aunque un teniente declaró que ambos murieron en combate, los dictámenes periciales mostraron que varios de los disparos les fueron propinados a corta distancia; Martín Quintero Santana y Luis Antonio Huertas fueron asesinados por un agente del F-2 cuando se encontraban indefensos. 

La monografía de Carlos Eduardo Parra titulada “Masacre en el Suroriente de Bogotá, un crimen de Estado. Documentación de caso” (2010) retoma importantes testimonios que fueron incluidos en las investigaciones de la Procuraduría de la época. Dos de ellos se refieren al caso de Martín y Luis Antonio. Los testigos narraron cómo agentes del F-2 los golpearon y les dispararon hasta matarlos cuando ellos se encontraban tendidos en el suelo. Uno de los testigos contó sobre las víctimas: “Los muchachos no dijeron nada, ni levantaron una mano, ni una uña. Esos muchachos venían tranquilos por la calle, como si nada pasara”.  

Finalmente, José Alfonso Porras Gil y Hernando Cruz Herrera fueron asesinados en zona rural, en lo que entonces era la vereda Los Soches, del municipio de Usme. En el sector, hoy barrio La Aurora, no se encontraron testigos de los hechos. Sin embargo, los informes de balística probaron que ambas víctimas recibieron disparos a menos de un metro de distancia, contrario a la versión de la Policía, que dijo haberlos “dado de baja” en un enfrentamiento. 

En el barrio Diana Turbay se perpetraron cuatro de las once ejecuciones extrajudiciales. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

La monografía de Parra también documenta cómo un militante del M-19 que participó en el robo del camión de leche fue detenido cuando intentaba escapar del cerco de la Fuerza Pública. Esta persona describió las torturas a las que fue sometida: “Hay como mucha violencia (en la detención), muchos golpes (…) en el carro, en la estación de policía de San Agustín, en el F-2; se me paran unos tipos en las coyunturas del cuerpo, en los tobillos. Ya en el carro, por ejemplo, con una ametralladora me han estado aterrorizando, claro, de meterle a uno la ametralladora en la boca y empezar a tratar de dispararla”. 

Por las 11 ejecuciones extrajudiciales, la CIDH concluyó que el Estado colombiano había violado los derechos de las víctimas a la vida, la integridad física, las garantías judiciales y la protección judicial. La Comisión determinó que los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo “estaban obligados a tratar en toda circunstancia humanamente a todas las personas que se encontraban bajo su control, a causa de heridas sufridas, rendición o detención, sin importar que hubieran participado o no en las hostilidades».  

En 2014, pasados 17 años de las recomendaciones de la CIDH al Estado colombiano para que avanzara en las investigaciones, la Corte Suprema de Justicia dejó sin efecto varias decisiones de la Justicia Penal Militar que habían exonerado de toda responsabilidad a los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo y le remitió el proceso a la Fiscalía. Seis años después de esa decisión, el caso continúa en la impunidad.  

Resistiendo al olvido 

Este 30 de septiembre, organizaciones juveniles y culturales de la localidad de Rafael Uribe Uribe decidieron articular la conmemoración de los 35 años de la Masacre del Suroriente con la Noche Sin Miedo, una jornada de actividades pedagógicas, artísticas y comunitarias organizada para combatir el miedo generado por los hechos ocurridos en Bogotá durante y después del 9 y 10 de septiembre de este año, cuando al menos 14 jóvenes fueron asesinados durante las protestas por el homicidio de Javier Ordóñez a manos de integrantes de la Policía.  

A la estigmatización que se produjo después contra los manifestantes y las organizaciones sociales, se suma el temor por la persistencia de amenazas en el suroriente y el suroccidente de la ciudad. En 2018, la Defensoría del Pueblo advirtió en una alerta temprana que, en las localidades de San Cristóbal, Usme y Rafael Uribe Uribe, “los líderes y lideresas sociales, comunales y barriales son objeto de intimidaciones por parte de sujetos armados que, mediante la coacción y amenaza, buscan condicionar sus labores de liderazgo o de defensa de los derechos humanos, entorpecer procesos sociales, o impedir actividades que incrementen el bienestar social, el acceso a la justicia, la capacidad de organización y de participación ciudadana”. 

En la tarde del 30 de septiembre empezaron los preparativos para la Noche Sin Miedo en el barrio Diana Turbay. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

Para esta Noche Sin Miedo, los jóvenes eligieron como punto central el sector del barrio Diana Turbay conocido como el Rincón del Valle. Allí, desde las primeras horas de la tarde del 30 de septiembre, el colectivo Épsilon y otras personas de la comunidad prepararon los espacios, la comida y las bebidas calientes con las que recibieron a los asistentes de las varias actividades que se realizaron en la noche y hasta las seis de la mañana del día siguiente: campamento, trueque, concierto, proyección audiovisual, estampado de camisetas, juegos, documentación de hechos de violencia y de necesidades básicas insatisfechas.  

Marghen Blanco, del colectivo Valkirikaz del Sur, estuvo a cargo de la proyección audiovisual. Ella encuentra relación entre la Masacre del Suroriente y los crímenes recientemente cometidos contra los jóvenes de la ciudad: “Es como si se repitiera el ciclo histórico. La conmemoración de la masacre del 85 y la Noche Sin Miedo son una defensa de la vida. Nos masacraron, nos mataron, nos siguen amenazando, nos siguen hostigando, persiguiendo. Pero nosotros seguimos resistiendo, con esa idea de defender la vida; una vida digna, con todas las condiciones”. 

El colectivo Épsilon, junto a Valkirikaz del Sur y otras organizaciones del territorio, le han apostado durante los últimos años a mantener viva la memoria de la Masacre del Suroriente. A partir de la investigación de Parra, han reflexionado sobre el caso; han realizado cartillas, stencil, murales, líneas del tiempo, conversatorios; y han montado una obra de teatro que narra el caso. Este año, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación produjo junto al colectivo este video conmemorativo sobre la masacre:

Para Felipe Gamboa, integrante de Épsilon, “la masacre del Suroriente es un hecho relevante para el territorio por lo que significó en cuanto al asesinato de 11 jóvenes. Empezamos a indagar un poco alrededor de esas vidas y encontramos una profunda necesidad por transformar el país: una juventud demasiado inquieta, crítica y consciente en ese 85. Encontramos elementos de lo que es la juventud organizada hoy en día en el territorio”.  

Durante los últimos años, otras personas y colectivos también han mantenido viva la memoria de la masacre, así como de las apuestas de los jóvenes asesinados. En 2017, por ejemplo, la Corporación Nuevo Abril y otras organizaciones sociales conmemoraron los hechos en una jornada que incluyó la siembra de plantas, la elaboración de murales, un recorrido por la memoria, una jornada artística, un compartir de arroz con leche y un foro sobre la protesta y el derecho a la alimentación. En 2019, la Escuela Ambiental Kimy, en asocio con la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, realizó varias actividades en conmemoración de la masacre, en las localidades Rafael Uribe Uribe y Usme. 

Esta línea de tiempo hace parte de los procesos de memoria que impulsan los colectivos juveniles del suroriente de Bogotá. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

Este año, la editorial El Búho publicó un libro sobre el caso, titulado “Tomad y Bebed. Crónicas de Militancia”, de Alejandro Cabezas. También este año, Armando Ribón Avilán, hermano de Arturo, elaboró una multimedia conmemorativa, en cuya presentación escribió: “Año a año, mes a mes, día a día, seguiremos persistiendo en la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación. Mientras, no habrá silencio ni cobardías, no habrá cansancio, no habrá perdón ni olvido”.  

Rostros que transforman ciudad

El fenómeno del desplazamiento forzado se convirtió en parte del paisaje urbano y se materializó en cuerpos sin rostro y en cifras sin historia. En este espacio virtual pueden cercarse a las historias de cuatro líderes y lideresas que ahora viven en la ciudad de Bogotá.

CARLOS SANTHOS

Cofundador de CARABANTU y del Festival de Cine Afrocolombiano FICCAK. Su cámara es su herramienta para visibilizar y narrar el mundo y su manilla lo presenta como embajador de Chocó.

ELIECER MANUEL ÁRIAS

El Parque Nacional es lugar de encuentro de la comunidad Kankuamo en Bogotá. La mochila atanquera es un emblema ancestral, tejida con simbolismos que contribuyen a la preservación intergeneracional de la cultura.

ABUELA MUIDOKURI

En el interior de la Maloka se encuentra el corazón, el fuego. El fuego es el símbolo de la mujer Uitoto. La caguana, que se extrae de la palma Canangucho, es una bebida
tradicional que representa fuerza y alimento.

LUISA FERNANDA GONZÁLEZ MURILLO

Lideresa juvenil de la localidad de Usme e integrante de la fundación FUCISPAC.
Solía ir al mirador con una amiga que falleció. El marañón tiene usos medicinales.

ABUELO BUIDAMA

La Maloka es un lugar sagrado en el que la comunidad realiza ceremonias ancestrales. El ambil y mambe son medicinas tradicionales que han acompañado al abuelo en círculos de la palabra sirviendo como puente con sus ancestros.

ANYELA GUANGA

Integrante de ASOETNIC. San Victorino fue su lugar de llegada a Bogotá y donde se empleó en un puesto de venta de galletas tradicionales. El cacao es símbolo de resistencia y pervivencia.

SOPHIA RIVAS

Sabedora de medicina ancestral. En el quilombo realiza sus prácticas y ofrece sus servicios medicinales.

ARALIATU WOULIYU ELIEL CASTILLO

Consejero Nacional de la Juventud Indígena en la ONIC. El Parque Nacional evoca a la Sierra Nevada, sus montañas representan la conexión con el lugar sagrado. Allí se reúnen integrantes de la comunidad Kankuamo para realizar actos ceremoniales.

ELIZABETH ANDRADE

Representante de Afroindígenas mi Colombia. Vive y coordina su fundación desde el sector Los Puentes. El rayo es una herramienta de madera utilizada para lavar ropa en el río.

PAULINA MAJIN

Lideresa Cabildo YANACONA. SUu lugar es la Casa de Pensamiento Indígena. Bastón de mando de la Guardia Indígena.

JUAN DAVID JAMIOY

Juan David trabaja en la Casa de Pensamiento. La casa acoge a niños y niñas pertenecientes a grupos étnicos con el propósito de mantener la cultura ancestral a través del fomento de prácticas pedagógicas.

YOLVANA ROMERO PUSHAINA

En noviembre de 2018 cumplió dos años viviendo en Bogotá y estudiaba enfermería. El woüma (sombrero), es utilizado principalmente por los hombres, y el kötoii (mochila), es donde se plasma el pensamiento, las ideas y el camino a seguir.

MARTHA LUCÍA RENTERÍA BARREIRO

Consejera de planeación local y médica ancestral. En el quilombo ofrece sus servicios y comparte su sabiduría como médica ancestral. El premio es un reconocimiento al fortalecimiento de
la participación e incidencia de la comunidad negra, afrocolombiana, raizal y palenquera.

OLADYS JUDITH ROMO HERNÁNDEZ

Integrante de la organización ACODES. Suba es la localidad donde ha vivido y desarrollado sus acciones comunitarias.

LUZ AIDA ÁNGULO ÁNGULO

 Defensora de derechos humanos e integrante de la fundación Black Sombra.

MARÍA CARMENZA USSA TUNUBALA

El parque del barrio Las Villas es el lugar en el que ha vivido desde que llegó a Bogotá. El Tambal Kuary representa el ser Misak, la circularidad en la espiral que simboliza el ciclo de la vida.

Justicia para las víctimas de brutalidad policial

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

“Los procesos penales y disciplinarios no avanzan. Es más fácil que sancionen a un policía porque botó un radio o dañó la moto, que porque golpeó o asesinó a un ciudadano”. Así resumió Gustavo Trejos el sentimiento de impotencia que se manifestó en el conversatorio Las víctimas hablan de reforma a la Policía”, realizado por el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación el pasado 16 de septiembre a propósito de los homicidios perpetrados en Bogotá durante las jornadas de protesta desatadas por el asesinato de Javier Ordóñez. 

La falta de justicia por graves crímenes cometidos por la Policía es el lamentable común denominador en la vida de las tres personas invitadas a esa conversación: Alejandra Medina, la madre del joven estudiante de bachillerato Dilan Cruz, asesinado por un agente del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) durante las movilizaciones de noviembre de 2019; Gustavo Trejos, el papá de Diego Felipe Becerra, el joven asesinado en 2011 por un patrullero de la Policía mientras pintaba un grafiti; Ana Ángel, la mamá de Óscar Salas, el estudiante universitario asesinado en 2006 por un agente del ESMAD cuando iba de camino a encontrarse con su hermano en inmediaciones a una protesta que se realizaba en la Universidad Nacional.  

En ninguno de estos casos hay policías cumpliendo condenas. Tan solo existe una sentencia por el asesinato de Diego Becerra contra el patrullero Wilmer Alarcón, que está libre pese a haber sido condenado a 37 años de prisión.  

Ana Ángel explica que, en el esfuerzo de los responsables por mantener la impunidad, su familia ha sido duramente victimizada: “Hemos perdido la familia, hemos perdido materialmente muchas cosas. Hemos tenido que desplazarnos, hemos sido amenazados, y la Justicia no hace justicia. Nunca hay judicialización, perdón, reparación”. 

Con la intención de negar el derecho a la justicia, los responsables también han estigmatizado a sus propias víctimas, intentando influir en la opinión pública para que los jóvenes asesinados sean considerados como delincuentes y, por esa vía, como personas sin derecho a vivir. Desde el momento mismo del asesinato de Diego Becerra, su familia tuvo que realizar enormes esfuerzos para demostrar el montaje que se había fraguado para hacer pasar a su hijo como un criminal.  

En medio de esas situaciones adversas, las familias continúan presionando para que avancen los procesos penales. Además, han construido propuestas sobre las reformas sociales e institucionales necesarias para conjurar la impunidad y garantizar la no repetición. Alejandra Medina propone el desmonte del ESMAD, la revisión del Código Nacional de Seguridad y Convivencia y la suspensión inmediata de los policías investigados por violaciones a los derechos humanos.  

Para Gustavo Trejos es indispensable que la Policía ponga punto final a la lamentable solidaridad de cuerpo que suele manifestarse cuando algún integrante de la institución es acusado de violar la ley: “Los altos mandos, cada vez que un policía comete un delito, un abuso de autoridad, buscan proteger a los policiales, excusarlos y decir que ellos estaban en un acto de servicio o que cometieron los asesinatos en defensa propia. La Policía, y el gobierno en general, piensan que la institucionalidad se logra mintiéndole a la gente, ocultando los asesinatos. Eso no es así: La institucionalidad se logra con la verdad, logrando la confianza de la ciudadanía”. 

Otras propuestas de los familiares de las víctimas para reformar la Policía son el mejoramiento de los procesos de incorporación del personal, la práctica periódica de exámenes psicológicos a los miembros de la institución, el aumento en la intensidad horaria de los cursos de formación en derechos humanos, la prohibición del uso de armas de letalidad reducida, que los procesos por homicidio no sean conocidos por la justicia penal militar y que la institución sea realmente un cuerpo de naturaleza civil que no dependa del Ministerio de Defensa.  

La brutalidad policial es una constante en Colombia. La historia de estas tres víctimas es similar a la de cientos de familias. Al menos 13 personas fueron asesinadas durante las protestas del 9 y 10 de septiembre en Bogotá, tal como han registrado organizaciones sociales y medios de comunicación. Según la ONG Temblores, 639 homicidios fueron presuntamente cometidos por la Fuerza Pública entre 2017 y 2019. 

Las instituciones tienen una enorme deuda con los familiares de las víctimas de brutalidad policial, que además de perder violentamente a sus seres amados deben lidiar con la impotencia de saber que los responsables de estos crímenes no han sido llevados ante los jueces. Una sociedad que se precia de ser democrática no puede permitir, bajo ninguna circunstancia, que agentes del Estado violen impunemente los derechos humanos. Urgen verdad, justicia y reformas que garanticen la no repetición.  

Bogotá se moviliza: pasado y presente del Paro Cívico del 77

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

En la Bogotá de 1977, cientos de personas llevaron a cabo una de las acciones de protesta más importantes en la historia del país: El Paro Cívico Nacional, realizado el 14 de septiembre por convocatoria del movimiento sindical. Los habitantes de la ciudad, agobiados por los bajos ingresos y la inflación, salieron a las calles para exigirle al gobierno que aumentara los salarios, congelara los precios, otorgara derechos sindicales a los trabajadores estatales y levantara el Estado de Sitio.  

Pasadas cuatro décadas, esa movilización se ha comparado con las multitudinarias marchas del pasado 21 de noviembre. El Paro de 1977 no solo fue significativo por sus dimensiones, sino también por las consecuencias que trajo para la vida política del país. 

Tras su desarrollo, el Estado afianzó aún más la concepción de que la protesta social era una amenaza que debía ser conjurada; las insurgencias avanzaron en la decisión de fortalecer su presencia en las ciudades; y la sociedad civil tejió redes de organizaciones en los barrios para continuar exigiendo la garantía de sus derechos. 

Transcurridos 43 años desde ese estallido popular, resulta interesante reflexionar sobre los hechos de entonces para aportar a los debates actuales sobre la movilización social y el derecho a la ciudad.  

La antesala del Paro 

Los habitantes de los barrios empobrecidos de Bogotá, en la segunda mitad de la década de 1970, atravesaban una difícil situación económica. Las familias tenían que vivir con bajos salarios o de trabajos informales, al tiempo que el Estado desmontaba los subsidios al transporte público, se devaluaba el peso y se disparaban los precios de los alimentos. El gobierno, además, creó en esa época el impuesto de valorización, con el que los ciudadanos debían financiar la construcción de avenidas y la modernización del alumbrado público.

Caricatura sobre el hambre publicada en el periódico El Tiempo durante el Paro Cívico.

El docente, investigador y doctor en Historia Frank Molano explica la situación que atravesaban los y las bogotanas de entonces: “Había una condición de modernización urbana de carácter neoliberal. A los sectores medios y populares que se habían hecho a sus viviendas les caía la obligación de contribuir a la ciudad, sin que eso hubiera significado un incremento salarial. Esos cambios obedecían a un cambio en el modelo de acumulación del capital y a una forma en que la ciudad pensaba ampliarse con una retirada de la inversión estatal”.  

Molano también argumenta que la modernización de Bogotá no traía consigo la construcción de mejores espacios públicos para sus habitantes: “Los barrios eran dormitorios de trabajadores, sin terminal de transportes, hospitales, parques públicos, plazas de mercado. Era una ciudad llena de vías, claro, para la movilidad de los trabajadores, pero no era una ciudad para habitar”. 

A lo largo de la década, el transporte público se había convertido en un serio problema para los habitantes del sur y el noroccidente de la ciudad, que protestaban para pedir la mejora en la prestación del servicio luego de que las autoridades o los políticos locales se negaran a atender sus demandas. Entre las movilizaciones más significativas por el acceso al transporte se registra el Paro Cívico del Suroriente, ocurrido el 27 de noviembre de 1974, cuando habitantes de al menos 30 barrios de ese sector de la ciudad bloquearon la vía a Villavicencio, cansados de que la Alcaldía y las empresas de transporte ignoraran sus reiteradas peticiones al respecto. 

El bloqueo de vías era una modalidad de protesta que recién tomaba fuerza en la ciudad, donde buena parte de las necesidades de servicios públicos o equipamiento urbano se habían resuelto por la vía de la autogestión o de la negociación en cabeza de las juntas de acción comunal, tal como concluyó en el libro La ciudad en la Sombra el profesor, investigador y doctor en Estudios Latinoamericanos Alfonso Torres.

Al tiempo que los habitantes de los barrios del suroriente, el suroccidente y el noroccidente incursionaban en nuevas formas de protesta, en los mismos sectores tenían lugar dos procesos que promovían el pensamiento crítico entre los jóvenes: la ampliación de la cobertura de la educación pública mediante la construcción de grandes colegios y la presencia permanente de organizaciones sociales y políticas de izquierda. Entre ellas, la Alianza Nacional Popular (ANAPO), el Partido Comunista, la Unión Nacional de Oposición (UNO), los sindicatos de las fábricas, y los sacerdotes y las monjas vinculados al movimiento de la Teología de la Liberación. 

Consignas preparadas para la jornada de Paro.

Así explica el profesor Torres la influencia que estos procesos tuvieron en el desarrollo del Paro Cívico Nacional: “La gente que se va a movilizar no es el migrante (del campo). Somos los hijos, los nietos, la generación que es más urbana, que tiene otra mirada. Donde hubo mayor movilización fue en estos barrios donde había una generación urbana, escolarizada, con una previa familiarización con esas formas de movilización”. 

Esos y otros factores permitieron que el 14 de septiembre de 1977 protestaran no solo los trabajadores sindicalizados, sino también los habitantes de los barrios en general. De acuerdo con Torres, “se movilizó gente que habitualmente no se movilizaba, que no era de un núcleo o partido. Se movilizaron no solamente los trabajadores, sino el desempleado, el habitante de barrio. Es decir, apareció esa identidad de lo barrial, de lo popular urbano”. 

Los impactos del Paro 

Con varias semanas de anticipación, en diferentes barrios de la ciudad empezaron a prepararse las tareas necesarias para la realización del Paro Cívico. En su libro “Un día de septiembre” (1980), Arturo Alape incluyó importantes testimonios sobre la planeación del Paro en Atahualpa, Policarpa, República de Canadá, Santa Lucía, Kennedy, La Granja, Tabora, Bosa y el cercano municipio de Soacha.  

A la par, el gobierno del presidente Alfonso López Michelsen hizo grandes esfuerzos por impedir la movilización. Desde finales de agosto, el gobierno decretó el arresto de las personas que participaran en la organización de manifestaciones y a comienzos de septiembre prohibió las concentraciones públicas. El Ejecutivo también ignoró el pliego de peticiones de las centrales sindicales, caracterizando la protesta como una acción organizada para influir en las elecciones presidenciales que se avecinaban y, más tarde, como una acción “subversiva”. 

La prohibición gubernamental no impidió que obreros, docentes, empleados públicos, estudiantes, trabajadores informales e integrantes de juntas de acción comunal, comités de valorización y comités provivienda paralizaran Bogotá.

Foto del saqueo realizado a un almacén de ropa durante el Paro, publicada en el periódico El Tiempo.

Durante la jornada se vivió una inusual beligerancia, que además de bloqueos en las principales vías incluyó enfrentamientos con la Policía en barrios como Ciudad Kennedy, Quirigua, San Fernando, La Estrada, Las Ferias y Fontibón, según documentó Alape. Algunos manifestantes también atacaron buses y bancos, y saquearon grandes almacenes de ropa, alimentos, zapatos, muebles e insumos para la construcción. 

Estas acciones violentas son usualmente rememoradas cuando se habla del Paro Cívico. El profesor Molano propone una lectura para comprender este tipo de acciones: “Generalmente se trata de plantear que la lucha popular es irracional, que la gente es manipulada o que simplemente va a su paso arrasando con todo. Pero diferentes estudios, tanto del Bogotazo, como del Paro del 77, muestran que aquello que se saquea, se bloquea o se incendia está asociado a lo que para la gente representa blancos muy concretos que afectan su calidad de vida o que le plantean ventajas para la lucha callejera”.  

Para el caso concreto del Paro Cívico, Molano argumenta que hubo “una racionalidad popular, en donde no se atacó, por ejemplo, colegios, hospitales, viviendas. Cuando se trata de levantamientos contra el hambre, la carestía, la escasez, obviamente lo que la gente busca es abastecerse de ropa, alimentos o de ferretería, porque necesitaba herramientas para estar en la calle. Los episodios de levantamiento popular son estallidos de descontento que se expresan de esta manera”.  

Habiéndola estigmatizado desde antes de que ocurriera, el gobierno de López reprimió duramente la manifestación. Fueron asesinadas al menos 25 personas en Bogotá, en su mayoría jóvenes estudiantes que habitaban barrios como La Estrada, Atahualpa y Marco Fidel Suárez, según documentó el propio profesor Molano en este artículo. Durante la jornada, más de tres mil personas fueron detenidas y recluidas en el estadio El Campín y la Plaza de Toros. 

De acuerdo con estos y otros investigadores, las élites y la Fuerza Pública percibieron el Paro Cívico como una importante amenaza que, junto a otras expresiones de descontento, debían ser reprimidas o neutralizadas. Un año después del Paro, el recién posesionado presidente Julio César Turbay expidió el Estatuto de Seguridad Nacional, con el que se recrudeció la persecución a la izquierda mediante la aplicación de estrategias legales e ilegales que constituyeron graves violaciones a los derechos humanos. Desde hacía varios años, el país vivía un Estado de Sitio casi permanente.

Artículo de la Revista Alternativa que documentó la represión desatada durante el paro.

Entre las organizaciones insurgentes de la época, algunas de las cuales contaban con incipientes estructuras urbanas, el Paro promovió la idea de que era necesario prepararse para desarrollar el conflicto en las ciudades.  

Para los y las jóvenes de los barrios de Bogotá con experiencias en la movilización, el Paro se convirtió en un referente. Durante la década de 1980 se creó y fortaleció un importante movimiento cívico en la ciudad, aun en medio de la represión estatal y la persecución de organizaciones ilegales de justicia privada.  

El profesor Torres explica que a partir del Paro Cívico se generaron “muchos trabajos de organización que serían novedosos respecto a las juntas de acción comunal, porque ya lo que los nucleaba no era conseguir el agua o la luz, sino que estaban inspirados incluso en una idea de izquierda más amplia y los temas eran otros: el comité, la biblioteca comunitaria, el centro de educación popular, demandas en torno a lo deportivo, lo cultural”.

La movilización de 1977 también inspiró la realización de varios paros cívicos regionales. Durante los años siguientes se convirtió en un hito de la movilización social en el país, estudiado con entusiasmo hasta el día de hoy.  

Memoria y presente 

El 21 de noviembre de 2019, en Bogotá y otras ciudades del país se desarrolló, con multitudinarias marchas, el Paro Nacional. A la movilización se vincularon sindicatos, barristas, estudiantes de universidades públicas; organizaciones feministas, indígenas, afrodescendientes, ambientalistas y culturales; personas sin militancia política, entre muchas otras, que salieron a las calles para protestar por un amplio repertorio de problemas. Algunos de ellos fueron la anunciada reforma laboral y pensional, la corrupción, el asesinato de líderes sociales, la represión y la falta de implementación del Acuerdo de Paz.  

Bogotá tiene una larga tradición de movilización social. En 2013, cientos de personas se movilizaron para respaldar el Paro Nacional Agrario. Foto: Flickr-Marcha Patriótica

Ese día y el siguiente se presentaron, además, protestas violentas en algunos barrios de Bogotá. Colectivos artísticos fueron allanados y se registraron múltiples hechos de brutalidad policial contra manifestantes e incluso contra trabajadores de los medios de comunicación. 

Algunos analistas no vacilaron en leer lo que había ocurrido a luz del Paro Cívico de 1977. La cantidad de protestas ocurridas en los meses anteriores, su carácter urbano, la creatividad de los manifestantes, los estallidos de violencia y la represión que se desató en Bogotá fueron algunos elementos que trataron de ponerse en común.  

Desde la academia también se continúa investigando el Paro Cívico. En la Universidad Pedagógica Nacional, la estudiante Cindy Reyes investiga para su trabajo de grado las huellas de la memoria que dejó el Paro en el barrio Kennedy, particularmente en el colegio INEM, uno de cuyos estudiantes fue asesinado en las jornadas de 1977.

Para ella, es importante “reconocer lo que sucedió en ese momento, porque si eso se trae del pasado vemos que hay similitudes y, si entendemos que hay similitudes, podemos pensar en qué podemos hacer para cambiar esta realidad. Es mirar hacia al pasado pensando en el futuro, en plantear un futuro distinto, con justicia social”.

2° Carrera de observación virtual: Los colegios como lugares de la memoria

Los colegios de Bogotá tienen nombres con la huella de hombres y mujeres víctimas de la violencia socio – política y el conflicto armado. Ellos y ellas desde sus proyectos  de vida fueron constructores de apuestas para tener un país en paz y profundamente democrático.  En este marco, la idea es recorrer virtualmente los lugares de la memoria que se encuentran en la ciudad, relacionándolos con los colegios y reflexionando sobre el impacto de estos en la vida escolar.  

 Bienvenido/bienvenida a este viaje por los colegios con memoria.  

Las cosas por su nombre

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

En sociedades que han experimentado o experimentan graves violaciones a los Derechos Humanos, se libran cada tanto disputas por la verdad y la memoria. En estas disputas, los conceptos tienen un lugar central. A partir de ellos, las personas y colectividades dotan los hechos de sentidos, que les permiten impulsar u obstaculizar procesos para alcanzar la verdad, la justicia y los cambios necesarios para superar las violencias estructurales.   

Estas disputas se libran en Colombia, donde sectores que se oponen a las transformaciones para alcanzar la paz han intentado relativizar y hasta negar hechos y repertorios de violencia ocurridos en el país, pese a la abrumadora evidencia que existe al respecto en investigaciones académicas, periodísticas, penales, de organismos internacionales, de organizaciones de víctimas y de defensores de Derechos Humanos.  

Esta cruzada contra la verdad ha llegado, incluso, a tratar de suprimir el concepto de “conflicto armado interno” para suplantarlo por el de “amenaza terrorista”. La apuesta por despolitizar el conflicto y responsabilizar exclusivamente a algunos de sus protagonistas se sigue desplegando en la esfera pública, pese que en la última década el propio Estado ha emprendido dos procesos de justicia transicional para reparar a las víctimas del conflicto armado.  

Estos sectores también han intentado relativizar las graves violaciones a los Derechos Humanos por cuyo reconocimiento las víctimas han librado valientes batallas. Desde poderosas posiciones, dentro y fuera de Colombia, estos grupos han negado los graves crímenes que se cometieron durante la retoma del Palacio de Justicia; han trivializado la desaparición forzada de personas en razón de su militancia política, al punto de decir que las víctimas “se fueron para el monte”; han negado o justificado el genocidio de la Unión Patriótica, un partido político exitoso casi exterminado por la acción de paramilitares y agentes del Estado. 

Igualmente, han pretendido legitimar crímenes graves sugiriendo la vinculación de las víctimas con grupos o prácticas ilegales. La justificación pública de la venganza o de la justicia privada ha sido profundamente nociva para la democracia, porque ha alentado aparatos criminales de “limpieza social” y otros de carácter contrainsurgente como las Convivir, el Muerte a Secuestradores (MAS) y las Autodefensas Unidas de Colombia. 

En la situación actual que vive el país, esta relativización continúa. Organizaciones defensoras de Derechos Humanos y centros de pensamiento luchan para que se reconozca la sistematicidad en los asesinatos contra líderes y lideresas sociales, así como para que se esclarezcan los responsables y las motivaciones de estos hechos. Algo similar ocurre ahora con las masacres, un concepto ampliamente estudiado en el país y en el mundo que hoy se intenta sustituir por el de “homicidios colectivos”.  

Este intento es lesivo para las víctimas, la verdad y el debate público, porque el concepto de “homicidios colectivos” alude solamente a una de las características de las masacres: el de la pluralidad de víctimas. El término de “masacre” engloba, en cambio, otras cuestiones.  

Entre ellas, que estos homicidios de varias personas en estado de indefensión producen terror en la población; deterioran el tejido social; buscan “castigar” a sectores específicos por razones políticas, económicas o de otra índole; tienen efectos simbólicos en las comunidades; y son cometidas a veces con actos de crueldad. El Grupo de Memoria Histórica y el Centro Nacional de Memoria Histórica le entregaron al país importantes investigaciones sobre masacres, en los que estas características son ampliamente abordadas.  

También resultan lesivas las declaraciones apresuradas que buscan adjudicar los hechos a responsables abstractos, como “el narcotráfico”, sin que para ello se hayan realizado las investigaciones necesarias y, lo más grave, con claras intenciones políticas. En los últimos días, las propias autoridades han empezado a reconocer que la masacre de zona rural de Arauca capital está relacionada con hechos de justicia privada y que la masacre del barrio Llano Verde (Cali) fue presuntamente cometida por los vigilantes del cañaduzal donde aparecieron muertos los jóvenes, todo porque ellos acudían al lugar con frecuencia a comer caña. No fue, entonces, “el narcotráfico” el responsable de estos hechos.  

Para superar las graves violaciones a los Derechos Humanos y sus impactos es necesario, entre muchos otros procesos, que personas y grupos poderosos se abstengan de negar, relativizar o falsear la realidad. La sociedad y las víctimas necesitan saber la verdad.  

Huellas de la desaparición forzada en Bogotá

Por Fernanda Espinosa y María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación – 30 agosto de 2020

En las calles y barrios de Bogotá, a veces a plena luz del día, han sido desaparecidas forzadamente decenas de personas desde la década de 1960. En los hechos que guardan relación con el conflicto armado y la violencia política, estas personas han sido desaparecidas por distintas razones: acallar sus voces, fracturar proyectos sociales y políticos de izquierda, engrosar las filas de grupos armados ilegales mediante reclutamientos forzados, conseguir beneficios para militares mediante ejecuciones extrajudiciales, cometer actos criminales de venganza o justicia privada contra ellas, entre muchas otras. 

La desaparición forzada es un crimen de lesa humanidad, que trae graves consecuencias para las familias de las víctimas, las colectividades a las que aquellas pertenecían y la sociedad en general. Aunque en la lucha por encontrar a los desaparecidos y combatir la impunidad los familiares de las víctimas han conseguido importantes avances en materia jurídica e institucional, el país está lejos de repararlas integralmente. 

Este 30 de agosto, como todos los años desde 2011, se conmemora el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. En ese marco, resulta fundamental reconocer las dimensiones de este crimen, las historias de las víctimas y la impunidad en la que se encuentran la mayor parte de los casos. La capital del país no ha sido ajena a estos graves hechos.  

La desaparición forzada en Bogotá

En Bogotá se han documentado casos de desaparición forzada desde 1959. Si bien estos hechos empezaron a convivir con la realidad cotidiana y constante de la ciudad, podemos identificar algunos periodos y unos años de mayor impacto, así: 

1960-1980: Inicios de la desaparición forzada en la ciudad: Se presentan las primeras denuncias de casos aislados en la década de 1960, que se hacen más comunes a finales de 1970. 

En diciembre de 2010, Naciones Unidas declaró el 30 de agosto como el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. Foto: Joao Agamez-Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

1981-1990: Aumento de casos de desaparición forzada: Este periodo está marcado por la desaparición forzada de personas de sectores estudiantiles y sindicales. Como el caso de la desaparición de 13 personas conocida como “colectivo 82”. Encontramos algunos años con picos importantes, por ejemplo, en 1985, ocurren 49 casos, incluidos las desapariciones forzadas cometidas durante la retoma del Palacio de Justicia a manos del Ejército.  

1991-1999: Continuidad de la desaparición forzada: a nivel nacional se evidencia una disminución de la ocurrencia de este crimen de lesa humanidad. Si bien en Bogotá también evidenciamos cierta disminución, la ciudad tuvo picos importantes en 1994, con 47 casos, y en 1998, con 39 casos.  

2000-2007: Nuevo incremento de la desaparición forzada: El mayor número de casos en el área metropolitana se presenta entre 2001 y 2003, con más de 60 al año.  

2007-2015: Decrece el número de casos, pero no desaparece: De 2007 a 2011 se evidencia una disminución constante de los casos en general. Ahora bien, al referirnos a toda el área metropolitana de Bogotá, resalta el municipio de Soacha, donde en toda la década de 2000 se percibe un aumento, teniendo un pico en 2008, con 17 víctimas. Esto se explica por la ocurrencia de la desaparición bajo la modalidad de “falsos positivos”. En Soacha ya se habían reportado algunos casos en las décadas de 1980 y 1990. 

Al menos desde 2006 las ejecuciones extrajudiciales golpean fuertemente el área metropolitana de Bogotá. Se trata de una modalidad de desaparición forzada que afecta a los habitantes de la ciudad, con diferencias notables a las desapariciones anteriores. Si bien hay una retención o desaparición inicial con intención de ocultamiento, el objetivo final era la “reaparición” de las víctimas bajo la acusación de “guerrilleros” muertos en combate por el Ejército Nacional. Según el Observatorio de Memoria del Centro Nacional de Memoria Histórica, han sido documentados 20 casos en el área, en su mayoría ocurridos en Soacha durante 2008.  

Durante la segunda mitad de la década del 2000 varias personas que habitaban el área metropolitana de Bogotá fueron desaparecidas y posteriormente presentadas como guerrilleros muertos en combate por el Ejército. Foto: Miguel Ariza - Centro deMemoria, Paz y Reconciliación

Otra característica del delito de desaparición forzada en el área metropolitana de Bogotá es la de los presuntos responsables. Si bien en la mayoría de los casos documentados el presunto responsable de la desaparición es desconocido (43%), resalta la responsabilidad de grupos paramilitares en el  21% de los casos, particularmente de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); de agentes del Estado, con el 17% de las víctimas (en su mayoría integrantes del Ejército Nacional y la Policía Nacional), y de las guerrillas (7%).     

El Sistema de Información de Derechos Humanos de la Escuela Nacional Sindical (ENS) ha documentado cinco casos de desaparición forzada de sindicalistas en Bogotá, de los cuales tres aparecieron posteriormente asesinados. Los hechos ocurrieron en 1999, 2000, 2006 (2 casos) y 2008. El movimiento sindical ha sido uno de los más afectados por este delito.  

Algunos casos ocurridos en Bogotá

Cristóbal Triana Bergaño 

Cristóbal Triana era un joven estudiante de economía de la Universidad Autónoma de Colombia, donde se desempeñaba como representante estudiantil. Vivía en el barrio Tabora, de Bogotá, y era militante del Movimiento 19 de Abril (M-19). El 22 de agosto de 1987, cuando tenía 26 años, fue detenido y desaparecido en una cafetería a las afueras de la Universidad Autónoma, de acuerdo con la Fundación Nydia Erika Bautista para los Derechos Humanos. 

Cristóbal Triana fue desaparecido en una cafetería cercana a la Universidad Autónoma. Imagen tomada de Google Earth.

Posteriormente, sus familiares fueron hostigados por agentes del Estado. El 30 de mayo de 1988, el Ejército allanó la casa de su familia y detuvo a su padre y a uno de sus hermanos, a quienes trasladó hasta el Cantón Norte para interrogarlos y obligarlos a aceptar señalamientos de pertenecer a la insurgencia. 

La pareja de Cristóbal Triana era Yanette Bautista Montañez, hermana de Nydia Erika Bautista, socióloga y también estudiante de economía de la Universidad Autónoma. Tan solo ocho días después de la desaparición forzada de Triana, Nydia fue detenida, torturada, asesinada y desaparecida por la Brigada XX del Ejército Nacional. A diferencia del de Triana, el cuerpo de Bautista fue hallado e identificado, en 1990. 

Ambos hechos ocurrieron en medio de la intensa persecución que a partir de 1986 emprendió el Ejército contra el M-19 en varias ciudades del país, que incluyó detenciones ilegales, torturas y desapariciones forzadas de militantes urbanos. 

En el artículo académico “Recuperando los recuerdos de Cristóbal Triana: un acercamiento crítico a la desaparición forzada desde la posmemoria”, Tatiana Triana reflexiona sobre su propio trabajo de reconstrucción de la memoria de su tío, realizado a partir de testimonios, archivos familiares y ejercicios de creación. Allí, concluyó que, aunque los trabajos de la memoria emprendidos por ella y su familia frenaron “la aniquilación simbólica” de Cristóbal Triana, “solo la entrega del cuerpo concederá una reparación integral a sus parientes”. El caso se encuentra en la impunidad.  

Pedro Julio Movilla Galarcio 

Pedro Julio Movilla fue visto por última vez a las 8 de la mañana del 13 de mayo de 1993, en la escuela John F. Kennedy, de Bogotá, hasta donde había llevado a estudiar a su pequeña hija. Esa mañana, cerca de la escuela, “padres de otros alumnos y profesores habrían notado la presencia de tres motos cuyos conductores estarían armados con ametralladoras”, según consta en el informe de admisibilidad del caso que profirió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2014.  

Pedro Movilla fue visto por última vez en la Avenida 68 con Primera de Mayo. Imagen tomada de Google Earth.

Movilla era un dirigente del sindicato del Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora) y militante del Partido Comunista de Colombia Marxista Leninista, que se había desplazado desde Córdoba hasta Bogotá debido a la constante persecución de la que era víctima a causa de su actividad política. El Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (Cajar) le informó a la CIDH que Movilla había recibido “diversas amenazas y hostigamientos por parte del Ejército, la Policía Nacional y la Dirección de Policía Judicial e Investigación”. 

En Bogotá, sin embargo, la persecución continuó. El Cajar documentó seguimientos en la ciudad por parte de la Brigada XIII del Ejército, que consideraba a Movilla un integrante de la insurgencia del Ejército Popular de Liberación (EPL). En los 27 años que han transcurrido desde la desaparición, la justicia colombiana no ha identificado ni sancionado a los responsables. 

En 2008, cuando se cumplieron 15 años del crimen, integrantes de las agrupaciones musicales Ganyarikies, Skartel, Furibundo y Desarme produjeron colectivamente una canción en su homenaje.  

Cuatro años después, la familia y varias organizaciones sociales se reunieron en Bogotá para recordar a Pedro Movilla. En este video del colectivo Kinorama quedó registrado el proceso de creación de un mural y la lectura de varios textos, escritos por sus hijos. En ese entonces, uno de ellos escribió: “Mi padre era un hombre que no descansaba, ni se cansaba de luchar por su proyecto de país. Y, por ende, dedicó cada minuto de su vida a la lucha por un proyecto socialista de nación, y eso le tomaba mucho tiempo. Porque siendo sinceros, para mi padre, antes que su familia nuclear, estaba su familia entera: es decir, su pueblo”.  

Eyder Andrés Galindo Caicedo  

En la casa donde vivía con su madre, tía y hermanos, en el barrio Libertadores, sur de Bogotá, fue visto por última vez por su familia el niño de 14 años Eyder Andrés Galindo Caicedo, el 6 de junio de 2004. Hasta allí fue a buscarlo un paramilitar de las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), que con falsas promesas de trabajo lo llevó al municipio de Monterrey (Casanare) y posteriormente a una zona rural, donde fue ingresado forzadamente a una escuela de instrucción militar de las ACC.  

Eyder Galindo y otros niños que vivían en el barrio Libertadores fueron reclutados forzadamente por las AutodefensasCampesinas del Casanare. Imagen tomada de Google Earth.

Según documentó la Mesa de Trabajo sobre Desaparición Forzada de la Coordinación Colombia Europa Estados Unidos (CCEEU), los primeros indicios del paradero de Eyder se conocieron en septiembre de 2004, cuando tras un combate con las ACC el Ejército Nacional encontró en una vereda de Monterrey a varios niños que habían sido reclutados en Girardot y en barrios empobrecidos de Bogotá.  

Entre ellos se encontraba un amigo de Eyder, quien años después le contó a la Fiscalía que, durante su estancia en la escuela, ellos y otros niños habían sido obligados a presenciar y practicar graves violaciones a los Derechos Humanos, de acuerdo con la CCEEU. El ahora adulto también contó que Eyder había sido asesinado y enterrado en la misma vereda.  

Pese a ese testimonio, y a otros entregados por exparamilitares, la Fiscalía no realizó las tareas de búsqueda del cuerpo, ni investigó a los responsables. Durante los años posteriores a la desaparición, la madre de Eyder fue amenazada para que no denunciara los hechos y continuamente extorsionada por paramilitares, que falsamente le prometieron regresar a su hijo con vida a cambio de dinero.  

Para la época del reclutamiento forzado y la desaparición de Eyder, las ACC libraban una confrontación militar con el bloque Centauros y otras estructuras de las Autodefensas Unidas de Colombia por el control militar del departamento del Casanare.  

Patricia Rivera e hijas 

Patricia Rivera y sus hijas Eliana y Katherine Bernal, de nueve y cuatro años de edad, fueron desaparecidas forzadamente en Bogotá el 10 de diciembre de 1982 por agentes del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En la tarde de ese día, en cercanías a la carrera 9a con calle 5 sur, los agentes abordaron a Patricia y sus hijas y las obligaron a abordar un taxi. Junto a ellas fue desaparecido Marco Antonio Crespo, un adulto mayor que intentaba ayudarlas. 

Patricia Rivera, sus dos hijas, y Marco Antonio Crespo fueron desaparecidos en cercanías a la carrera 9a con calle 5 sur. Imagentomada de Google Earth.

Testigos de los hechos, cuyos testimonios fueron incluidos en el informe de admisibilidad del caso que profirió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 1993, relataron que Patricia buscó ayuda en la cigarrería de un conocido suyo para impedir que se la llevaran, mientras los captores insistían en que tenían una orden de captura en su contra y se identificaban vagamente como integrantes del F2, la agencia de inteligencia de la Policía Nacional de la época.  

El informe de admisibilidad de la CIDH señala que los organismos de seguridad del Estado acusaban falsamente a Patricia Rivera de haber participado en el secuestro y asesinato de Gloria Lara, directora nacional de Acción Comunal y Asuntos Indígenas. Investigaciones posteriores demostraron que el mismo vehículo en el que fueron desaparecidas Patricia y sus hijas fue usado una semana después para detener a una de las personas posteriormente torturadas por el Ejército e injustamente condenadas por el homicidio de Lara. Los sentenciados por ese crimen, que se encuentra en la impunidad, fueron liberados en 1983, como consta en este artículo de la revista Semana. 

Los testigos de la desaparición forzada de Patricia, de sus hijas y de Marco Antonio Crespo identificaron como uno de los responsables del hecho a Jorge Luis Barrera, un detective del DAS que fue condenado en 1986 por su participación en la desaparición forzada de Miguel Ángel Díaz Martínez y Faustino López Guerrero, militantes del Partido Comunista vistos por última vez en Puerto Boyacá. El caso se encuentra en la impunidad.  

Víctimas de desaparición forzada que habitan Bogotá  

Bogotá es una de las principales ciudades de destino de la población víctima de desaparición forzada. El área metropolitana ha sido centro receptor de población de todo el país. De acuerdo con el Observatorio Distrital de Víctimas de la Alta Consejería, en Bogotá habitan 358.408 personas victimizadas entre 1985 y 2020, 7.289 de las cuales fueron víctimas de desaparición forzada. De estas últimas, 3.799 son mujeres, 2.646 hombres y nueve son personas LGBTI. Algunas de estas personas fueron víctimas de más de un delito. 

Podemos encontrar una relación entre hechos de desaparición forzada y desplazamiento forzado: tras graves violaciones a Derechos Humanos, los familiares sobrevivientes tuvieron que trasladarse a Bogotá. De acuerdo con el Observatorio Distrital, las víctimas que viven en la ciudad son en su mayoría de Antioquia, Meta, Cundinamarca, Tolima, Caquetá y Cesar.  

El 98% de los casos de desaparición forzada ocurridos en Bogotá se encuentran en la impunidad: Foto: Joao Agamez - Centro deMemoria, Paz y Reconciliación

Aunque en toda la ciudad habitan víctimas del conflicto armado, las víctimas de desaparición forzada actualmente se concentran en algunas localidades: Kennedy, Bosa, Suba, Ciudad Bolívar, Engativá y Usme, según el Observatorio Distrital de Víctimas. Frente a su pertenencia étnica, 278 se identifican como afrocolombianas, 162 como indígenas, 11 como raizales, 12 como gitanas y una como palenquera.  

Más allá de las cifras, que son significativas, es importante reconocer las huellas de la desaparición forzada que se encuentran en toda la ciudad. Bogotá también está marcada por el conflicto armado y particularmente por este crimen de lesa humanidad. 

Continuidad del delito 

En los casos de desaparición forzada resaltan los altos niveles de impunidad. Solo 15 de los casos de desaparición forzada ocurridos en Bogotá están en etapa de ejecución de penas, de acuerdo con los casos registrados en la base de datos del Sistema Penal Oral Acusatorio (SPOA) de la Fiscalía General de la Nación. Esto quiere decir que más del 98% de los casos se encuentran en la impunidad. En las familias continúan las dificultades del duelo y la frustración, ante la ausencia de justicia y del hallazgo de las personas desaparecidas. 

La búsqueda ha sido lenta y muchas veces sin apoyo estatal, cuando deberían ser prioritarias las medidas que se puedan tomar inmediatamente a la desaparición para el hallazgo con vida. Los familiares se encuentran con una institucionalidad torpe que desconoce los hechos. Por ello, los familiares continúan solicitando que el gobierno nacional acepte la competencia en Colombia del Comité de las Naciones Unidas Contra las Desapariciones Forzadas para que este órgano internacional pueda aportar en la búsqueda.  

Bogotá y el área metropolitana no son ajenas a la desaparición forzada. En sus calles permanecen las huellas de la ausencia. Los habitantes de la ciudad debemos reconocer estos hechos y aportar para que no vuelvan a ocurrir. 

Resistiendo al olvido en la universidad pública: el caso de Alberto Alava

Por  Carolina Gómez Pulido, investigadora del proyecto Archivos del Búho y María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Hace 38 años, el 20 de agosto de 1982, fue asesinado el profesor y abogado Alberto Alava Montenegro mientras llegaba a su casa, un apartamento en el primer piso de un edificio cercano a la entrada de la calle 26 de la Universidad Nacional sede Bogotá. El crimen afectó profundamente a la comunidad universitaria, que lo veló en el Auditorio Central de la Universidad. Al día siguiente, miles de personas marcharon llevando el cuerpo hasta el Cementerio Central, en un gigantesco cortejo fúnebre en el que participaron profesores y estudiantes de varias universidades de Bogotá, intelectuales, defensores de derechos humanos y dirigentes políticos de izquierda. 

Alberto Alava era un reconocido profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional. Es recordado por algunos de sus métodos de enseñanza, como el uso del cine en los procesos de formación, y por su compromiso con el fomento del pensamiento crítico. En un boletín publicado el año de su asesinato, el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP) escribió que Alava “dedicó su vida a la formación de la juventud trabajando como profesor de las universidades Libre y Nacional, convencido de que no debía hacerlo en forma distinta a colocar a sus alumnos de cara a la realidad del país”.  

Alava también era abogado defensor de presos políticos, en una época en que se permitía que la situación jurídica de civiles quedara a disposición de la justicia penal militar, donde las garantías para los procesados eran escasas y se aplicaba el derecho penal del enemigo. Por su trabajo en la defensa jurídica de los presos, Alava fue detenido en varias ocasiones por autoridades militares, una de estas, ocurrida en mayo de 1979, fue documentada en el primer informe que Amnistía Internacional hizo sobre Colombia, donde también especifican que fue víctima de torturas. Además, “durante un largo periodo de tiempo recibió constantes amenazas de muerte por parte de la organización paramilitar MAS”, tal como denunció ante el Congreso en noviembre de 1982 el representante a la Cámara Gilberto Viera.  

El MAS (Muerte a Secuestradores) fue una organización paramilitar creada a finales de 1981 en Medellín, financiada por narcotraficantes y entre cuyos miembros se encontraban integrantes de la Fuerza Pública. Aunque desde el momento mismo del asesinato del profesor el crimen se le atribuyó a esa organización ilegal, en las casi cuatro décadas que han transcurrido desde entonces no se han identificado sus autores materiales e intelectuales. La pertenencia de agentes del Estado al MAS fue reconocida por la propia Procuraduría General de la Nación un año después del asesinato del profesor, cuando la entidad informó que existían pruebas suficientes para procesar a 59 militares y policías. 

Dos meses antes de su asesinato, el profesor Alava había sido víctima de un intento de homicidio del que salió ileso, pero en el que resultó herido un estudiante que lo acompañaba. Por cuenta de este atentado salió del país y viajó a Perú. Una vez en Colombia, empezó a escribir “un libro a partir de las impresiones de su viaje”, según registró el periódico Voz Proletaria días después del asesinato. Sin embargo, la insistente persecución de la que era víctima lo había obligado a tomar una decisión definitiva: exiliarse en Canadá con su esposa, María Eugenia, y sus tres hijos, viaje para el que estaba haciendo los últimos trámites cuando fue asesinado.  

Violaciones a los derechos humanos en los 80

El asesinato del profesor ocurrió en una época de persistentes violaciones a los derechos humanos contra docentes y estudiantes de universidades públicas, muchos de ellos vinculados a procesos sociales y políticos de izquierda. Archivos del Búho, un proyecto de investigación sobre las memorias del movimiento estudiantil impulsado por estudiantes y egresados de la Universidad Nacional, ha documentado 27 casos de violaciones a los derechos humanos cometidos contra personas vinculadas a las universidades públicas en 1982, el año en el que asesinaron a Alava. La grave situación que atravesaban los docentes llevó a la Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación (Fecode) a declarar un paro nacional para el 14 de septiembre de ese año.

Boletín N°24 del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. Fondo documental Archivos del Búho. 

Los hechos registrados en esa época también incluyen victimizaciones en contra de líderes sindicales y defensores de derechos humanos, sumadas a las cometidas en contra de quienes, como Alava, eran abogados defensores de presos políticos. En su informe “Justicia para la justicia. Violencia contra jueces y abogados en Colombia: 1979-1991”, la Comisión Internacional de Juristas denunció que entre 1979 y 1983 se cometieron 62 crímenes contra abogados en el país, incluyendo homicidios, torturas y desapariciones forzadas. La Comisión señaló que tras los homicidios de Alava y del también abogado Cipagauta Galvis, asesinado por el MAS en Bogotá ese mismo año, se conocieron amenazas de muerte contra abogados de Bucaramanga, Cali y Bogotá. Los principales responsables, según denunció la Comisión, eran paramilitares y agentes del Estado.  

La violencia política en todo el país tuvo un acelerado crecimiento durante la década de 1980 que inició en medio del gobierno de Julio César Turbay (1978-1982). En un artículo académico publicado este año en el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, los investigadores Frank Molano y Jymy Forero señalaron que durante ese periodo “el Gobierno abrió espacio a la ‘ocupación militar del Estado’ que permitió la aplicación del Estatuto de Seguridad, con detenciones y torturas a sindicalistas, estudiantes universitarios e intelectuales de izquierda, con la expectativa de que en medio de la multitud afectada caerían los subversivos”. Esta política estatal se desarrolló en medio de un alarmante clima de violaciones a los derechos humanos, en el cual la insurgencia estaba adquiriendo fuerza política y militar, por lo que, con la excusa de combatirla , se persiguió a la izquierda en su conjunto.   

Dentro de las victimizaciones ocurridas entre 1983 y 1990, Archivos del Búho ha identificado homicidios, desapariciones, detenciones, torturas y amenazas en varios departamentos del país. Entre los casos se encuentran el asesinato en 1984 de Luis Armando Muñoz, profesor de medicina de la Universidad Nacional sede Bogotá; las amenazas de muerte contra Eduardo Umaña Luna en 1988, cuando era profesor de derecho de la misma universidad; y la desaparición de Alirio de Jesús Pedraza, defensor de Derechos Humanos que pertenecía al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP), en 1990. 

Los estudiantes también fueron una de las principales víctimas. En septiembre de 1982 el periódico estudiantil Sinpermiso reseñaba el asesinato del profesor Alava junto al del estudiante de la Universidad Nacional sede Bogotá Hugo López Barrero y al del estudiante de la Universidad del Cauca Floresmiro Chagüendo. En 1986, el mismo periódico denunció la desaparición forzada de William Camacho, activista y estudiante de la Universidad Industrial de Santander; y de José Mejía, estudiante de la Universidad de Antioquia y “dirigente nacional del movimiento popular”.  

Pero tal vez uno de los casos más graves ocurridos en esta década es el que hoy se conoce como Colectivo 82. Se trata de la detención, tortura y desaparición forzada de 13 personas en Bogotá, en su mayoría jóvenes estudiantes de las universidades Nacional y Distrital. Los crímenes, que se cometieron entre marzo y septiembre de 1982, fueron ejecutados por la Policía, el Ejército y el MAS, que se habían aliado para perseguir a los presuntos responsables del secuestro y posterior asesinato de los tres hijos menores de edad del narcotraficante Jáder Álvarez.  

En su artículo “El caso del Colectivo 82. Una historia entre la memoria y el olvido, la rebelión y la represión”, los investigadores Molano y Forero señalan que estos crímenes se planearon con la participación de altos funcionarios del Estado. En 1991, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos declaró que el Estado colombiano no había cumplido con su obligación de respetar el derecho a la vida de 11 de las víctimas y le recomendó al gobierno “reabrir un exhaustiva e imparcial investigación sobre los hechos”, que aún hoy se encuentran en la impunidad. Para ambos investigadores, estos hechos se situaron “históricamente en el cambio de modelo de represión, del accionar violento estatal al accionar encubierto mediante paramilitares”.  

Bono de solidaridad, Jornada Nacional de Homenaje a los Compañeros Estudiantes Desaparecidos y Asesinados y Contra la Política Educativa del Régimen. Frente Estudiantil Revolucionario Sinpermiso. Fondo documental Archivos del Búho.

Todos estos crímenes, incluyendo el del profesor Alava, fueron denunciados en esa época por el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CPDH), creado en 1979. En el CPDH confluyeron intelectuales, profesores, políticos y abogados, que también fueron perseguidos. Por estas y otras denuncias, Alfredo Vásquez Carrizosa, uno de sus fundadores, político y profesor, recibió amenazas por parte del MAS.  

A finales de la década de 1980, entre 1987 y 1989, fueron asesinados en Medellín varios miembros del CPDH: Héctor Abad Gómez, presidente del Comité y profesor de la Universidad de Antioquia; Luis Felipe Vélez, presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia (ADIDA) y miembro de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT); Leonardo Betancur, docente de medicina, sindicalista y militante de la Unión Patriótica; y Luis Fernando Vélez, quien había reemplazado a Abad como presidente del CPDH en Antioquia y además era profesor de derecho. También fueron asesinados en esa ciudad Pedro Luis Valencia y Carlos López Bedoya, ambos profesores de la Universidad de Antioquia y dirigentes sociales y políticos.  

Todos estos casos dan cuenta de la persecución que vivieron quienes desde los distintos estamentos de las universidades mantenían estrechas relaciones con movimientos políticos de izquierda, sindicatos y organizaciones que denunciaban las violaciones a los Derechos Humanos en todo el territorio nacional.  

Una historia que parece no tener fin

Para finales de la década de 1980, junto al MAS operaban varias organizaciones paramilitares, algunas de las cuales se agruparon en la década siguiente en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Las AUC, en alianza con agentes del Estado, continuaron la persecución contra el movimiento estudiantil, los profesores y trabajadores de las universidades públicas, además de los defensores de derechos humanos, durante las décadas de 1990 y 2000.  

En 1998 fue asesinado Eduardo Umaña Mendoza, profesor de la Universidad Externado y abogado defensor de Derechos Humanos, que había recibido numerosas amenazas por las denuncias que había realizado y por asumir la defensa de presos políticos y dirigentes sindicales. La situación fue especialmente dramática en el Caribe, donde resultaron duramente victimizadas las universidades del Atlántico, Córdoba y Popular del Cesar, que hoy son sujetos de reparación colectiva ante la Unidad de Víctimas. 

En universidades como la de Antioquia se siguen presentando hechos de violencia contra el movimiento estudiantil y profesoral. El 2 de marzo de este año se conoció un panfleto de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, en el que se amenazaba de muerte a líderes estudiantiles, oficinas de estudiantes, cooperativas, asociaciones y sindicatos de profesores y pensionados de esa institución. En la madrugada del 4 de marzo fue atacada con arma blanca y en su propia casa la profesora Sara Fernández, integrante de la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia (Asoprudea), organización mencionada en el panfleto de ese grupo armado ilegal.   

Resistencia y memoria en la Universidad Nacional

La Universidad Nacional ha sido uno de los escenarios donde profesores como Alava asumen su papel con un profundo compromiso con la realidad del país. Su paso por la Universidad Nacional dejó huella, y su ausencia provocó una profunda desazón en una época en que los estudiantes se sentían desprotegidos, amenazados y perseguidos. Sin embargo, los estudiantes no permitieron que se perdiera su legado, sus enseñanzas ni su postura ética frente a la realidad. “¿Cuánto valor hace falta para asesinar a un profesor honrado? ¿Cómo recordar a Alberto Alava, nuestro profesor, muerto de dos disparos por empeñarse en ser un hombre libre?”, se preguntaron los estudiantes de Economía de la Nacional en la editorial de la revista Isítome tras su muerte.  

Periódico El Rebelde N°2, agosto de 1986. Fondo documental Archivos del Búho.

En septiembre de 1982, cuando varios grupos de estudiantes recuperaron las residencias universitarias que llevaban varios años cerradas, bautizaron una de ellas como Residencias Alberto Alava; se trataba del edificio 214, oficialmente llamado Antonio Nariño. Al año siguiente, el 29 de abril de 1983, un grupo de estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas fundó el Cineclub Alberto Alava, que ayudó a mantener vivo de generación en generación el espíritu de aquella herramienta que utilizaba el profesor en sus clases y con la que inspiró a muchos de sus estudiantes. Este Cineclub produjo en el 2000 el corto 17 en 7, en el que se hace memoria del profesor, y dio a conocer un poema escrito en su homenaje.  

Además, la plazoleta de la Facultad de Economía lleva actualmente su nombre, que también figura en la cartografía de la memoria de Bogotá que el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación ha venido elaborando en los últimos años. Alberto Alava permanece en los lugares que se han construido en su memoria desde las universidades públicas y para la ciudad.   

Estas acciones colectivas les han permitido a los estudiantes exigirles, tanto a la administración de la universidad como a las entidades que componen el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, que la Universidad Nacional sea reconocida como el escenario y el sujeto de sistemáticas violaciones a los derechos humanos provenientes de diversos actores. En ese sentido, el trabajo que realiza Archivos del Búho busca la recuperación de la memoria con la perspectiva de generar un espacio de verdad y esclarecimiento de múltiples hechos violentos con miras a la no repetición, y se suma a los múltiples esfuerzos colectivos, tanto al interior como por fuera de la Universidad Nacional, que se han empeñado en mantener viva la memoria de Alberto Alava.  

*Los archivos producidos por estudiantes de la Universidad Nacional utilizados en este artículo hacen parte del fondo documental de este proyecto y están catalogados en la base de datos Violaciones a los Derechos Humanos Registradas por el Movimiento Estudiantil, entregada a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad este año. 

Las deudas con la justicia

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Los ataques contra estos funcionarios no solo han afectado a sus propias familias, sino también a las de las víctimas de los crímenes que ellos investigaban y juzgaban.

En el centro de Bogotá, el 16 de agosto de 1989, fue asesinado el magistrado Carlos Valencia, del Tribunal Superior de Bogotá. Era un juez comprometido con la verdad y los derechos humanos, que acababa de tomar dos decisiones muy importantes en la lucha contra la impunidad que cobijaba a la mafia: había llamado a juicio al narcotraficante Pablo Escobar por el asesinato del periodista Guillermo Cano, y al también narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha por el asesinato del exmagistrado y excandidato presidencial por la Unión Patriótica Jaime Pardo Leal. El lugar donde fue asesinado Valencia está señalado en la cartografía de la memoria de Bogotá que el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación ha venido elaborando. 

El asesinato del magistrado Valencia, por el que la Nación fue hallada responsable por omisión en 1997, hace parte de una larga y dolorosa lista de crímenes cometidos contra funcionarios y funcionarias judiciales en Colombia. Fiscales, jueces, secretarios e investigadores del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) han sido amenazados, desaparecidos y asesinados en razón de su oficio, que en ocasiones amenaza con socavar la influencia de poderosos grupos legales e ilegales. 

Aunque algunos de estos hechos se han instalado en la memoria colectiva del conflicto armado colombiano (la toma y la retoma del Palacio de Justicia, la masacre de La Rochela o la masacre de Usme), la mayoría de los casos parecen condenados al olvido. Entre ellos, el homicidio de la magistrada del Tribunal Superior de Medellín Mariela Espinosa (1989); el asesinato en la década de 1990 de varios integrantes del CTI de Medellín que investigaban a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá y sus relaciones con empresarios; la persecución contra los funcionarios que investigaban las masacres paramilitares de Honduras, La Negra y Punta Coquitos, en el Urabá antioqueño.  

Además de los asesinatos y las amenazas, la estigmatización y el desprestigio también han sido utilizados por el poder en su empeño por impedir que se haga justicia. Ejemplo de ello son el montaje ejecutado por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) contra Iván Velásquez, el magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia que investigó la “parapolítica”, o los señalamientos y el posterior despido de Ángela María Buitrago, la fiscal delegada ante la Corte Suprema de Justicia que investigó a altos mandos del Ejército por la desaparición de varias personas durante la retoma del Palacio. 

No son casos aislados. En su informe “La Rochela, memorias de un crimen contra la justicia”, el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación señaló que había documentado hechos de violencia contra 1.487 funcionarios y funcionarias de la rama judicial, entre 1979 y 2009.  

Los ataques contra estos funcionarios no solo han afectado a sus propias familias, sino también a las de las víctimas de los crímenes que ellos investigaban y juzgaban. En ocasiones, estos ataques sepultaron para siempre las investigaciones, que los funcionarios victimizados impulsaban en contra de la propia ineficacia o cooptación ilegal de las instituciones de las que hacían parte. Ese fue el caso de los funcionarios del CTI en Medellín, que luchaban por desmantelar el paramilitarismo en Antioquia aun cuando sabían que la institución había sido infiltrada por las Autodefensas, como documentó el portal de investigación periodística VerdadAbierta.com en este artículo 

Los asesinatos y la persecución contra funcionarios valientes y comprometidos con su trabajo truncaron las esperanzas de verdad, justicia y reparación para decenas de víctimas, a la par que garantizaron que grupos armados legales e ilegales pudieran continuar actuando en la impunidad. El país está en deuda de hacer memoria y justicia en muchos de estos casos, así como de esclarecer quiénes y cómo se beneficiaron del silenciamiento de los funcionarios y de socavar la autonomía del poder judicial.  

Es igualmente urgente generar las condiciones necesarias para que la rama judicial pueda actuar con independencia, seguridad, garantías y respeto por los derechos humanos, especialmente cuando sus decisiones afecten a poderosos de cualquier índole. Atacar la independencia y la legitimidad del poder judicial con violencia o estigmatizaciones atenta contra la separación de poderes, fundamento de nuestro sistema democrático.