Justicia para las víctimas de brutalidad policial
Bogotá se moviliza: pasado y presente del Paro Cívico del 77
2° Carrera de observación virtual: Los colegios como lugares de la memoria
Las cosas por su nombre
Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación
En sociedades que han experimentado o experimentan graves violaciones a los Derechos Humanos, se libran cada tanto disputas por la verdad y la memoria. En estas disputas, los conceptos tienen un lugar central. A partir de ellos, las personas y colectividades dotan los hechos de sentidos, que les permiten impulsar u obstaculizar procesos para alcanzar la verdad, la justicia y los cambios necesarios para superar las violencias estructurales.
Estas disputas se libran en Colombia, donde sectores que se oponen a las transformaciones para alcanzar la paz han intentado relativizar y hasta negar hechos y repertorios de violencia ocurridos en el país, pese a la abrumadora evidencia que existe al respecto en investigaciones académicas, periodísticas, penales, de organismos internacionales, de organizaciones de víctimas y de defensores de Derechos Humanos.
Esta cruzada contra la verdad ha llegado, incluso, a tratar de suprimir el concepto de “conflicto armado interno” para suplantarlo por el de “amenaza terrorista”. La apuesta por despolitizar el conflicto y responsabilizar exclusivamente a algunos de sus protagonistas se sigue desplegando en la esfera pública, pese que en la última década el propio Estado ha emprendido dos procesos de justicia transicional para reparar a las víctimas del conflicto armado.
Estos sectores también han intentado relativizar las graves violaciones a los Derechos Humanos por cuyo reconocimiento las víctimas han librado valientes batallas. Desde poderosas posiciones, dentro y fuera de Colombia, estos grupos han negado los graves crímenes que se cometieron durante la retoma del Palacio de Justicia; han trivializado la desaparición forzada de personas en razón de su militancia política, al punto de decir que las víctimas “se fueron para el monte”; han negado o justificado el genocidio de la Unión Patriótica, un partido político exitoso casi exterminado por la acción de paramilitares y agentes del Estado.
Igualmente, han pretendido legitimar crímenes graves sugiriendo la vinculación de las víctimas con grupos o prácticas ilegales. La justificación pública de la venganza o de la justicia privada ha sido profundamente nociva para la democracia, porque ha alentado aparatos criminales de “limpieza social” y otros de carácter contrainsurgente como las Convivir, el Muerte a Secuestradores (MAS) y las Autodefensas Unidas de Colombia.
En la situación actual que vive el país, esta relativización continúa. Organizaciones defensoras de Derechos Humanos y centros de pensamiento luchan para que se reconozca la sistematicidad en los asesinatos contra líderes y lideresas sociales, así como para que se esclarezcan los responsables y las motivaciones de estos hechos. Algo similar ocurre ahora con las masacres, un concepto ampliamente estudiado en el país y en el mundo que hoy se intenta sustituir por el de “homicidios colectivos”.
Este intento es lesivo para las víctimas, la verdad y el debate público, porque el concepto de “homicidios colectivos” alude solamente a una de las características de las masacres: el de la pluralidad de víctimas. El término de “masacre” engloba, en cambio, otras cuestiones.
Entre ellas, que estos homicidios de varias personas en estado de indefensión producen terror en la población; deterioran el tejido social; buscan “castigar” a sectores específicos por razones políticas, económicas o de otra índole; tienen efectos simbólicos en las comunidades; y son cometidas a veces con actos de crueldad. El Grupo de Memoria Histórica y el Centro Nacional de Memoria Histórica le entregaron al país importantes investigaciones sobre masacres, en los que estas características son ampliamente abordadas.
También resultan lesivas las declaraciones apresuradas que buscan adjudicar los hechos a responsables abstractos, como “el narcotráfico”, sin que para ello se hayan realizado las investigaciones necesarias y, lo más grave, con claras intenciones políticas. En los últimos días, las propias autoridades han empezado a reconocer que la masacre de zona rural de Arauca capital está relacionada con hechos de justicia privada y que la masacre del barrio Llano Verde (Cali) fue presuntamente cometida por los vigilantes del cañaduzal donde aparecieron muertos los jóvenes, todo porque ellos acudían al lugar con frecuencia a comer caña. No fue, entonces, “el narcotráfico” el responsable de estos hechos.
Para superar las graves violaciones a los Derechos Humanos y sus impactos es necesario, entre muchos otros procesos, que personas y grupos poderosos se abstengan de negar, relativizar o falsear la realidad. La sociedad y las víctimas necesitan saber la verdad.
Huellas de la desaparición forzada en Bogotá
Resistiendo al olvido en la universidad pública: el caso de Alberto Alava
Las deudas con la justicia
Guadalupe Salcedo y la historia de los incumplimientos a la paz
Por Fernanda Espinosa Moreno, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación
Hace algunos días, con motivo de la conmemoración de los 63 años del asesinato de Guadalupe Salcedo Unda, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación recuperó un video silente producido por Marco Tulio Lizarazo y restaurado por Patrimonio Fílmico. En él puede verse cómo un grupo de jóvenes de origen rural avanza entre ríos y caminos polvorosos de la “Colombia profunda”. Pertenecen a las guerrillas liberales del Llano, lideradas por Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure, cuando entregaron las armas en 1953. Salvo por ser en blanco y negro, las imágenes bien podrían confundirse con las del reciente desarme de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP); parece que observáramos un Dejá vu.
El 6 de junio de 1957, pocos días después de la caída del gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, Guadalupe Salcedo fue asesinado por agentes de la Policía en las calles de Bogotá. Aunque las autoridades declararon que murió en un tiroteo, ocurrido supuestamente entre el taxi en que se desplazaba y dos patrullas policiales, dicha versión fue puesta en duda por el informe de los médicos forenses, el cual reportó que el cuerpo de Salcedo presentaba cinco heridas producidas por proyectiles de arma de fuego, incluidas dos en los dorsos de las manos, lo que sugería una ejecución en actitud de rendición. En esos tiempos también murieron otros excombatientes.
La historia de Guadalupe Salcedo y las guerrillas del Llano forma parte de una generación de “bandoleros” que tuvieron sus orígenes en la resistencia y defensa liberal después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, ante los enfrentamientos y abusos del Ejército. Mostraron gran capacidad organizativa, fortalecimiento regional y apoyo popular con los congresos guerrilleros y las denominadas “Leyes del Llano”, contando incluso con la complicidad ambigua de la Dirección Liberal Nacional. La Primera Ley (septiembre 1952) y la Segunda Ley (junio 1953) apuntaban a una reorganización de la población según pautas de autonomía regional.
En 1953, con la llegada al poder del general Gustavo Rojas Pinilla, el gobierno ofreció amnistías generales a los actores armados. Respecto de ellas, el historiador Orlando Villanueva Martínez apunta que Salcedo y sus hombres propusieron que el gobierno se comprometiera a “1) dar garantías a toda la población combatiente; 2) indemnizar a las víctimas del conflicto; 3) dar trabajo a los guerrilleros amnistiados; 4) liberación de los presos políticos; 5) reconstrucción de pueblos; 6) construcción de escuelas y colegios; 7) creación de cooperativas agrícolas con crédito y maquinaria”. Pero el gobierno cumplió poco.
Entonces Guadalupe Salcedo se convirtió en vocero de la población y en gestor de paz. Pero en 1956, junto con otros, denunció el incumplimiento de los acuerdos por parte de las autoridades. Los problemas fundamentales de la región no fueron solucionados, particularmente el control y poder desmedido de los terratenientes “hateros”, y el asesinato de antiguos combatientes y de peones por los “pájaros” y el DAS rural.
El próximo 27 de junio se cumplen 3 años de la dejación de las armas de las FARC tras los acuerdos de La Habana, Cuba. Según la Misión de Verificación de la Organización de las Naciones Unidas en Colombia, hasta el 26 de marzo del 2020 habían sido asesinados 190 exmiembros de las FARC. Además, hubo más de 214 ataques contra excombatientes. Uno de los casos es el de Astrid Conde Gutiérrez, mujer que se encontraba en proceso de reincorporación, estudiando y desarrollando su nuevo proyecto de vida. El 5 de marzo de 2020 fue asesinada en las calles de Bogotá, en El Tintal. El partido FARC ha denunciado el “exterminio” de los firmantes del acuerdo.
Actualmente ha sido poco lo que se ha materializado del acuerdo de la Habana, especialmente en puntos tan importantes como la reforma rural integral. La lenta implementación del acuerdo, a tres años de su firma, resulta grave. Como ha sucedido en el pasado, un aspecto fundamental del problema es que los acuerdos son entendidos según la voluntad del gobierno de turno, en vez de compromisos de Estado. Es por ello que, a lo largo de la historia de Colombia, se han producido serios retrocesos en los acuerdos de paz.
En 1953 Guadalupe Salcedo declaró que el “motivo por el cual depusimos las armas ante el Excelentísimo señor Teniente General Gustavo Rojas Pinilla no fue el ambre [sic] ni la esnudez [sic] ni la enfermedad: lo que hizo entregar las armas fueron el derecho a la vida, la libertad, la justicia y la nueva hera [sic] de trabajo para todos los colombianos. No somos bandoleros ni forajidos; sino hombres de bien y defensores de la democracia en Colombia”. Hoy, en el 2020, ¿cómo podemos pasar del dejà vu a una verdadera democracia? Una “nueva era” como lo denominó Guadalupe Salcedo.