Javier Molina: una vida por la defensa de los habitantes de calle

Por María Flórez y Fernanda Espinosa, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En el Parque del Renacimiento, parte del Eje de la Paz y la Memoria de Bogotá, se reunieron familiares, amigos y vecinos el pasado 30 de octubre para hacer memoria de tres javieres: Óscar Javier Molina, funcionario de la Secretaría Distrital de Integración Social asesinado por las mafias del Bronx en 2013; Javier Leonardo Franco, un joven trabajador ejecutado extrajudicialmente en Antioquia por integrantes del Ejército, en 2008; Javier Ordónez, estudiante de derecho asesinado por integrantes de la Policía en Bogotá, en septiembre pasado.

La conmemoración, titulada “En memoria de los javieres y todos nuestros quereres”, fue convocada por el Costurero Kilómetros de Vida y Memoria, del que hace parte Andrea Vaca, quien era la compañera de Óscar Javier Molina al momento de su asesinato. Andrea cuenta que, tras el homicidio de Javier Ordoñez, en el Costurero tuvieron la idea de hacer un homenaje en memoria de los tres javieres, así como también de los líderes sociales asesinados y de las personas que han muerto por cuenta de la pandemia de Covid-19.

Homenaje a los tres javieres. Fotos: Mónica Mesa – Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Durante el encuentro, familiares y vecinas hicieron memoria de los javieres, de los sueños que truncaron los victimarios, de sus luchas colectivas por la memoria y la justicia. Las y los asistentes encendieron velas; ofrendaron flores a las víctimas; escucharon una breve presentación del rapero bogotano Oculto y de un grupo de música andina; y realizaron un ejercicio colectivo sobre el significado de la memoria. También extendieron telas bordadas por personas exiliadas, además de la tela que Andrea bordó en homenaje a Óscar Javier y su pasión por el rock.

El caso de Óscar Javier

Óscar Javier Molina fue asesinado el 28 de septiembre de 2013, cuando cumplía 14 años de trabajar en la Secretaría de Integración Social de la Alcaldía de Bogotá, en el programa de atención a habitantes de calle. Su lugar de trabajo era el Bronx, un conocido sector de la ciudad en el hacían su vida muchas de esas personas en medio del control social que ejercían organizaciones criminales vinculadas al narcotráfico. El trabajo de Javier consistía en invitar a los habitantes de calle a los programas de atención que ofrecía el Distrito.

Por su experiencia personal en el desaparecido sector de El Cartucho, Javier tenía una profunda sensibilidad y respeto por las personas que habitaban la calle. En 2008, en una entrevista para el programa Amor por Bogotá, declaró: “Yo le aporto a Bogotá la construcción de nuevas ciudadanías y la posibilidad de que personas muy valiosas que no han sido reconocidas y que son invisibles tengan la posibilidad de brillar con luz propia y de mostrarse tan especiales como ellos son”. Con esa convicción, como él mismo contó en ese programa, Javier y sus compañeros trabajaban “todos los días del año, día y noche, desde los caños, desde las zonas perimetrales, desde las casas abandonadas, desde las zonas de alto deterioro urbano”.

El febrero de 2013, pocos meses antes del asesinato de Javier, la Alcaldía de Bogotá intentó desalojar el Bronx, lo que dispersó momentáneamente a los habitantes de calle y a las organizaciones delincuenciales. Por cuenta de esa intervención, así como de otras decisiones de la administración del entonces alcalde Gustavo Petro que buscaban implementar un plan de renovación urbana en el Bronx, las mafias empezaron a hostigar y amenazar a los funcionarios del Distrito que atendían a los habitantes de calle.

Óscar Javier Molina trabajó durante más de una década en la atención de habitantes de calle. Foto: Cortesía de Andrea Vaca

Sobre esa época, Andrea recuerda: “Desde la primera intervención, a los funcionarios los cogen en la mira, no podían acercarse ahí por lo que había hecho el Distrito, porque los agredían con materia fecal o con malas palabras. Se había puesto muy pesado, no podían ir”. El día en que Javier fue asesinado, recibió amenazas de muerte en frente de sus compañeros de trabajo.

Javier había alcanzado un grado importante de exposición. Frecuentemente, era entrevistado para televisión sobre su trayectoria de vida, los programas del Distrito y la manera como operaban las mafias del Bronx. El 16 de septiembre de 2013, pocos días antes de su asesinato, el programa Primer Impacto, de Univisión Noticias, emitió una nota en la que Javier denunció que esas mafias obtenían enormes ganancias por el consumo de drogas en el sector: “El dinero lo sacan en tulas, todos los días. Se da uno cuenta que estas personas habitantes de la calle están sometidas a la esclavitud del consumo de las sustancias y que estos expendedores tienen en ellos unos trabajadores incansables”.

Andrea lamenta que la administración de entonces no hubiera tomado medidas urgentes para proteger a Javier: “Fue negligencia de Integración, porque ellos sabían que no solamente Javier, sino otros funcionarios estaban siendo agredidos, y ellos hicieron caso omiso. Debieron sacarlo de la ciudad. Él fue asesinado porque sabía mucho del tema, porque era un ejemplo a seguir, porque era el de mostrar que quienes tenían problemas de consumo sí se podían rehabilitar, podían tener un trabajo y una familia”.

Además de trabajar con habitantes de calle, Javier se había hecho conocido en Usme, la localidad donde vivía, por el bar de rock que había montado junto a Andrea: Heaven and Hell, como la canción de la banda británica Black Sabbath. Con la idea de tener a futuro una casa cultural, Javier tenía una sala de ensayo que les alquilaba a bajo costo a las bandas de rock de la localidad, muchas de ellas conformadas por jóvenes estudiantes de bachillerato. También tenía un estudio de grabación y una banda de death metal: Sádico, en la que él tocaba la guitarra. Antes había integrado otra banda del mismo género, también nacida en Usme: Lucturian.

Óscar Javier se había hecho conocido en la localidad de Usme por su bar de rock y su banda de metal. Foto: Cortesía de Andrea Vaca

A Javier, además, le gustaba la producción audiovisual. Se estaba formando en ese campo, en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Andrea cuenta que él acompañó al director de cine Rubén Mendoza en algunas jornadas del rodaje de la película La Sociedad del Semáforo y que colaboró en la grabación del documental El Cartucho, dirigido por Andrés Chaves.

Pese a que el asesinato de Javier alcanzó notoriedad en medios de comunicación y motivó pronunciamientos de la administración distrital, el caso se encuentra en la impunidad. Durante estos años, Andrea, el Costurero, los amigos y las amigas de Javier han impulsado varias conmemoraciones para recordarlo, para exigir que se haga justicia. Entre ellas, la realización de un concierto y una olla comunitaria con los habitantes de calle del barrio Santa Fe.

El Bronx como un lugar de memoria

“Queremos que se nos reconozca como víctimas del narcotráfico” dijo un habitante de calle, quien tenía formación universitaria en derecho, en una reunión con funcionarios del Distrito en abril de 2012 en la Plaza de los Mártires, donde quedaban las calles conocidas como el Bronx.

La Plaza de los Mártires es denominada así en homenaje a los próceres de la independencia, específicamente a José María Carbonell, Mercedes Ábrego y Jorge Tadeo Lozano, quienes allí murieron. El Barrio Santa Inés, donde se encuentra la Plaza de los Mártires, se consolidó a finales del siglo XIX, como un barrio residencial, de habitación de la clase alta y media de Bogotá, de casonas republicanas. Allí se construyó la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús – Voto Nacional, desde 1902, y la Escuela de Medicina, un edificio neoclásico erigido en 1916 (actualmente el Batallón de Reclutamiento del Ejército). Progresivamente, a lo largo del siglo XX, se convirtió en una zona que albergó a gran cantidad de familias que llegaron desplazadas por La Violencia, y también fue conocido por ser el lugar de residencia de familias recicladoras.

Durante los últimos años, La Plaza de los Mártires ha sido intervenida por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural. Foto: Alcaldía de Bogotá

Algunas calles de este barrio, otrora un barrio de lujo, se convirtieron en el sector de El Cartucho y luego con unas cuadras de diferencia en la denominada zona del Bronx o “La Ele”. Esta llegó a ser la principal zona de venta y consumo de drogas de la ciudad en pleno centro, donde habitantes de la calle convivían bajo el control de las redes del narcotráfico. En el Bronx, además, se cometían graves crímenes como explotación sexual de menores, tráfico ilegal de armas, torturas, descuartizamientos, secuestros, e incluso llegó a denunciarse la existencia de una casa de pique y tortura.

Suele pensarse que era una tierra de nadie, pero por el contrario era el lugar de control de poderosas bandas delincuenciales. Por un lado, estaban los grupos paramilitares y, por otro , las bandas del narcotráfico consolidadas desde el Cartucho, que se disputaban el control del Bronx. La presencia de grupos paramilitares en la zona aumentó tras la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia. Óscar Javier denunció en una entrevista en 2013 que quienes estaban detrás de los “ganchos” (estructuras de microtráfico) eran exparamilitares: “Se habla de un grupo armado que ha tomado el control posterior a la desaparición de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Gran parte de estas personas encontraron un negocio muy bueno”.

El control del tráfico y la “seguridad” de los capos del Bronx se mantenía con los “Sayayines”, que eran delincuentes con amplio prontuario y experiencia criminal, expertos en manejo de armas, que se dedicaban al control de la “olla”. Los “Sayayines”, incluso, tenían francotiradores en los techos y puestos de control, con armas automáticas y subametralladoras. Detrás de esa figura de estaban excomandantes paramilitares. El Bronx es otra evidencia de cómo graves violaciones a los derechos humanos también han ocurrido en Bogotá y en pleno centro, incluso a pocas cuadras de la Presidencia de la República.

La paz en Colombia requiere discusión sobre el problema de las drogas

Para nadie es un secreto que el negocio de las drogas ha sido un motor fundamental del conflicto armado y la violencia en el país, y Bogotá no está exenta de ello. Precisamente, el cuarto punto del Acuerdo Final de Paz se titula «Solución al problema de las drogas ilícitas».

La erradicación forzada ha profundizado la conflictividad social en departamentos como Putumayo y Nariño. Foto: Policía

Un gran tema para la paz es el del narcotráfico. El fenómeno tiene al menos tres caras en el país: los cultivos de uso ilícito, el consumo de drogas y las redes del narcotráfico. Muchas veces, las comunidades rurales recurren al cultivo de drogas ante la baja o nula ganancia con otros productos agropecuarios. En el Acuerdo se pactó la creación del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito y Desarrollo Alternativo (PNIS) y el fin de la fumigación con glifosato.

Sin embargo, el gobierno nacional ha insistido en el retorno de la aspersión con glifosato. El ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, declaró el 24 agosto de 2020: “Hay que decir con claridad, cumpliendo claro está todos los requisitos de la Corte Constitucional, que la aspersión aérea hoy es más necesaria que nunca antes para continuar con la disminución de los cultivos ilícitos. Se trata de un asunto de seguridad nacional”.

El gobierno regresaría a la aspersión con glifosato el próximo año, aunque internacionalmente se reconocen las graves afectaciones que esto tiene para la salud y el medio ambiente. Igualmente, continúa la criminalización del consumo de drogas y el no reconocimiento del consumo como un problema de salud pública. El Estado tiene una deuda pendiente con la reparación de las víctimas del narcotráfico.

La masacre del Suroriente de Bogotá: la memoria sigue viva

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Once jóvenes, de entre 19 y 27 años, fueron ejecutados extrajudicialmente por agentes de la Policía en tres puntos distintos del suroriente de Bogotá, en la mañana del 30 de septiembre de 1985. Diez de ellos hacían parte de un comando urbano de la insurgencia del M-19, que acababa de robar un camión de leche para repartir la carga entre los habitantes del sector.  

Era la época en que el M-19 contaba con una presencia significativa en esa zona de Bogotá. Allí, como en otras ciudades del país, esa organización insurgente creó milicias que resolvían conflictos y proveían justicia; promovían la autogestión para la instalación de redes de servicios públicos y el mejoramiento de vivienda; y realizaban tareas de propaganda y organización.  

La toma por la fuerza de vehículos transportadores de alimentos o el robo de materiales de construcción, que luego eran distribuidos entre la comunidad, eran una práctica recurrente del M-19 en los barrios populares de ciudades como Cali y Bogotá. La guerrilla concebía estas acciones como “recuperaciones” con las cuales se podría avanzar en la solución de los problemas del hambre y de la falta de vivienda digna que agobiaban a los pobladores de esas zonas. En 1985, los precios de los alimentos aumentaron drásticamente por cuenta de la devaluación del peso.   

Aunque los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo del 30 de septiembre de ese año reportaron todos los homicidios como muertes en combate, los informes de balística y la propia Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) constataron más tarde que los 11 jóvenes fueron asesinados en estado de indefensión. Los testimonios de algunas vecinas y vecinos de los barrios donde ocurrieron los hechos así lo confirmaron. 

Convocatoria para la Noche Sin Miedo del pasado 30 de septiembre, en el sector conocido como el Rincón del Valle, del barrio Diana Turbay. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Que integrantes de la Policía hubieran asesinado a plena luz del día a once personas en medio de un operativo para repeler el robo de un camión de leche generó temor en la zona, pero también importantes acciones de denuncia y de recuperación de la memoria que han persistido durante los últimos 35 años en cabeza de familiares de las víctimas, exmilitantes del M-19 y organizaciones culturales y juveniles del suroriente de Bogotá, que encuentran elementos de continuidad entre el caso y sus propias experiencias en el presente.  

La Masacre del Suroriente 

El informe de fondo que en 1997 emitió la CIDH sobre este caso, conocido como la masacre de la Leche o masacre del Suroriente, narra en detalle lo ocurrido la mañana del 30 de septiembre de 1985. Ese día, en el barrio San Martín de Loba y los sectores cercanos, la Policía; el F-2, la agencia de inteligencia policial de la época; la Seccional de Investigación Judicial de la Policía (Sijín); el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y el Ejército desplegaron un importante operativo contra el comando del M-19 que robó el camión de leche. 

Ocho de las once víctimas de la masacre del suroriente. Imagen tomada de la monografía de Carlos Parra titulada “Masacre en el Suroriente de Bogotá, un crimen de Estado".

Encontrándose cercados, los jóvenes guerrilleros se separaron en varios grupos y emprendieron la huída. José Alberto Aguirre, Jesús Fernando Fajardo y Francisca Irene Rodríguez fueron asesinados dentro de un bus de servicio público por un agente de la Sijín, en el barrio Diana Turbay. En el informe de la CIDH consta que Jesús y José murieron por disparos realizados a corta distancia. En estos hechos también fue asesinado Javier Bejarano, un joven que se encontraba dentro del bus, pero que no pertenecía a la insurgencia. 

Leonardo, el hermano de Javier, sobrevivió al crimen. Así describió los hechos, según consta en el mismo informe de la CIDH: “Yo agaché la cabeza y me quedé ahí agachado, luego fue cuando yo no sé quién subió, yo miré y fue cuando me dieron el primer tiro. Me escurrí y quedé con la cabeza apoyada en los pies de mi hermano, botando sangre por la boca. Luego ya subieron más señores del F-2 que portaban radios y decían: ‘Mi capitán están todos muertos, no hay ningún herido’. Luego se acercaron otra vez adonde nosotros y, como a mi hermano no lo habían herido, le pegaron un tiro. Entonces fue cuando me vieron que yo estaba con vida y me dijo: ‘Este hijo de puta no se muere’, y sacó y me pegó otro tiro». 

En el barrio Bochica ocurrieron otras cinco ejecuciones extrajudiciales, en tres episodios distintos.  Isabel Cristina Muñoz fue asesinada por agentes de la Policía a las afueras de una casa donde se escondía, luego de que ella saliera con las manos en alto; Arturo Ribón Avilán y Yolanda Guzmán Ortiz fueron asesinados en las calles del barrio, cuando huían de la persecución de la Fuerza Pública. Aunque un teniente declaró que ambos murieron en combate, los dictámenes periciales mostraron que varios de los disparos les fueron propinados a corta distancia; Martín Quintero Santana y Luis Antonio Huertas fueron asesinados por un agente del F-2 cuando se encontraban indefensos. 

La monografía de Carlos Eduardo Parra titulada “Masacre en el Suroriente de Bogotá, un crimen de Estado. Documentación de caso” (2010) retoma importantes testimonios que fueron incluidos en las investigaciones de la Procuraduría de la época. Dos de ellos se refieren al caso de Martín y Luis Antonio. Los testigos narraron cómo agentes del F-2 los golpearon y les dispararon hasta matarlos cuando ellos se encontraban tendidos en el suelo. Uno de los testigos contó sobre las víctimas: “Los muchachos no dijeron nada, ni levantaron una mano, ni una uña. Esos muchachos venían tranquilos por la calle, como si nada pasara”.  

Finalmente, José Alfonso Porras Gil y Hernando Cruz Herrera fueron asesinados en zona rural, en lo que entonces era la vereda Los Soches, del municipio de Usme. En el sector, hoy barrio La Aurora, no se encontraron testigos de los hechos. Sin embargo, los informes de balística probaron que ambas víctimas recibieron disparos a menos de un metro de distancia, contrario a la versión de la Policía, que dijo haberlos “dado de baja” en un enfrentamiento. 

En el barrio Diana Turbay se perpetraron cuatro de las once ejecuciones extrajudiciales. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

La monografía de Parra también documenta cómo un militante del M-19 que participó en el robo del camión de leche fue detenido cuando intentaba escapar del cerco de la Fuerza Pública. Esta persona describió las torturas a las que fue sometida: “Hay como mucha violencia (en la detención), muchos golpes (…) en el carro, en la estación de policía de San Agustín, en el F-2; se me paran unos tipos en las coyunturas del cuerpo, en los tobillos. Ya en el carro, por ejemplo, con una ametralladora me han estado aterrorizando, claro, de meterle a uno la ametralladora en la boca y empezar a tratar de dispararla”. 

Por las 11 ejecuciones extrajudiciales, la CIDH concluyó que el Estado colombiano había violado los derechos de las víctimas a la vida, la integridad física, las garantías judiciales y la protección judicial. La Comisión determinó que los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo “estaban obligados a tratar en toda circunstancia humanamente a todas las personas que se encontraban bajo su control, a causa de heridas sufridas, rendición o detención, sin importar que hubieran participado o no en las hostilidades».  

En 2014, pasados 17 años de las recomendaciones de la CIDH al Estado colombiano para que avanzara en las investigaciones, la Corte Suprema de Justicia dejó sin efecto varias decisiones de la Justicia Penal Militar que habían exonerado de toda responsabilidad a los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo y le remitió el proceso a la Fiscalía. Seis años después de esa decisión, el caso continúa en la impunidad.  

Resistiendo al olvido 

Este 30 de septiembre, organizaciones juveniles y culturales de la localidad de Rafael Uribe Uribe decidieron articular la conmemoración de los 35 años de la Masacre del Suroriente con la Noche Sin Miedo, una jornada de actividades pedagógicas, artísticas y comunitarias organizada para combatir el miedo generado por los hechos ocurridos en Bogotá durante y después del 9 y 10 de septiembre de este año, cuando al menos 14 jóvenes fueron asesinados durante las protestas por el homicidio de Javier Ordóñez a manos de integrantes de la Policía.  

A la estigmatización que se produjo después contra los manifestantes y las organizaciones sociales, se suma el temor por la persistencia de amenazas en el suroriente y el suroccidente de la ciudad. En 2018, la Defensoría del Pueblo advirtió en una alerta temprana que, en las localidades de San Cristóbal, Usme y Rafael Uribe Uribe, “los líderes y lideresas sociales, comunales y barriales son objeto de intimidaciones por parte de sujetos armados que, mediante la coacción y amenaza, buscan condicionar sus labores de liderazgo o de defensa de los derechos humanos, entorpecer procesos sociales, o impedir actividades que incrementen el bienestar social, el acceso a la justicia, la capacidad de organización y de participación ciudadana”. 

En la tarde del 30 de septiembre empezaron los preparativos para la Noche Sin Miedo en el barrio Diana Turbay. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

Para esta Noche Sin Miedo, los jóvenes eligieron como punto central el sector del barrio Diana Turbay conocido como el Rincón del Valle. Allí, desde las primeras horas de la tarde del 30 de septiembre, el colectivo Épsilon y otras personas de la comunidad prepararon los espacios, la comida y las bebidas calientes con las que recibieron a los asistentes de las varias actividades que se realizaron en la noche y hasta las seis de la mañana del día siguiente: campamento, trueque, concierto, proyección audiovisual, estampado de camisetas, juegos, documentación de hechos de violencia y de necesidades básicas insatisfechas.  

Marghen Blanco, del colectivo Valkirikaz del Sur, estuvo a cargo de la proyección audiovisual. Ella encuentra relación entre la Masacre del Suroriente y los crímenes recientemente cometidos contra los jóvenes de la ciudad: “Es como si se repitiera el ciclo histórico. La conmemoración de la masacre del 85 y la Noche Sin Miedo son una defensa de la vida. Nos masacraron, nos mataron, nos siguen amenazando, nos siguen hostigando, persiguiendo. Pero nosotros seguimos resistiendo, con esa idea de defender la vida; una vida digna, con todas las condiciones”. 

El colectivo Épsilon, junto a Valkirikaz del Sur y otras organizaciones del territorio, le han apostado durante los últimos años a mantener viva la memoria de la Masacre del Suroriente. A partir de la investigación de Parra, han reflexionado sobre el caso; han realizado cartillas, stencil, murales, líneas del tiempo, conversatorios; y han montado una obra de teatro que narra el caso. Este año, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación produjo junto al colectivo este video conmemorativo sobre la masacre:

Para Felipe Gamboa, integrante de Épsilon, “la masacre del Suroriente es un hecho relevante para el territorio por lo que significó en cuanto al asesinato de 11 jóvenes. Empezamos a indagar un poco alrededor de esas vidas y encontramos una profunda necesidad por transformar el país: una juventud demasiado inquieta, crítica y consciente en ese 85. Encontramos elementos de lo que es la juventud organizada hoy en día en el territorio”.  

Durante los últimos años, otras personas y colectivos también han mantenido viva la memoria de la masacre, así como de las apuestas de los jóvenes asesinados. En 2017, por ejemplo, la Corporación Nuevo Abril y otras organizaciones sociales conmemoraron los hechos en una jornada que incluyó la siembra de plantas, la elaboración de murales, un recorrido por la memoria, una jornada artística, un compartir de arroz con leche y un foro sobre la protesta y el derecho a la alimentación. En 2019, la Escuela Ambiental Kimy, en asocio con la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, realizó varias actividades en conmemoración de la masacre, en las localidades Rafael Uribe Uribe y Usme. 

Esta línea de tiempo hace parte de los procesos de memoria que impulsan los colectivos juveniles del suroriente de Bogotá. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

Este año, la editorial El Búho publicó un libro sobre el caso, titulado “Tomad y Bebed. Crónicas de Militancia”, de Alejandro Cabezas. También este año, Armando Ribón Avilán, hermano de Arturo, elaboró una multimedia conmemorativa, en cuya presentación escribió: “Año a año, mes a mes, día a día, seguiremos persistiendo en la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación. Mientras, no habrá silencio ni cobardías, no habrá cansancio, no habrá perdón ni olvido”.  

Bogotá se moviliza: pasado y presente del Paro Cívico del 77

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

En la Bogotá de 1977, cientos de personas llevaron a cabo una de las acciones de protesta más importantes en la historia del país: El Paro Cívico Nacional, realizado el 14 de septiembre por convocatoria del movimiento sindical. Los habitantes de la ciudad, agobiados por los bajos ingresos y la inflación, salieron a las calles para exigirle al gobierno que aumentara los salarios, congelara los precios, otorgara derechos sindicales a los trabajadores estatales y levantara el Estado de Sitio.  

Pasadas cuatro décadas, esa movilización se ha comparado con las multitudinarias marchas del pasado 21 de noviembre. El Paro de 1977 no solo fue significativo por sus dimensiones, sino también por las consecuencias que trajo para la vida política del país. 

Tras su desarrollo, el Estado afianzó aún más la concepción de que la protesta social era una amenaza que debía ser conjurada; las insurgencias avanzaron en la decisión de fortalecer su presencia en las ciudades; y la sociedad civil tejió redes de organizaciones en los barrios para continuar exigiendo la garantía de sus derechos. 

Transcurridos 43 años desde ese estallido popular, resulta interesante reflexionar sobre los hechos de entonces para aportar a los debates actuales sobre la movilización social y el derecho a la ciudad.  

La antesala del Paro 

Los habitantes de los barrios empobrecidos de Bogotá, en la segunda mitad de la década de 1970, atravesaban una difícil situación económica. Las familias tenían que vivir con bajos salarios o de trabajos informales, al tiempo que el Estado desmontaba los subsidios al transporte público, se devaluaba el peso y se disparaban los precios de los alimentos. El gobierno, además, creó en esa época el impuesto de valorización, con el que los ciudadanos debían financiar la construcción de avenidas y la modernización del alumbrado público.

Caricatura sobre el hambre publicada en el periódico El Tiempo durante el Paro Cívico.

El docente, investigador y doctor en Historia Frank Molano explica la situación que atravesaban los y las bogotanas de entonces: “Había una condición de modernización urbana de carácter neoliberal. A los sectores medios y populares que se habían hecho a sus viviendas les caía la obligación de contribuir a la ciudad, sin que eso hubiera significado un incremento salarial. Esos cambios obedecían a un cambio en el modelo de acumulación del capital y a una forma en que la ciudad pensaba ampliarse con una retirada de la inversión estatal”.  

Molano también argumenta que la modernización de Bogotá no traía consigo la construcción de mejores espacios públicos para sus habitantes: “Los barrios eran dormitorios de trabajadores, sin terminal de transportes, hospitales, parques públicos, plazas de mercado. Era una ciudad llena de vías, claro, para la movilidad de los trabajadores, pero no era una ciudad para habitar”. 

A lo largo de la década, el transporte público se había convertido en un serio problema para los habitantes del sur y el noroccidente de la ciudad, que protestaban para pedir la mejora en la prestación del servicio luego de que las autoridades o los políticos locales se negaran a atender sus demandas. Entre las movilizaciones más significativas por el acceso al transporte se registra el Paro Cívico del Suroriente, ocurrido el 27 de noviembre de 1974, cuando habitantes de al menos 30 barrios de ese sector de la ciudad bloquearon la vía a Villavicencio, cansados de que la Alcaldía y las empresas de transporte ignoraran sus reiteradas peticiones al respecto. 

El bloqueo de vías era una modalidad de protesta que recién tomaba fuerza en la ciudad, donde buena parte de las necesidades de servicios públicos o equipamiento urbano se habían resuelto por la vía de la autogestión o de la negociación en cabeza de las juntas de acción comunal, tal como concluyó en el libro La ciudad en la Sombra el profesor, investigador y doctor en Estudios Latinoamericanos Alfonso Torres.

Al tiempo que los habitantes de los barrios del suroriente, el suroccidente y el noroccidente incursionaban en nuevas formas de protesta, en los mismos sectores tenían lugar dos procesos que promovían el pensamiento crítico entre los jóvenes: la ampliación de la cobertura de la educación pública mediante la construcción de grandes colegios y la presencia permanente de organizaciones sociales y políticas de izquierda. Entre ellas, la Alianza Nacional Popular (ANAPO), el Partido Comunista, la Unión Nacional de Oposición (UNO), los sindicatos de las fábricas, y los sacerdotes y las monjas vinculados al movimiento de la Teología de la Liberación. 

Consignas preparadas para la jornada de Paro.

Así explica el profesor Torres la influencia que estos procesos tuvieron en el desarrollo del Paro Cívico Nacional: “La gente que se va a movilizar no es el migrante (del campo). Somos los hijos, los nietos, la generación que es más urbana, que tiene otra mirada. Donde hubo mayor movilización fue en estos barrios donde había una generación urbana, escolarizada, con una previa familiarización con esas formas de movilización”. 

Esos y otros factores permitieron que el 14 de septiembre de 1977 protestaran no solo los trabajadores sindicalizados, sino también los habitantes de los barrios en general. De acuerdo con Torres, “se movilizó gente que habitualmente no se movilizaba, que no era de un núcleo o partido. Se movilizaron no solamente los trabajadores, sino el desempleado, el habitante de barrio. Es decir, apareció esa identidad de lo barrial, de lo popular urbano”. 

Los impactos del Paro 

Con varias semanas de anticipación, en diferentes barrios de la ciudad empezaron a prepararse las tareas necesarias para la realización del Paro Cívico. En su libro “Un día de septiembre” (1980), Arturo Alape incluyó importantes testimonios sobre la planeación del Paro en Atahualpa, Policarpa, República de Canadá, Santa Lucía, Kennedy, La Granja, Tabora, Bosa y el cercano municipio de Soacha.  

A la par, el gobierno del presidente Alfonso López Michelsen hizo grandes esfuerzos por impedir la movilización. Desde finales de agosto, el gobierno decretó el arresto de las personas que participaran en la organización de manifestaciones y a comienzos de septiembre prohibió las concentraciones públicas. El Ejecutivo también ignoró el pliego de peticiones de las centrales sindicales, caracterizando la protesta como una acción organizada para influir en las elecciones presidenciales que se avecinaban y, más tarde, como una acción “subversiva”. 

La prohibición gubernamental no impidió que obreros, docentes, empleados públicos, estudiantes, trabajadores informales e integrantes de juntas de acción comunal, comités de valorización y comités provivienda paralizaran Bogotá.

Foto del saqueo realizado a un almacén de ropa durante el Paro, publicada en el periódico El Tiempo.

Durante la jornada se vivió una inusual beligerancia, que además de bloqueos en las principales vías incluyó enfrentamientos con la Policía en barrios como Ciudad Kennedy, Quirigua, San Fernando, La Estrada, Las Ferias y Fontibón, según documentó Alape. Algunos manifestantes también atacaron buses y bancos, y saquearon grandes almacenes de ropa, alimentos, zapatos, muebles e insumos para la construcción. 

Estas acciones violentas son usualmente rememoradas cuando se habla del Paro Cívico. El profesor Molano propone una lectura para comprender este tipo de acciones: “Generalmente se trata de plantear que la lucha popular es irracional, que la gente es manipulada o que simplemente va a su paso arrasando con todo. Pero diferentes estudios, tanto del Bogotazo, como del Paro del 77, muestran que aquello que se saquea, se bloquea o se incendia está asociado a lo que para la gente representa blancos muy concretos que afectan su calidad de vida o que le plantean ventajas para la lucha callejera”.  

Para el caso concreto del Paro Cívico, Molano argumenta que hubo “una racionalidad popular, en donde no se atacó, por ejemplo, colegios, hospitales, viviendas. Cuando se trata de levantamientos contra el hambre, la carestía, la escasez, obviamente lo que la gente busca es abastecerse de ropa, alimentos o de ferretería, porque necesitaba herramientas para estar en la calle. Los episodios de levantamiento popular son estallidos de descontento que se expresan de esta manera”.  

Habiéndola estigmatizado desde antes de que ocurriera, el gobierno de López reprimió duramente la manifestación. Fueron asesinadas al menos 25 personas en Bogotá, en su mayoría jóvenes estudiantes que habitaban barrios como La Estrada, Atahualpa y Marco Fidel Suárez, según documentó el propio profesor Molano en este artículo. Durante la jornada, más de tres mil personas fueron detenidas y recluidas en el estadio El Campín y la Plaza de Toros. 

De acuerdo con estos y otros investigadores, las élites y la Fuerza Pública percibieron el Paro Cívico como una importante amenaza que, junto a otras expresiones de descontento, debían ser reprimidas o neutralizadas. Un año después del Paro, el recién posesionado presidente Julio César Turbay expidió el Estatuto de Seguridad Nacional, con el que se recrudeció la persecución a la izquierda mediante la aplicación de estrategias legales e ilegales que constituyeron graves violaciones a los derechos humanos. Desde hacía varios años, el país vivía un Estado de Sitio casi permanente.

Artículo de la Revista Alternativa que documentó la represión desatada durante el paro.

Entre las organizaciones insurgentes de la época, algunas de las cuales contaban con incipientes estructuras urbanas, el Paro promovió la idea de que era necesario prepararse para desarrollar el conflicto en las ciudades.  

Para los y las jóvenes de los barrios de Bogotá con experiencias en la movilización, el Paro se convirtió en un referente. Durante la década de 1980 se creó y fortaleció un importante movimiento cívico en la ciudad, aun en medio de la represión estatal y la persecución de organizaciones ilegales de justicia privada.  

El profesor Torres explica que a partir del Paro Cívico se generaron “muchos trabajos de organización que serían novedosos respecto a las juntas de acción comunal, porque ya lo que los nucleaba no era conseguir el agua o la luz, sino que estaban inspirados incluso en una idea de izquierda más amplia y los temas eran otros: el comité, la biblioteca comunitaria, el centro de educación popular, demandas en torno a lo deportivo, lo cultural”.

La movilización de 1977 también inspiró la realización de varios paros cívicos regionales. Durante los años siguientes se convirtió en un hito de la movilización social en el país, estudiado con entusiasmo hasta el día de hoy.  

Memoria y presente 

El 21 de noviembre de 2019, en Bogotá y otras ciudades del país se desarrolló, con multitudinarias marchas, el Paro Nacional. A la movilización se vincularon sindicatos, barristas, estudiantes de universidades públicas; organizaciones feministas, indígenas, afrodescendientes, ambientalistas y culturales; personas sin militancia política, entre muchas otras, que salieron a las calles para protestar por un amplio repertorio de problemas. Algunos de ellos fueron la anunciada reforma laboral y pensional, la corrupción, el asesinato de líderes sociales, la represión y la falta de implementación del Acuerdo de Paz.  

Bogotá tiene una larga tradición de movilización social. En 2013, cientos de personas se movilizaron para respaldar el Paro Nacional Agrario. Foto: Flickr-Marcha Patriótica

Ese día y el siguiente se presentaron, además, protestas violentas en algunos barrios de Bogotá. Colectivos artísticos fueron allanados y se registraron múltiples hechos de brutalidad policial contra manifestantes e incluso contra trabajadores de los medios de comunicación. 

Algunos analistas no vacilaron en leer lo que había ocurrido a luz del Paro Cívico de 1977. La cantidad de protestas ocurridas en los meses anteriores, su carácter urbano, la creatividad de los manifestantes, los estallidos de violencia y la represión que se desató en Bogotá fueron algunos elementos que trataron de ponerse en común.  

Desde la academia también se continúa investigando el Paro Cívico. En la Universidad Pedagógica Nacional, la estudiante Cindy Reyes investiga para su trabajo de grado las huellas de la memoria que dejó el Paro en el barrio Kennedy, particularmente en el colegio INEM, uno de cuyos estudiantes fue asesinado en las jornadas de 1977.

Para ella, es importante “reconocer lo que sucedió en ese momento, porque si eso se trae del pasado vemos que hay similitudes y, si entendemos que hay similitudes, podemos pensar en qué podemos hacer para cambiar esta realidad. Es mirar hacia al pasado pensando en el futuro, en plantear un futuro distinto, con justicia social”.

Resistiendo al olvido en la universidad pública: el caso de Alberto Alava

Por  Carolina Gómez Pulido, investigadora del proyecto Archivos del Búho y María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Hace 38 años, el 20 de agosto de 1982, fue asesinado el profesor y abogado Alberto Alava Montenegro mientras llegaba a su casa, un apartamento en el primer piso de un edificio cercano a la entrada de la calle 26 de la Universidad Nacional sede Bogotá. El crimen afectó profundamente a la comunidad universitaria, que lo veló en el Auditorio Central de la Universidad. Al día siguiente, miles de personas marcharon llevando el cuerpo hasta el Cementerio Central, en un gigantesco cortejo fúnebre en el que participaron profesores y estudiantes de varias universidades de Bogotá, intelectuales, defensores de derechos humanos y dirigentes políticos de izquierda. 

Alberto Alava era un reconocido profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional. Es recordado por algunos de sus métodos de enseñanza, como el uso del cine en los procesos de formación, y por su compromiso con el fomento del pensamiento crítico. En un boletín publicado el año de su asesinato, el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP) escribió que Alava “dedicó su vida a la formación de la juventud trabajando como profesor de las universidades Libre y Nacional, convencido de que no debía hacerlo en forma distinta a colocar a sus alumnos de cara a la realidad del país”.  

Alava también era abogado defensor de presos políticos, en una época en que se permitía que la situación jurídica de civiles quedara a disposición de la justicia penal militar, donde las garantías para los procesados eran escasas y se aplicaba el derecho penal del enemigo. Por su trabajo en la defensa jurídica de los presos, Alava fue detenido en varias ocasiones por autoridades militares, una de estas, ocurrida en mayo de 1979, fue documentada en el primer informe que Amnistía Internacional hizo sobre Colombia, donde también especifican que fue víctima de torturas. Además, “durante un largo periodo de tiempo recibió constantes amenazas de muerte por parte de la organización paramilitar MAS”, tal como denunció ante el Congreso en noviembre de 1982 el representante a la Cámara Gilberto Viera.  

El MAS (Muerte a Secuestradores) fue una organización paramilitar creada a finales de 1981 en Medellín, financiada por narcotraficantes y entre cuyos miembros se encontraban integrantes de la Fuerza Pública. Aunque desde el momento mismo del asesinato del profesor el crimen se le atribuyó a esa organización ilegal, en las casi cuatro décadas que han transcurrido desde entonces no se han identificado sus autores materiales e intelectuales. La pertenencia de agentes del Estado al MAS fue reconocida por la propia Procuraduría General de la Nación un año después del asesinato del profesor, cuando la entidad informó que existían pruebas suficientes para procesar a 59 militares y policías. 

Dos meses antes de su asesinato, el profesor Alava había sido víctima de un intento de homicidio del que salió ileso, pero en el que resultó herido un estudiante que lo acompañaba. Por cuenta de este atentado salió del país y viajó a Perú. Una vez en Colombia, empezó a escribir “un libro a partir de las impresiones de su viaje”, según registró el periódico Voz Proletaria días después del asesinato. Sin embargo, la insistente persecución de la que era víctima lo había obligado a tomar una decisión definitiva: exiliarse en Canadá con su esposa, María Eugenia, y sus tres hijos, viaje para el que estaba haciendo los últimos trámites cuando fue asesinado.  

Violaciones a los derechos humanos en los 80

El asesinato del profesor ocurrió en una época de persistentes violaciones a los derechos humanos contra docentes y estudiantes de universidades públicas, muchos de ellos vinculados a procesos sociales y políticos de izquierda. Archivos del Búho, un proyecto de investigación sobre las memorias del movimiento estudiantil impulsado por estudiantes y egresados de la Universidad Nacional, ha documentado 27 casos de violaciones a los derechos humanos cometidos contra personas vinculadas a las universidades públicas en 1982, el año en el que asesinaron a Alava. La grave situación que atravesaban los docentes llevó a la Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación (Fecode) a declarar un paro nacional para el 14 de septiembre de ese año.

Boletín N°24 del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. Fondo documental Archivos del Búho. 

Los hechos registrados en esa época también incluyen victimizaciones en contra de líderes sindicales y defensores de derechos humanos, sumadas a las cometidas en contra de quienes, como Alava, eran abogados defensores de presos políticos. En su informe “Justicia para la justicia. Violencia contra jueces y abogados en Colombia: 1979-1991”, la Comisión Internacional de Juristas denunció que entre 1979 y 1983 se cometieron 62 crímenes contra abogados en el país, incluyendo homicidios, torturas y desapariciones forzadas. La Comisión señaló que tras los homicidios de Alava y del también abogado Cipagauta Galvis, asesinado por el MAS en Bogotá ese mismo año, se conocieron amenazas de muerte contra abogados de Bucaramanga, Cali y Bogotá. Los principales responsables, según denunció la Comisión, eran paramilitares y agentes del Estado.  

La violencia política en todo el país tuvo un acelerado crecimiento durante la década de 1980 que inició en medio del gobierno de Julio César Turbay (1978-1982). En un artículo académico publicado este año en el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, los investigadores Frank Molano y Jymy Forero señalaron que durante ese periodo “el Gobierno abrió espacio a la ‘ocupación militar del Estado’ que permitió la aplicación del Estatuto de Seguridad, con detenciones y torturas a sindicalistas, estudiantes universitarios e intelectuales de izquierda, con la expectativa de que en medio de la multitud afectada caerían los subversivos”. Esta política estatal se desarrolló en medio de un alarmante clima de violaciones a los derechos humanos, en el cual la insurgencia estaba adquiriendo fuerza política y militar, por lo que, con la excusa de combatirla , se persiguió a la izquierda en su conjunto.   

Dentro de las victimizaciones ocurridas entre 1983 y 1990, Archivos del Búho ha identificado homicidios, desapariciones, detenciones, torturas y amenazas en varios departamentos del país. Entre los casos se encuentran el asesinato en 1984 de Luis Armando Muñoz, profesor de medicina de la Universidad Nacional sede Bogotá; las amenazas de muerte contra Eduardo Umaña Luna en 1988, cuando era profesor de derecho de la misma universidad; y la desaparición de Alirio de Jesús Pedraza, defensor de Derechos Humanos que pertenecía al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP), en 1990. 

Los estudiantes también fueron una de las principales víctimas. En septiembre de 1982 el periódico estudiantil Sinpermiso reseñaba el asesinato del profesor Alava junto al del estudiante de la Universidad Nacional sede Bogotá Hugo López Barrero y al del estudiante de la Universidad del Cauca Floresmiro Chagüendo. En 1986, el mismo periódico denunció la desaparición forzada de William Camacho, activista y estudiante de la Universidad Industrial de Santander; y de José Mejía, estudiante de la Universidad de Antioquia y “dirigente nacional del movimiento popular”.  

Pero tal vez uno de los casos más graves ocurridos en esta década es el que hoy se conoce como Colectivo 82. Se trata de la detención, tortura y desaparición forzada de 13 personas en Bogotá, en su mayoría jóvenes estudiantes de las universidades Nacional y Distrital. Los crímenes, que se cometieron entre marzo y septiembre de 1982, fueron ejecutados por la Policía, el Ejército y el MAS, que se habían aliado para perseguir a los presuntos responsables del secuestro y posterior asesinato de los tres hijos menores de edad del narcotraficante Jáder Álvarez.  

En su artículo “El caso del Colectivo 82. Una historia entre la memoria y el olvido, la rebelión y la represión”, los investigadores Molano y Forero señalan que estos crímenes se planearon con la participación de altos funcionarios del Estado. En 1991, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos declaró que el Estado colombiano no había cumplido con su obligación de respetar el derecho a la vida de 11 de las víctimas y le recomendó al gobierno “reabrir un exhaustiva e imparcial investigación sobre los hechos”, que aún hoy se encuentran en la impunidad. Para ambos investigadores, estos hechos se situaron “históricamente en el cambio de modelo de represión, del accionar violento estatal al accionar encubierto mediante paramilitares”.  

Bono de solidaridad, Jornada Nacional de Homenaje a los Compañeros Estudiantes Desaparecidos y Asesinados y Contra la Política Educativa del Régimen. Frente Estudiantil Revolucionario Sinpermiso. Fondo documental Archivos del Búho.

Todos estos crímenes, incluyendo el del profesor Alava, fueron denunciados en esa época por el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CPDH), creado en 1979. En el CPDH confluyeron intelectuales, profesores, políticos y abogados, que también fueron perseguidos. Por estas y otras denuncias, Alfredo Vásquez Carrizosa, uno de sus fundadores, político y profesor, recibió amenazas por parte del MAS.  

A finales de la década de 1980, entre 1987 y 1989, fueron asesinados en Medellín varios miembros del CPDH: Héctor Abad Gómez, presidente del Comité y profesor de la Universidad de Antioquia; Luis Felipe Vélez, presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia (ADIDA) y miembro de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT); Leonardo Betancur, docente de medicina, sindicalista y militante de la Unión Patriótica; y Luis Fernando Vélez, quien había reemplazado a Abad como presidente del CPDH en Antioquia y además era profesor de derecho. También fueron asesinados en esa ciudad Pedro Luis Valencia y Carlos López Bedoya, ambos profesores de la Universidad de Antioquia y dirigentes sociales y políticos.  

Todos estos casos dan cuenta de la persecución que vivieron quienes desde los distintos estamentos de las universidades mantenían estrechas relaciones con movimientos políticos de izquierda, sindicatos y organizaciones que denunciaban las violaciones a los Derechos Humanos en todo el territorio nacional.  

Una historia que parece no tener fin

Para finales de la década de 1980, junto al MAS operaban varias organizaciones paramilitares, algunas de las cuales se agruparon en la década siguiente en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Las AUC, en alianza con agentes del Estado, continuaron la persecución contra el movimiento estudiantil, los profesores y trabajadores de las universidades públicas, además de los defensores de derechos humanos, durante las décadas de 1990 y 2000.  

En 1998 fue asesinado Eduardo Umaña Mendoza, profesor de la Universidad Externado y abogado defensor de Derechos Humanos, que había recibido numerosas amenazas por las denuncias que había realizado y por asumir la defensa de presos políticos y dirigentes sindicales. La situación fue especialmente dramática en el Caribe, donde resultaron duramente victimizadas las universidades del Atlántico, Córdoba y Popular del Cesar, que hoy son sujetos de reparación colectiva ante la Unidad de Víctimas. 

En universidades como la de Antioquia se siguen presentando hechos de violencia contra el movimiento estudiantil y profesoral. El 2 de marzo de este año se conoció un panfleto de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, en el que se amenazaba de muerte a líderes estudiantiles, oficinas de estudiantes, cooperativas, asociaciones y sindicatos de profesores y pensionados de esa institución. En la madrugada del 4 de marzo fue atacada con arma blanca y en su propia casa la profesora Sara Fernández, integrante de la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia (Asoprudea), organización mencionada en el panfleto de ese grupo armado ilegal.   

Resistencia y memoria en la Universidad Nacional

La Universidad Nacional ha sido uno de los escenarios donde profesores como Alava asumen su papel con un profundo compromiso con la realidad del país. Su paso por la Universidad Nacional dejó huella, y su ausencia provocó una profunda desazón en una época en que los estudiantes se sentían desprotegidos, amenazados y perseguidos. Sin embargo, los estudiantes no permitieron que se perdiera su legado, sus enseñanzas ni su postura ética frente a la realidad. “¿Cuánto valor hace falta para asesinar a un profesor honrado? ¿Cómo recordar a Alberto Alava, nuestro profesor, muerto de dos disparos por empeñarse en ser un hombre libre?”, se preguntaron los estudiantes de Economía de la Nacional en la editorial de la revista Isítome tras su muerte.  

Periódico El Rebelde N°2, agosto de 1986. Fondo documental Archivos del Búho.

En septiembre de 1982, cuando varios grupos de estudiantes recuperaron las residencias universitarias que llevaban varios años cerradas, bautizaron una de ellas como Residencias Alberto Alava; se trataba del edificio 214, oficialmente llamado Antonio Nariño. Al año siguiente, el 29 de abril de 1983, un grupo de estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas fundó el Cineclub Alberto Alava, que ayudó a mantener vivo de generación en generación el espíritu de aquella herramienta que utilizaba el profesor en sus clases y con la que inspiró a muchos de sus estudiantes. Este Cineclub produjo en el 2000 el corto 17 en 7, en el que se hace memoria del profesor, y dio a conocer un poema escrito en su homenaje.  

Además, la plazoleta de la Facultad de Economía lleva actualmente su nombre, que también figura en la cartografía de la memoria de Bogotá que el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación ha venido elaborando en los últimos años. Alberto Alava permanece en los lugares que se han construido en su memoria desde las universidades públicas y para la ciudad.   

Estas acciones colectivas les han permitido a los estudiantes exigirles, tanto a la administración de la universidad como a las entidades que componen el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, que la Universidad Nacional sea reconocida como el escenario y el sujeto de sistemáticas violaciones a los derechos humanos provenientes de diversos actores. En ese sentido, el trabajo que realiza Archivos del Búho busca la recuperación de la memoria con la perspectiva de generar un espacio de verdad y esclarecimiento de múltiples hechos violentos con miras a la no repetición, y se suma a los múltiples esfuerzos colectivos, tanto al interior como por fuera de la Universidad Nacional, que se han empeñado en mantener viva la memoria de Alberto Alava.  

*Los archivos producidos por estudiantes de la Universidad Nacional utilizados en este artículo hacen parte del fondo documental de este proyecto y están catalogados en la base de datos Violaciones a los Derechos Humanos Registradas por el Movimiento Estudiantil, entregada a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad este año. 

Sandra Catalina: un colibrí en la memoria

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En la cartografía de la memoria de Bogotá hay un lugar en conmemoración de la niña Sandra Catalina Vásquez Guzmán, violada y asesinada por un agente de policía el 28 de febrero de 1993.

Claudia Lancheros tenía diez años. Iba en la ruta hacia el colegio y llevaba en la mente a su compañera de pupitre. Tenía que ponerse de acuerdo con ella: debían portarse juiciosas esa semana que comenzaba.

Cuando atravesó el umbral de la puerta del salón, ya tarde, no entendió por qué todos estaban reunidos, con caras largas y cruzados de brazos, frente a la pizarra: la coordinadora de primaria, la rectora, las monjas y el psicólogo. Sus compañeras estaban calladas. Se sentó en el pupitre y se volvió para mirar a Sandra Catalina Vásquez Guzmán, pero el puesto estaba vacío.

Escarbó en la mirada de las niñas. Una de ellas se encogió de hombros y le hizo un ademán en el cuello con el que le dio a entender que Sandra ya no existía. Un sentimiento gélido de orfandad comenzó a bullir en su interior.

Desistió de preguntar. La ausencia explicaba el silencio; el frío se entremezclaba con el misterio de la mañana, la oquedad con el espíritu de Sandra, el aire con el peso de la resignación. ¿Acaso su belleza, sus correteos en círculos en el aula, su risa de Pájaro Loco —como su amiga Claudia la describe— habían desaparecido?

El pupitre donde ella se sentaba fue sacado del salón. En medio del mutismo, las niñas de quinto de primaria fueron conducidas a la capilla del colegio para rezar por su alma. Nadie entendía lo que había pasado. Algunas nunca habían escuchado la palabra “violación”. El silencio se cernía como el grito de una bestia herida, el grito de una infancia destrozada.

Claudia imagina volver a aquellas tardes de risa y revolcarse bajo las sombras de los saucos y los pinos. Apenas hacía dos días habían jugado, también con su hermana Andrea Lancheros. Habían ido al lago, cerca del colegio campestre donde estudiaban.

Con sus manos entrelazadas jugaron en ronda y se carcajearon. Su amiga de nueve años, compañera de travesuras y exploraciones, estaba muerta.

***

El domingo 28 de febrero de 1993, Sandra Catalina salió, en compañía de su madre, a buscar a su padre, Pedro Gustavo Vásquez, un suboficial que trabajaba en la Tercera Estación de Policía ubicada en el centro de Bogotá; necesitaban dinero para pagar el transporte escolar de la niña. La pareja estaba separada. Desde la entrada, Sandra creyó ver a su padre y se fue tras él. Su madre se quedó afuera esperándola. Habían pasado quince minutos y, angustiada porque su hija no salía, entró a buscarla. Recorrió los pasillos, gritó su nombre pero ella no contestó. Al cabo, la encontró agonizando en el tercer piso, con signos de estrangulamiento y violación. La llevaron al Hospital San Juan de Dios pero ya estaba muerta.

Cuando los investigadores fueron a recoger el material probatorio, la escena del delito había sido alterada: desaparecieron la hoja de la minuta de ingreso y levantaron muros donde no había. El asesinato y violación de Sandra ha sido calificado como crimen de Estado por el abogado de la familia, Alirio Uribe.

De manera muy temeraria, y sin ninguna investigación, Pedro Gustavo Vásquez, padre de Sandra, fue acusado del crimen y estuvo preso durante tres meses y medio, pero logró demostrar que no estaba en el lugar de los hechos y fue absuelto. Unos años después, la Policía tuvo que pedirle perdón e indemnizarlo, tras una sentencia que así lo ordenó.

En 1995, el agente de policía Diego Fernando Valencia Blandón confesó el crimen y fue apresado y enviado a la cárcel de Policía de Facatativá (Cundinamarca), pese a haber sido destituido de dicha institución. Una prueba de ADN practicada a los agentes que trabajaban en la estación determinó que Valencia Blandón fue el responsable. Condenado a 45 años de prisión, solo pagó diez y quedó libre en 2006. En esa época no existía el Código de Infancia y Adolescencia, que rige hoy, en el cual está prohibida cualquier rebaja de pena u otro tipo de beneficio para los agresores de los niños.

Si Sandra viviera, tendría 37 años. Ya adulta, cuando Claudia estudiaba en la universidad, se iba a un bar situado diagonal a la estación de policía donde mataron a su amiga. A medianoche, lanzaba botellas contra el edificio policial. Era su forma de exorcizar la impotencia, el desamparo. Imaginaba la destrucción del lugar, lo que ocurriría años más tarde cuando fue demolido y la familia invitada a dar los primeros martillazos.

La casa donde vivió Sandra Catalina está habitada por sus recuerdos. Su abuela Blanca Aranda, de 80 años, muestra decenas de portarretratos y cuadros por videollamada. Enfoca la cámara y comienza a relatar la historia de cada foto:

—Aquí fue el primer día que entró al jardín; aquí tenía cuatro meses, ella era una gorda hermosa. Aquí está cumpliendo ocho añitos, un año antes de que me la mataran —su voz y aliento se quiebran. Entonces para. Está temblando. Los labios se curvan e irrumpe en llanto.

Se enjuga las lágrimas, coge fuerzas y continúa narrando las anécdotas de su nieta:

—Aquí está con su triciclo, aquí está en Cartagena, aquí con sus muñecos, aquí el día que la bautizamos… Fue mi primera nieta, pero era como mi hija —dice estremecida.

Sandra Catalina, la que firmaba con la “S” de la clave de sol. La niña de ojos chispeantes, lustrosa cabellera, voz melodiosa, ojos almendrados, piel canela. La niña que leía poesía, la niña que llenaba de amor a su familia.

Blanca la imagina elevando cometas, manejando bicicleta, celebrando dichosa que había aprendido a pedalear: “Mami, mira, ya aprendí”. También la recuerda cuando cada madrugada, al salir para el colegio, le gritaba desde la calle “Mami, te amo”. La abuela sonreía desde la ventana: “Yo también te amo, mi amor”.

“Ella dejó mucho amor. Mi Dios de pronto se la llevó porque la necesitaba allá”, dice con un rictus de melancolía.

Desde que murió, dice la abuela Blanca, Sandra la visita todos los días en forma de colibrí. Aletea y la mira con ojos vivaces mientras toma agua de la alberca del jardín. Ahora ella pinta colibríes y adorna su casa con esas pequeñas figuras de colores.

Para la familia, el caso sigue en la impunidad. No hubo verdad y, aunque el policía haya confesado, no creen que haya sido él. Por la forma como ocultaron las pruebas, creen que hubo alguien más poderoso detrás. Hace unos años la Policía convocó a la familia a un acto de pedido de perdón pero ella se negó.

“Era una burla para nosotros”, dice la abuela Blanca. “Ya no nos importa quién haya sido. Lo que nos importa es que haya memoria, que ese crimen y muchos más no queden en el olvido”, agrega.

Frente a la estación de policía, ya demolida, la familia de Sandra y sus amigas Claudia y Andrea Lancheros crearon en 2013 un jardín en su nombre. Es un monumento vivo para resignificar ese lugar de dolor, resarcir y dignificar la memoria de las niñas que han sido violadas y asesinadas. Además, ha sido una experiencia de sanación para la familia.

Veintisiete años después del crimen de Sandra, Claudia nos conduce al jardín. Cae una ligera lluvia y ella mira al oriente: las montañas están cubiertas de una densa bruma. Es una mañana fría y solitaria de cuarentena por la pandemia. Se acerca a la placa, grabada con el nombre de Sandra Catalina, arroja agua y la limpia con un paño. Acto seguido, toma el azadón y limpia las plantas y la tierra. Ahí, frente al espacio vacío del edificio de la policía, hay siemprevivas, rosas rojas, margaritas punto azul, cayenas, campanitas, amarantos, azaleas.

También se han sembrado arbustos y flores en nombre de otras víctimas. Hay un árbol dedicado a Yuliana Samboní, niña secuestrada, violada, torturada y asesinada por Rafael Uribe Noguera en diciembre de 2016, y otro a los tres niños asesinados por el subteniente del Ejército Raúl Muñoz en Arauca, en octubre de 2010. El jardín ha sido visitado por familiares de otras víctimas, como Rosa Elvira Cely (violada, empalada y asesinada en 2012) y las madres de las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales de Soacha.

“Yo quisiera que Sandra Catalina sea vista como un símbolo de la deuda que tiene el país con la infancia. Este jardín es como una forma de pedirle perdón a la infancia, es un lugar de conciencia para recordar a las víctimas, pero para decirle al país que

nosotros no vamos a olvidar esos crímenes, que la paz del país pasa por respetar la vida y el cuerpo de las niñas y los niños”, dice Claudia Lancheros.

“Catalina era muy especial. El jardín nos ha ayudado muchísimo a transformar esa impotencia, ese dolor, esa rabia, y queremos que mucha gente llegue ahí a reconciliarse con tanto dolor”, menciona con expresión mustia Eliana Guzmán, tía de Sandra.

Claudia cita a Wangari Maathai, la primera mujer africana en ganar el premio Nobel de Paz en 2004: “Debemos ayudar a la tierra a curar sus heridas y de la misma manera, curar nuestras propias heridas”.

Las flores cambiarán de pétalos, se abrirán una y otra vez, las alzará el viento.

Sandra Catalina está viva: como el jardín en su memoria.

Ante la impunidad alrededor de la violencia sexual, la memoria

Por: Adriana Serrano Murcia, del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. 

Por estas fechas, la discusión en redes sociales y medios de comunicación recuerda que desde 2014, cada 25 de mayo, Colombia conmemora el Día de la Dignificación de las Víctimas de Violencia Sexual en el marco del conflicto armado, gracias al valor, la insistencia y lucha de cientos de mujeres que han decidido romper el silencio, silencio que en ningún momento les significó el olvido de lo que les pasó. También por estas fechas, el aislamiento social ha puesto en evidencia una de las violencias más naturalizadas socialmente: la violencia contra las mujeres. Tan sólo en Bogotá la línea púrpura para la atención de violencias de género y violencias sexuales se encuentra desbordada, el ICBF reportaba 1250 niños y niñas en restablecimiento de derechos por distintas violaciones a nivel nacional, y Naciones Unidas hace una advertencia mundial ante el inminente incremento de la violencia sexual ante la cuarentena que impone el riesgo del COVID 19.  

Como sociedad parece que nos hemos acostumbrado a aquellas relaciones de poder desiguales manifestadas en control, discriminación, explotación y violencia sobre la vida y cuerpo de las mujeres. Desafortunadamente, y como correlato de la violencia sexual, muy pocos de esos casos lograrán tener una conclusión efectiva en el sistema de justicia colombiano. Ante esta realidad colectivos de mujeres han buscado estrategias sociales y públicas de sanción a sus perpetradores: el famoso movimiento internacional Me too, la protesta ante los abusos de la policía en la contingencia, las denuncias públicas en redes sociales que por estos días acusan a líderes espirituales de abuso sexual y explotación laboral en distintas regiones de Colombia y América Latina, y las acciones de hecho de colectivos feministas en universidades de todo el país frente a la inoperancia de los protocolos de tratamiento del acoso en la ciudad. 

Si este es el panorama de la cotidianidad, el panorama del conflicto armado colombiano es aún más devastador: aun con el sabido subregistro motivado por el miedo, la culpa, la desinformación y la coerción, la Unidad para la Atención y Reparación a Víctimas reporta más de 30.000 víctimas de violencia sexual en el conflicto armado, más del 90% de ellas son mujeres y cerca del 10% de ellas viven en Bogotá. De acuerdo con el informe “La Guerra inscrita en el cuerpo”, publicado en 2017, la violencia sexual es un acto de dominación, de apropiación de la vida y cuerpo de las mujeres, de objetivación y, como lo plantea Rita Segato, de extensión del domino territorial de los armados. No sobra decir que el avance de los procesos de justicia en estos casos son también mínimos y ningún perpetrador quiere hablar con franqueza de la violencia sexual. Así se completa el ciclo de la violencia: el silenciamiento de las víctimas por la estigmatización que las ronda, las instituciones que no son garantes y los victimarios que saben que no pasará nada. 

Ante tal situación, la memoria emerge como antónimo de la impunidad. La guatemalteca Aura Cumes, investigadora y docente feminista ha planteado que el valiente ejercicio de hacer memoria sobre la violencia sexual remueve las poderosas estructuras de la memoria oficial dominante, que niegan su verdad, y nos recuerda que la memoria oficial tiene límites. Hacer memoria histórica de la violencia sexual implica también reconocer como posicionamiento político fundamental que lo personal es político, que es necesario ponerlo en la esfera de lo público, para despojar al victimario de su poder y su voz, dignificar a las víctimas y exigir a viva voz que nunca más se repita.  

Las víctimas recuerdan en lo público para interpretar lo que les pasó, situar su historia en el contexto de país, para dignificar, cuestionar, denunciar y exigir, para recordar que en la paz y en situaciones extraordinarias como una pandemia no deberían incrementarse los riesgos de las mujeres, ni desbordarse las líneas telefónicas para su apoyo, ni que los niños y niñas no estén protegidos en sus hogares y comunidades. Ante este esfuerzo, valiente, difícil y necesario, a la sociedad le corresponde una única responsabilidad, la de resonar. El inmenso esfuerzo de hablar de las víctimas, de dejar de callar, no nos exige otra cosa que la disposición a la escucha y la transformación. 

Rutas de las memorias en el 9A: relatos en construcción

Rutas de las memorias en el 9A: relatos en construcción es un material pedagógico diseñado en clave de preguntas y búsquedas colectivas de los acontecimientos. No es un documento estático, sino está pensado en movimiento, quiere decir que utilizarán aplicaciones, links y conversarán con otras personas sobre sus formas de interpretar lo que ocurrió y lo que nos está pasando. En principio podrán navegar sobre estos cuatros ejes:  

#OtraVez9DeAbril 

#QuéSabemosDel9DeAbril 

#DíaDeLasVíctimas  

#SomosConstructoresDeMemorias  

Pueden descargar el material, haciendo clic acá 

24 horas por los desaparecidos

En conmemoración del Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, la Alcaldía Mayor de Bogotá, a través de su Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, y Reconciliación Colombia, realizarán una jornada de 24 horas en nombre de las personas afectadas por este delito. La cita será en el Parque Nacional, los días 29 y 30 de agosto, de 12 del mediodía a 12 del mediodía. En este espacio se realizará la lectura de cartas dirigidas a desaparecidos, y se invitará a la ciudadanía a responderlas con el fin de fortalecer la solidaridad, mantener viva la memoria y visibilizar este flagelo. Esta actividad se llevará a cabo de la mano de organizaciones sociales, fundaciones, sector académico, sector privado y entidades públicas.

El proceso inició con un ejercicio colaborativo de escritura de cartas que involucró a familiares de víctimas de desaparición forzada. Se desarrolló un taller de escritura con el colectivo Conexiones Anónimas en el que se produjeron 13 cartas, que fueron distribuidas en diferentes puntos de la ciudad, permitiendo su lectura por parte de diferentes públicos.

Esta iniciativa reunió a los familiares de desaparecidos del Palacio de Justicia, del Ejército Nacional, de ejecuciones extrajudiciales, de secuestrados y excombatientes.

La desaparición forzada se convirtió en un fenómeno que permeó la historia del conflicto interno colombiano. Se han registrado aproximadamente 83.000 casos a lo largo del territorio nacional.

El Día Internacional de las Víctimas de Desaparición Forzada se conmemora el 30 de agosto y busca que la sociedad se solidarice con los familiares de las víctimas de este hecho victimizante, y fue declarado en 2010 por la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Para descargar las cartas, puedes dar click acá: CARTAS 30 DE AGOSTO

 

Conmemoraciones compartidas

Conmemoraciones compartidas

Conmemoraciones compartidas

En la construcción de una agenda conmemorativa que resalte hechos de violencia que se han presentado en la ciudad de Bogotá y que han afectado a múltiples sectores de la sociedad, se ha puesto en marcha una acción denominada conmemoraciones compartidas, las cuales son una apuesta en común concertada con actores, organizaciones o grupos poblacionales que hayan vivido el conflicto armado desde orillas diversas o antagónicas.

Actividades compartidas

Conmemoriaciones compartidasConmemoriaciones compartidas
Semana Internacional del Detenido Desaparecido
Conmemoriaciones compartidas
Exposición - Esto tiene arreglo - cómo y por qué arreglamos las cosas
Memorias del sabor
Memorias del sabor