Un jardín para cuidar la memoria de Dubán

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

El jardín de memoria está ubicado en el costado sur del Portal, el lugar donde empezó la búsqueda de Dubán. Allí está resguardado de las obras de adecuación y construcción del Metro, pero también se integra al espacio donde transcurrieron las movilizaciones y donde Dubán rapeaba con otros jóvenes de la localidad.

La primera semana de cada mes, un grupo de jóvenes y adultos se reúne en un costado del Portal de las Américas, o Portal de la Resistencia, para sembrar, desyerbar, limpiar. Allí, resguardado del tráfico de las avenidas Ciudad de Cali y Villavicencio, se encuentra un jardín de plantas florales, suculentas y árboles pequeños que rodean varias placas de madera con los nombres de Dubán Barros, Jaime Fandiño, Juan David Cuervo, Daniel Zapata, Dylan Barbosa… Todos ellos jóvenes habitantes de Bogotá que fueron asesinados durante el Paro Nacional de 2021.

Este “patrimonio cultural de autogestión y resistencia territorial”, como anuncia la placa principal del jardín, es una iniciativa de memoria impulsada por la familia de Dubán Barros, el joven de 17 años desaparecido forzadamente durante el Paro, el 5 de junio de 2021.

Esa tarde, Dubán salió de su casa rumbo al Portal y no se tuvieron noticias suyas hasta 36 días después. Durante ese tiempo, su mamá emprendió una búsqueda angustiosa que la llevó a recorrer las calles de los barrios cercanos y a preguntar por él en estaciones de policía, hospitales, Unidades de Reacción Inmediata de la Fiscalía, el centro de reclusión de menores de la ciudad y Medicina Legal.

Durante el tiempo que duró la desaparición transitoria de Dubán, organizaciones sociales y de víctimas apoyaron las acciones públicas de denuncia y exigencia de búsqueda urgente. Foto: María Flórez - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

El jardín de memoria está ubicado en el costado sur del Portal, el lugar donde empezó la búsqueda de Dubán. Allí está resguardado de las obras de adecuación y construcción del Metro, pero también se integra al espacio donde transcurrieron las movilizaciones y donde Dubán rapeaba con otros jóvenes de la localidad. Dolores Cecilia Barros, su mamá, cuenta que él era un apasionado del rap y que, aunque ella se enteró después, Dubán participó activamente del Paro. 

Entre abril y junio de 2021, el “Portal de la Resistencia” se convirtió en uno de los escenarios más relevantes de la movilización social en la ciudad. Allí se instaló el Espacio Humanitario Al Calor de la Olla y se realizaron intervenciones artísticas de manera continua, algunas de las cuales derivaron en la apuesta museográfica que inicialmente se conoció como Museo Humanitario del Portal de la Resistencia. Las confrontaciones que allí se desarrollaron, entre la Policía y algunos de los manifestantes, también lo mantuvieron en el centro del cubrimiento periodístico sobre el desarrollo de las movilizaciones en Bogotá.

Como muchos otros jóvenes de las localidades de Kennedy y Bosa, Dubán participó de las actividades del Paro. Algunas veces lo hizo acompañado de la familia de su tío, Rafael Salazar, también comprometida con las movilizaciones. Así recuerda don Rafael ese periodo: “Nosotros, como miembros de esta comunidad, veníamos a las marchas. Dubán venía con mis hijas, con mi esposa. Aquí llegaba y hacía cola para la olla comunitaria. Aquí escampaba con la Guardia Indígena, con los muchachos. Era un miembro activo de la protesta, como lo fuimos todos. Creo que, quien no estuvo aquí en el Portal de la Resistencia durante las protestas, no pertenece a esta localidad. Porque aquí nos encontramos todos, nos llenamos de humo, salimos llorando con los gases lacrimógenos, corrimos, comimos, también sufrimos. Y nos mantenemos aquí”. 

Rafael Salazar, el tío de Dubán, participa activamente en el cuidado del jardín. Foto: María Flórez - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Ese compromiso, explica don Rafael, está estrechamente ligado con su historia familiar. De ascendencia wayuu, la familia de Dubán fue desplazada forzadamente de los departamentos de La Guajira y el Cesar en la primera década del 2000, luego de que uno de sus miembros fuera asesinado por paramilitares. Tras su llegada a Bogotá, la familia se instaló en un barrio de la localidad de Kennedy y tuvo que enfrentar muchas dificultades económicas. La situación, agravada por la pandemia, los motivó a participar de unas protestas que buscaban enfrentar la reforma tributaria anunciada por el gobierno nacional en medio de la pandemia del COVID – 19, que empeoraría la calidad de vida de la población. 

En palabras de don Rafael: “Nosotros llegamos a Bogotá y nos encontramos con los mismos problemas que tenemos allá en nuestro territorio: falta de empleo, educación, vivienda. Es imposible desligarnos de eso. Si tú te sientes miembro de la comunidad, tienes que tener sentido de pertenencia. Entonces nosotros también tenemos que enfrentar los problemas que hay, decirle al Estado: ‘Mire, está pasando esto’. Y por eso actuamos y nos metimos a la protesta social”. 

La imposibilidad de estudiar era uno de esos problemas, tal vez el más urgente para Dubán, que se había visto obligado a dejar sus estudios de bachillerato porque la familia no tenía recursos para contratar un servicio de internet en su casa. En retrospectiva, doña Cecilia piensa que esa fue una de las tantas situaciones que llevó a su hijo a protestar. “Este (el Portal) era un lugar donde Dubán seguramente quería que se sintiera su voz, expresar esas opiniones que él tenía, que digamos que eran sobre la educación, porque cuando no tienes todos los medios… Entonces era lo que él iba a hablar y también iba a escuchar a los otros muchachos”. 

Cecilia Barros, la mamá de Dubán, considera que el jardín es un espacio para hacer memoria de todos los jóvenes asesinados o desaparecidos durante el Paro Nacional. Foto: Joao Agamez - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

El sentido de pertenencia que tenía Dubán con ese espacio es otra de las razones por las que la familia decidió crear allí un lugar de memoria que siguiera funcionando como punto de encuentro, de diálogo. Un espacio en el que doña Cecilia siente la presencia de su hijo y se rodea de los jóvenes que protestaron con él: “Hacer ese jardín es como si él estuviera ahí. Siento que está en todas esas planticas, en esos árboles. Y es como un sitio de reconciliación, en el que se juntan todos esos muchachos para hablar de muchas cosas. Porque los mismos muchachos que estaban en la manifestación van, limpian, podan. Siempre es con la compañía de ellos, con la ayuda de ellos. Entre todos cuidamos ese jardín”. 

Que el lugar sea un jardín también implica que es un espacio vivo que necesita cuidados de manera permanente y que, por tanto, contribuye a mantener los vínculos de trabajo colectivo, comunicación y organización entre la familia de Dubán, sus amigos y otros jóvenes que también participaron del Paro. Algunas de las plantas que han ido llegando al lugar también se han trasladado de a poco al cementerio donde reposa el cuerpo de Dubán, que doña Cecilia visita todos los domingos. 

Tatiana Fernández, acompañante de la familia, cuenta que “la gente empezó a llevar unas suculentas y luego Ceci se las llevó para el cementerio. Entonces, en la tumba de Dubán, en la parte de arriba, Ceci está haciendo su propio jardín, su jardín más íntimo. Y eso es lindo, porque la apuesta pública, política, de visibilización, que es lo que pasa en el Portal, se conecta con una apuesta íntima de sanación, de curación”. 

Jóvenes de las localidades de Kennedy y Bosa acuden todos los meses al jardín para participar de las acciones conmemorativas. Foto: María Flórez - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

La intención de que el lugar de memoria esté vivo también está vinculada a la decisión de disputarle a los victimarios su pretensión de acabar con la vida de las víctimas. Don Rafael reflexiona al respecto: “A esos muchachos los sembraron, prácticamente. La muerte de ellos es como si nos hubiera tocado a todos. ¿Por qué el bosque? Porque ellos fueron semilla, germinaron en cada uno de los muchachos que estaban en la protesta social, en cada uno de esos colectivos que defienden los derechos humanos. Fueron parte de la protesta y, así no estén presentes, nosotros hacemos que sigan vivos, por su lucha, por la forma en que murieron”. 

Por eso, todos los días 5 o 6 de cada mes, la familia y los amigos de Dubán, junto con los jóvenes organizados en colectivos ambientales, de comunicaciones, defensa de los derechos humanos y Primeras Líneas, se reúnen para conmemorar la vida de Dubán. Alrededor del jardín se han realizado eucaristías, velatones, presentaciones artísticas, jornadas de pintura, galerías de la memoria y conversatorios. 

El jardín es también un espacio para exigir justicia y verdad por la muerte de Dubán, por la que la Fiscalía todavía no ha presentado avances significativos en el proceso de investigación. La entidad sostiene la hipótesis de que Dubán se ahogó en el canal de agua donde fue encontrado su cuerpo, canal que estaba ubicado justo al lado del Portal y que actualmente está siendo intervenido como parte de las obras de adecuación del Metro. 

En la investigación judicial por el caso de Dubán aún no se han identificado posibles responsables. Foto: Joao Agamez - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Andrea Torres, abogada de la familia e integrante de la Fundación Nidya Erika Bautista, rebate esa posición: “Ninguna información obtenida durante la investigación ha podido desvirtuar ni probar la hipótesis que nosotros mantenemos: que a Dubán lo cogieron protestando y que, por alguna razón, se ahogó en el río, lo cual no podía ocurrir naturalmente porque era un nadador experto. Tampoco puede pasar desapercibida la situación de contexto, es decir, que la desaparición se da en el marco de las protestas y que ese día hubo una situación grave de intervención violenta de la Fuerza Pública”. El 6 de junio de 2021, cuando las autoridades encontraron el cuerpo de Dubán, en el Portal se realizó una “Jornada de 24 horas sin Esmad”.

Las denuncias por la ocurrencia de graves violaciones a los derechos humanos fueron permanentes durante el Paro Nacional. La situación motivó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a realizar una visita de trabajo en Colombia entre el 8 y el 10 de junio de 2021, durante la cual escuchó el testimonio de algunas de las víctimas, entre ellas doña Cecilia Barros. En su informe de observaciones y recomendaciones, la CIDH señaló como una de sus “principales preocupaciones” las denuncias que recibió por casos de desaparición forzada. Recibió con “extrema preocupación” el hecho de que personas reportadas como desaparecidas hubieran sido encontradas sin vida y recomendó crear una “comisión especial” para dar con el paradero de las personas desaparecidas. 

Mientras transcurren las investigaciones de la Fiscalía por la desaparición de Dubán, la abogada Torres también le solicitó a la Procuraduría que investigara a los funcionarios de Medicina Legal que trabajaron en la identificación. Desde que fue encontrado, el cuerpo sin vida de Dubán permaneció en custodia de Medicina Legal sin que lo identificara adecuadamente. Más aún, doña Cecilia acudió a las instalaciones de la institución para solicitar que le permitieran identificar un cuerpo que había visto en un video de redes sociales y que intuía pertenecía a su hijo, lo cual le fue negado. Más tarde se comprobó que ese cuerpo era el de Dubán. 

Junto al jardín, varios jóvenes pintaron un mural en memoria de Dubán. Foto: Joao Agamez - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Tatiana Fernández, que ha acompañado a doña Cecilia desde el momento en que desapareció su hijo, cuestiona la actuación de las instituciones en este caso. “Pudieron haber ahorrado el dolor de la búsqueda y no lo hicieron. Es una acción con daño. Las instituciones dicen que no se pudo haber evitado la muerte, eso no lo sabemos, pero lo que sí sabemos es que pudieron haber evitado el dolor de la familia y la tuvieron en agonía durante 35 días”. Para Tatiana, la tardía respuesta institucional “es una cosa muy cruel con Ceci, con su dolor, con su búsqueda”. 

Este 11 de julio se conmemora un año desde que el cuerpo de Dubán fue identificado. Al tiempo que espera los resultados de las investigaciones, la familia insiste en que seguirá, mes a mes, cuidando el jardín para mantenerlo vivo a él y a otros jóvenes que fueron asesinados durante las jornadas de movilización. 

Jorge Enrique Useche: memoria y verdad de la comunidad universitaria

Por Fernanda Espinosa, equipo Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

Hace 57 años fue asesinado en el centro de Bogotá el joven Jorge Enrique Useche, en el marco de las movilizaciones estudiantiles de mayo de 1965. En primera instancia, la década de 1960 puede verse como una época alejada de nuestro presente. Sin embargo, desde la memoria de lo ocurrido podemos pensar el presente que vivimos y las búsquedas de esclarecimiento y verdad que hoy se adelantan en el país.

Las movilizaciones de 1965

1965 fue un año agitado. Las centrales obreras lanzan una convocatoria a un paro laboral en enero, que hacía eco a la marcha de estudiantes realizada en julio de 1964, en el ambiente había una fuerte agitación estudiantil y demandas del movimiento obrero. Ante el llamado a paro y percibiendo el descontento social, el gobierno de Guillermo León Valencia expidió el Decreto 2351 de 1965 que implicó una mejoría en las condiciones laborales, con la prohibición de despidos sin causa justa, así como con la ampliación de la convocatoria de los tribunales de arbitramiento a solicitud de los trabajadores. A pesar de estos decretos, el descontento social continuaba.

Era un año de crisis económica, y el gobierno intentaba negociar un paquete crediticio con la banca multilateral. En tres ocasiones en el mismo año fue remplazado el ministro de

Hacienda, que logró finalmente un acuerdo parcial con el Banco Mundial. Algunos de los titulares de la época eran precisamente sobre el aumento del desempleo en el país. Fue también un año de fuerte represión militar, con la continuidad de la operación contra las autodefensas campesinas en Marquetalia en febrero y la ocupación militar de la región de El Pato en marzo. Parte de los factores que dieron origen a la guerrilla de las FARC un año después.

En el marco de esta agitación social, se veía el preludio de las elecciones presidenciales de 1966. Se auguraba el debilitamiento del Frente Nacional y la posibilidad de crecer de otras fuerzas políticas distintas al bipartidismo. Aunque sí hubo una votación importante por el candidato de la Alianza Nacional Popular (ANAPO), José Jaramillo Giraldo, que obtuvo el 28% de la votación, fue electo el candidato frentenacionalista Carlos Lleras Restrepo del Partido Liberal.

Como se señala en el libro Idas y venidas, vueltas y revueltas: Protestas sociales en Colombia de Mauricio Archila Neira, “en el segundo semestre (de 1965) hubo de nuevo presencia cívica y laboral. En septiembre y octubre se vivió una oleada de paros nacionales de jueces, maestros, empleados de Telecom, portuarios, Ministerio de Hacienda, Avianca y Croydon. En noviembre se daría la primera huelga en Acerías Paz del Río. A fines de octubre había ocurrido un confuso paro de transportes”.

En este ambiente de inconformidad social, los estudiantes convocan también a jornadas de movilización. La movilización estudiantil venía en ascenso, marcada por la marcha de estudiantes de la Universidad Industrial de Santander (UIS) desde Bucaramanga a Bogotá, realizada en julio de 1964. En mayo de 1965 los estudiantes convocan una movilización rechazando la intervención de Estados Unidos en República Dominicana y en pro de la autonomía universitaria. La Federación Universitaria Nacional (FUN) convoca a un paro nacional estudiantil, que tuvo especial repercusión en la Universidad de Antioquia.

En memoria de Jorge Enrique Useche

Jorge Enrique Useche era un joven estudiante de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, de tan solo 21 años, proveniente de Cúcuta, había llegado a Bogotá a vivir a las residencias universitarias 10 de mayo de la Universidad Nacional. El 20 de mayo una de las marchas estudiantiles se concentró precisamente en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en la calle 23 con carrera quinta. Los y las jóvenes se dirigieron hacia la carrera séptima. A pocas cuadras, sobre la séptima, inició la confrontación entre estudiantes y policías, varios estudiantes resultaron heridos, algunos de gravedad. Useche fue llevado al hospital San Juan de Dios. En la prensa de la época también aparece la noticia de la hospitalización del estudiante de derecho de la Universidad Libre Mario Flórez Moreno. La noche del 21 de mayo a las 10:40 de la noche en el hospital San Juan de Dios falleció Jorge Useche por la contundencia de los golpes recibidos. La noticia de El Tiempo del 22 de mayo de 1965 señaló: ”Useche estuvo permanentemente atendido por especialistas, que realizaron desesperados esfuerzos para conservarle la vida. El estudiante no presentaba fracturas, y se considera que un fuerte golpe pudo haberle ocasionado un derrame interno que a la postre le causó la muerte”.

La noticia se conoció rápidamente entre los estudiantes  y “como medida de precaución” el gobierno nacional encomendó la vigilancia del hospital a la policía militar. El ministro de educación, Pedro Gómez Valderrama, hizo la siguiente declaración a la prensa después de conocer la noticia de la muerte del estudiante:

“Quiero expresar, en nombre del gobierno nacional, el profundo sentimiento que nos embarga por la muerte del estudiante Jorge Enrique Useche, como resultado de los graves incidentes ocurridos el pasado jueves. El gobierno comparte el dolor que embarga a sus familiares, y a los miembros de la universidad de Bogotá, Jorge Tadeo Lozano. Deseo igualmente manifestar que la necesaria investigación ha sido iniciada, y que en ella se agotarán todos los recursos para establecer las sanciones y responsabilidades correspondientes , así como las que se deriven de los hechos ocurridos en los pasados días que tienen considerable gravedad, ya que ellos han resultado heridos y lesionados, estudiantes y miembros de las fuerzas de policía, que actuaban para restablecer el orden.” Sin embargo dicha investigación muy poco avanzó. 

El informe emitido por el director general de la policía, el coronel Bernardo Camacho Leyva, sobre los hechos ocurridos ese 20 de mayo, lamentaba “los excesos” en que pudieron incurrir “algunas” de las unidades bajo su mando, y resaltaba que también fueron heridos agentes de la fuerza pública: “Resultaron con heridas contundentes tres oficiales, tres suboficiales y sesenta y un agentes, de los cuales el agente Nova Jinete Remberto resultó con fractura completa del húmero derecho con cuatro meses de incapacidad y se encuentra hospitalizado en la Clínica de la Policía Nacional”. Además, reportaba tres estudiantes heridos en los hechos. 

El padre del joven Useche pidió al rector de la universidad y al gobierno nacional que el cadáver de su hijo fuera enviado a Cúcuta. Fue trasladado desde Bogotá en las primeras horas de la mañana del 22 de mayo a bordo de un avión militar. En la residencia de sus padres fue velado hasta las 4 de la tarde. El sepelio de Jorge Useche en Cúcuta fue solemne y concurrido. Las honras fúnebres tuvieron lugar en el templo del Perpetuo Socorro y a ellas invitaron el gobernador del departamento, las directivas universitarias, los estudiantes, la Confederación Obrera de Cúcuta y varios familiares y amigos de la familia Useche. Al anochecer Useche recibió sepultura en el cementerio católico de Cúcuta. (El Tiempo, 23 de mayo 1965, p 23)

En Bogotá hubo importantes actos en su memoria ese mismo 22 de mayo de 1965. Una gran peregrinación en silencio encabezada por el rector de la Universidad Nacional, José Félix Patiño y el rector de la Jorge Tadeo Lozano, Fabio Lozano y Lozano. Participaron delegaciones de todas las universidades de la ciudad, de la Asociación Colombiana de Universidades, los rectores, decanos y comisiones especiales de la Nacional, Externado, Libre, Distrital, América, Los Andes y El Rosario. La peregrinación fue hacia el Cementerio Central, donde los estudiantes de la Tadeo levantaron frente a la puerta de la capilla interior un catafalco, con un ataúd de cedro.

Además, ese mismo día hubo un homenaje encabezado por el sacerdote Camilo Torres en la Ciudad Universitaria, que al culminar inició una gran marcha del silencio que cubrió siete cuadras. Esta silenciosa marcha también se dirigió al Cementerio Central donde hizo uso de la palabra en un sentido homenaje Eduardo Umaña Luna, destacado abogado y sociólogo. Posteriormente, los estudiantes se dirigieron al interior del Cementerio, donde depositaron una ofrenda floral y, dirigidos por el sacerdote Camilo Torres, rezaron por el alma del estudiante fallecido.  Por otro lado, un grupo de más de 50 estudiantes marcharon de la Ciudad Universitaria al aeropuerto con el fin de rendirle un homenaje. En estas movilizaciones fueron detenidos varios de ellos .El Consejo Superior Universitario, la Rectoría y el Consejo Académico de la Universidad Nacional de Colombia, que se reunieron extraordinariamente, dejaron “constancia de profundo pesar por el deceso del estudiante. Al registrar la dolorosa noticia, los organismos superiores de la Universidad Nacional han acordado hacer una convocatoria a la conciencia universitaria de Colombia”. También la Universidad Javeriana se pronunció: “como muestra de la solidaridad que debe existir entre las universidades colombianas”, entregó una donación económica a la familia Useche. 

El mismo 21 de mayo de 1965 el gabinete ministerial fue convocado por el Presidente para examinar la situación del país por las huelgas estudiantiles. De esta reunión extraordinaria se emitió la declaratoria de estado de sitio, aduciendo precisamente la agitación estudiantil que se vivía y razones económicas. La medida incluyó el toque de queda en algunas ciudades, el cierre de algunas de las universidades públicas y llevó incluso a consejo verbal de guerra a dirigentes estudiantiles.

Sin embargo, la movilización estudiantil continuó y se unieron nuevas universidades tras la indignación por la muerte de Useche. Las exigencias de la FUN el 24 de mayo de 1965 eran: inmediato retiro del rector de la Universidad de Antioquia, Ignacio Vélez Escobar; castigo a los asesinos de Useche, respeto a la autonomía universitaria, sanción por el allanamiento a la Universidad de Antioquia, aplicación de la tarifa diferencial del transporte para los estudiantes, no envío de tropas militares colombianas a Santo Domingo y lucha contra el estado de sitio. ( Voz Proletaria, 3 de junio de 1965, p 1

Fotografía de Castro Gaitán del archivo del periódico El Tiempo, 23 de mayo de 1965, primera plana.
Fotografía: placa en el hall principal de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Archivo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

En la actualidad, una placa en el hall principal de la Universidad Jorge Tadeo Lozano marca este lugar de memoria dedicado a Jorge Enrique Useche, en la cual se lee: “Como símbolo doloroso y antema inextinguible contra la violencia desatentada y ciega”. En la Cartografía Bogotá Ciudad Memoria desarrollada por el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación aparece marcado el lugar de memoria de los hechos ocurridos en pleno centro de la ciudad. Su presencia en la cartografía nos permite hacer la conexión con otros hechos que marcan la memoria de las resistencias y luchas por la memoria del movimiento estudiantil, como la masacre del 8 y 9 de junio de 1954 o los hechos del 16 de mayo de 1984, que también se conmemoran en la Semana de la Memoria Universitaria.

Conflicto en el campus, la búsqueda de verdad

Recientemente, se han producido distintos informes entregados a la Comisión de la Verdad, que han destacado el alto impacto que tuvo el conflicto armado en las universidades del país. El informe “Memorias de la Universidad Nacional en el Conflicto Armado (1958-2018)”, coordinado por Mauricio Archila, presenta los acontecimientos del asesinato de Jorge Useche como uno de los casos emblemáticos, que fueron seleccionados “con el fin de elaborar patrones de victimización y así tratar de entender las dinámicas y lógicas del conflicto armado en Colombia, especialmente para el mundo universitario.”

Además del informe escrito, la Universidad Nacional ha consolidado y puesto a disposición una línea del tiempo, una cartografía de la memoria del campus y unas bases de datos, consultables acá. Este es un esfuerzo por consolidar un relato histórico sobre cómo el conflicto armado impactó a estudiantes, profesores y administrativos y a toda la vida universitaria entre 1958-2018. Como se puede leer en su portal, “se alimenta de la convicción de que es importante aportar a la reconstrucción conjunta de lo ocurrido a partir de las reflexiones sobre nuestros propios espacios de vida para no repetir en el país episodios como los aquí abordados”.

Sobre las universidades del Caribe se presentó el informe “Conflicto en el campus: una generación que no aprendió a rendirse”, realizado por los comités de investigación de las universidades de Cartagena, Atlántico, Sucre, Magdalena, Córdoba, Popular del Cesar y el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ). En él se destaca el asesinato de 20 estudiantes y trabajadores en la Universidad del Atlántico y el control e impacto paramilitar en la Universidad de Córdoba, dando cuenta de las afectaciones al movimiento estudiantil y al proyecto de vida de los líderes estudiantiles.

Asimismo, la Mesa por la Paz de la Universidad Pontificia Bolivariana presentó el informe “Universidad, verdad y conflicto armado” ante la Comisión de la Verdad, donde se identifican los hechos del conflicto en el departamento de Santander y sus impactos en las universidades de la región.

Sobre la Universidad de Antioquia la Comisión de la Verdad recibió dos informes: “La violencia política y el conflicto armado en la Universidad de Antioquia 1958-2016: Aportes a la memoria y esclarecimiento de sus impactos y relaciones”, por la Unidad Especial de Paz, y la línea de tiempo “50 años de Violencia y resistencia en la Universidad de Antioquia” del proyecto Hacemos Memoria, que aportan a la comprensión sobre las dinámicas y afectaciones del conflicto armado colombiano en su interior entre 1958 y 2018.

En los últimos años se produjeron al menos 18 informes entregados por 11 instituciones educativas a la Comisión de la Verdad. Con estos informes se espera el esclarecimiento de los impactos del conflicto sobre las universidades y comunidad universitaria para que no vuelvan a ocurrir. Recordar casi sesenta años después a Jorge Useche nos permite pensar el presente de la movilización por la memoria y la búsqueda de verdad sobre los impactos del conflicto en los proyectos de vida de líderes estudiantiles y en la comunidad universitaria.

¿En qué va la lucha por la memoria y la justicia de las víctimas del 9S?

Por María Flórez y Fernanda Espinosa, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

No se olvidan los rostros y los nombres de las personas asesinadas el 9 y el 10 de septiembre de 2020 en Bogotá y en Soacha, durante las protestas motivadas por el asesinato de Javier Ordóñez. Las banderas de su memoria están presentes donde quiera que van sus amigos y familiares, que durante el año transcurrido desde entonces se han empeñado en tejer lazos de solidaridad contra el silencio, la impunidad y la estigmatización. 

El espacio público urbano ha sido un lugar privilegiado de estas luchas, que se han desarrollado en las localidades donde ocurrieron los asesinatos. Velatones, murales, discursos, siembras, conciertos, conversatorios, jornadas de estampado de camisetas y rutas de la memoria han ocupado estos barrios durante los 9 de cada mes, cuando las familias se reúnen para seguir incorporando los nombres y las historias de las víctimas a la memoria colectiva.  

El barrio Verbenal, donde fueron asesinados tres de los jóvenes, se ha convertido en un punto muy importante de la movilización por la memoria, gracias al temprano proceso de articulación que emprendieron las familias y los jóvenes artistas del sector, que hoy integran la Mesa de Diálogo de Verbenal. Buena parte de las acciones se han desarrollado en el parque que está ubicado en diagonal al CAI del barrio, que los vecinos conocen como el Parque de la Policía y que las víctimas han rebautizado como Parque de la Resistencia.  

Mayra Páez, esposa de Jaider Fonseca, uno de los tres jóvenes asesinados en el sector, se ha convertido en un referente de la lucha de las víctimas de estos hechos. Sus palabras resuenan en todos los espacios, a donde lleva en brazos al pequeño hijo de ambos. 

Ella explica que “el proceso de apropiación y recuperación del territorio ha sido una pelea muy dura de llevar. Hemos decidido llamar así el parque porque es el lugar en el que mueren nuestros tres chicos y nos dejan más de 15 heridos. Es el lugar donde seguimos alzando la voz”. El 9 de marzo pasado, las familias instalaron allí un pequeño monumento compuesto por tres materas con los rostros de las víctimas, en una jornada en la que se presentaron jóvenes raperos de la localidad y se encendieron velas frente a un mural itinerante que lleva los rostros de Jaider, Cristián Hernández y Andrés Rodríguez.   

El mural en memoria de Julián González fue pintado en diciembre de 2020. Foto: Cortesía de Iván Grimaldo

Inspirados en ese proceso, los amigos de Julián González Fory empezaron a organizarse en la localidad de Kennedy, donde él fue asesinado. En una esquina de alto tránsito del barrio Renania Urapanes pintaron un mural con su rostro acompañado de unas congas, el instrumento que varios de ellos estaban tocando el 9 de septiembre, cuando protestaban por el asesinato de Ordoñez en inmediaciones del CAI de Timiza. El mural se convirtió en el punto de encuentro de cada 9, donde ellos y ellas se reúnen a conversar, escuchar música y recordar a Julián. 

Iván Grimaldo, amigo cercano de Julián, reflexiona al respecto: “Hacer memoria de nuestro amigo es poder llevar a cabo muchos proyectos que teníamos con él, que nos marcó mucho. No he escuchado a una persona muy cercana que diga que Julián no fue importante o que nunca recibió un consejo o algo de él. No queremos dejar perder ese bonito legado que él nos dejó: queremos llevarlo a donde vayamos, en nuestros pensamientos, en nuestras oraciones, en los viajes”. 

Los amigos de Julián se apoyan en la gráfica para hacer memoria. Mediante la serigrafía, los telones y los stickers buscan mantener viva su imagen, a partir de la cual generan diálogos  con los vecinos de la zona. Entre sus proyectos se encuentra bautizar con el nombre de Julián un parque ubicado cerca del conjunto residencial donde él vivía, con el objetivo de que “se vuelva un punto de encuentro y de transformación”.  

En las acciones por la memoria también es común encontrar a doña Nury Rojas, la mamá de Angie Paola Baquero, asesinada en cercanías del CAI La Gaitana, en la localidad de Suba. Doña Nury llega siempre puntual, vestida con una camiseta blanca en la que está estampada una foto de Angie. Ella ha llevado el nombre de su hija a Verbenal, Suba, El Restrepo, la Plaza de Bolívar, el Concejo de Bogotá y, como dice ella, a donde la inviten, aunque la hayan amenazado y atemorizado en su propia casa.  

Para doña Nury, la memoria es fundamental: “El acto de memoria que se hace en el recorrido del año de muerta, y que seguiré haciendo como mamá de ella, para mí es un alivio: es un alivio que no la olviden, que no sea una cifra más de tantos muertos y desaparecidos. Yo haré memoria de mi hija y acompañaré a la gente que quiera hacer memoria de ella hasta que Dios me tenga acá y me dé el último aliento de vida”.  

En marzo, familiares de víctimas de agentes del Estado y colectivos de la localidad de Suba realizaron una jornada cultural en memoria de Germán Puentes. En el Salón Comunal del barrio Aures pintaron su rostro y los nombres de las demás personas asesinadas en septiembre de 2020. Foto: María Flórez – Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En Suba también fueron asesinados Germán Puentes, Julieth Ramírez y Fredy Mahecha, en los CAI de El Rincón, La Gaitana y Aures II. Jóvenes de procesos comunitarios de la localidad que le apuestan a la educación popular, la defensa del medio ambiente y de los derechos humanos han impulsado acciones de memoria, entre las que se encuentran murales, círculos de la palabra, galerías y conciertos. En el pasado Paro Nacional renombraron algunas calles de los barrios de la localidad durante una ruta por la memoria que salió desde el Portal de Suba de Transmilenio y pasó por algunos CAI de la zona.  

Andrés Quiroga, integrante del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), ha participado en varias de estas acciones, en las que las exigencias de justicia son permanentes. Desde su perspectiva, es fundamental tener presentes en la memoria a las personas que fueron heridas y torturadas en septiembre del año pasado: “Ellos y ellas también son víctimas: vivieron el miedo, la represión, vivieron violencia. Entender cómo vivimos una violencia colectiva por ser jóvenes nos ha llevado a reflexionar sobre la necesidad de la defensa de los derechos humanos acá en Colombia, desde los enfoques políticos que cada uno pueda tener y desde sus estrategias de procesos de resistencia”.  

Sobre la memoria de las y los jóvenes asesinados, Mayra reitera: “Queremos que todo el mundo sepa quiénes eran. Hacemos memoria porque es importante que la gente sepa que, a pesar de que no están con vida, dentro de nuestros corazones seguirán viviendo y seguirá creciendo ese amor que sentimos hacia ellos. Jamás van a poder callar nuestra voz, jamás lograrán apagar esa luz que tenían y proyectaban ellos. También queremos que limpien sus nombres. Es una lucha por la digna rabia, por la dignidad”.  

La búsqueda de justicia 

Las acciones de memoria están acompañadas de una demanda de justicia. En este año el avance judicial de estos casos ha sido mínimo. Alejandra Garzón, abogada de Dh Colombia, quien lleva los casos de 10 personas lesionadas por arma de fuego y tres víctimas mortales, señaló: “El avance en todos estos casos, sobre todo en los de lesionados y de las personas que no les encontraron  proyectil  es mínimo, en tanto la Fiscalía solamente investigó y llevó audiencia de imputación y acusación a aquellos patrulleros que dispararon y en donde la víctima tuvo el proyectil en su cuerpo”. El estado de los casos está relacionado con el cotejo balístico, una paradoja para la búsqueda de justicia de las familias.  

El reconocido defensor de derechos humanos Alirio Uribe, abogado de tres víctimas mortales del 9 de septiembre, afirmó que “los policías ocultan las pruebas, la Fiscalía no avanza suficientemente en las investigaciones, los policías se cubren unos con otros y eso es lo que ayuda a propiciar la impunidad. En el caso del CAI en Ciudad Verde (Soacha) es claro que por la noche  limpiaron, lavaron, recogieron todo, para borrar las evidencias de lo que había ocurrido esa noche con los tres muertos”. Uribe destaca que de los tres casos que él acompaña solamente avanzó el de Anthony Estrada, quien recibió “un solo tiro mortal y la bala quedó en el húmero”. En este caso hay un policía en juicio con medida de aseguramiento, en detención domiciliaria.   

En diciembre de 2020, familiares de víctimas de abuso y brutalidad policial realizaron un acto simbólico en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, que incluyó la siembra de un árbol en memoria de las víctimas. Foto: Miguel Ariza - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Una bala directo al corazón fue la que recibió Julieth Ramírez esa trágica noche en el CAI La Gaitana. Un único tiro que le atravesó el corazón y la mató. El abogado Uribe, representante del caso, señaló que “en ese CAI dispararon por lo menos 11 policías, incluso un policía disparó más de 30 tiros. El caso está en indagación preliminar, se han hecho muchas pruebas, se hizo una reconstrucción de escena. Pero no se ha logrado individualizar al responsable, a pesar de que existen videos. Hace falta que se haga un estudio más serio por parte de la Fiscalía, para cruzar todos esos videos y toda la información. Lo concreto es que el caso sigue en la impunidad”.    

En el caso de Cristian Hurtado no se tiene la bala, “pero está claro que fue la policía”,  explica Uribe, quien también representa este caso. La Fiscalía no ha avanzado en una investigación que permita individualizar al responsable. 

Angie Baquero recibió un disparo en cercanías al CAI de Aures. Alejandra Garzón, abogada del caso, señala que “se imputó y se acusó al patrullero Jorge Andrés Laso Valencia por el delito de homicidio en modalidad de dolo eventual, él actualmente tiene una medida de aseguramiento, no privativa de la libertad”. 

Jaider Fonseca, joven asesinado frente al CAI de Verbenal, tenía en su cuerpo dos proyectiles aptos para cotejo. “Este cotejo arrojó como resultado que los proyectiles corresponden al arma de dotación oficial del patrullero John Antonio Gutiérrez, que fue imputado por el delito de homicidio en modalidad de dolo eventual. Ese homicidio era con dolo, no dolo eventual, porque Jaider recibió cuatro impactos de proyectil”, explica Alejandra Garzón. El 10 de septiembre será la próxima audiencia preparatoria y de solicitud de medida de aseguramiento en este proceso.   

Si bien en algunos casos hay pequeños avances, poco se ha adelantado en la búsqueda de máximos responsables. Identificar a quienes dieron las órdenes de disparar sería clave, de acuerdo con las víctimas y las y los abogados. La Fiscalía, hasta ahora, no ha realizado investigación de contexto para determinar la responsabilidad de los altos mandos. La abogada Garzón señala que “tienen la obligación jurídica constitucional de seguir investigando hasta determinar quiénes fueron los que dieron la orden y qué tipo de coparticipación criminal existió”.  

Familiares como doña Nury Rojas han recibido amenazas y hostigamientos por exigir justicia por estos crímenes. Foto: Miguel Ariza - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

A la luz de la legislación internacional, el Estado Colombiano está obligado a investigar graves violaciones a los Derechos Humanos. Sin embargo, “doce meses después, ninguno de los policías a los que hasta ahora está adelantándose audiencia ha sido destituido y, peor aún, no existen investigaciones reales de los altos mandos”, afirmó Garzón. 

Además de que se les está negado el derecho a la justicia a los familiares, tampoco existen garantías para la no repetición. Actualmente varias familias han denunciado que han sido amenazadas y hostigadas en repetidas ocasiones y tampoco se han realizado investigaciones sobre estas amenazas. Como narra Nury Rojas, madre de Angie Paola Baquero: “Llevamos un año de lucha, pero al fin y al cabo el autor de la muerte de mi hija sigue trabajando. Mientras a mí, como mamá de ella, me quitaron el derecho al trabajo, porque estoy siendo amenazada por exigir justicia y verdad. Ya me llegaron dos panfletos a la casa amenazándome de muerte, me rompieron los vidrios de la casa. Entonces yo digo que en este país, para uno exigir justicia y verdad por un ser humano, tiene que uno tener plata o ser una persona reconocida, porque uno por ser humilde no merece que su hija tenga la acción de justicia”.  

Los hechos de abuso policial sucedidos en septiembre de 2020 muestran las grandes dificultades que existen para un verdadero acceso a la justicia para las víctimas de abuso y brutalidad policial. También reflejan la pertinencia del debate  que han planteado las víctimas frente a una reforma estructural de la Policía. Ante el hecho indubitable de que policías dispararon, las víctimas y sus abogados señalan que existe un “espíritu de cuerpo” que se superpone a las garantías de  derechos humanos. 

Las familias seguirán conmemorando las vidas de sus hijos e hijas. El 11 y el 12 de septiembre se encontrarán en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación en el Encuentro de Víctimas contra la Violencia Policial, donde habrá jornada de pintura de retratos, concierto, velatón, una obra de teatro, un taller y un conversatorio. Algunos relatos y reflexiones sobre estos casos se podrán encontrar en  la serie documental “No fueron balas perdidas”, que el Centro lanzará este 9 de septiembre. Capítulo a capítulo, la serie narra las historias de las víctimas desde la voz testimonial directa de los familiares. Esta producción podrá ser vista en Youtube.  

Tras las memorias de Patricio

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación y Rodrigo Torrejano Jiménez, investigador de Archivos del Búho y Corporación de Estudios Sociales y Culturales de la Memoria 

Fue en medio de una fiesta familiar de los Silva, cuando Ricker, ya cercano a los 40 años, por fin hizo la pregunta que lo intrigaba desde niño: “¿Por qué ustedes, cuando hablan de sus historias, nunca cuentan anécdotas de Patricio? A mí sí me gustaría conocer a mi tío, y me gustaría grabar”. Ricker sacó su celular y empezó a registrar la primera conversación sobre Patricio Silva Ruales que tenía su familia en más de 40 años. Eran los primeros recuerdos que se contaban públicamente sobre “el tío Pato”. 

La búsqueda de respuestas llevaba muchos años. Empezó en la cocina del apartamento donde Ricker vivía de niño con su familia. Allí, su mamá le contó cómo había conocido a su papá, Raimundo Silva: Se presentaron en la Universidad Libre de Bogotá, sobre el cuerpo sin vida de su tío Patricio, un joven estudiante de la Universidad Nacional (UN) que acababa de ser asesinado por un agente de la policía militar. Ocurrió a finales de mayo de 1978.

En ese entonces, la mamá de Ricker era una estudiante universitaria que llegaba a la Libre para corroborar la noticia del asesinato de su amigo Patricio. Su papá era un joven empleado bancario que hacía gestiones para que la Policía le permitiera enterrar a su hermano. Era un momento de alta tensión, porque grupos de estudiantes se habían atrincherado en la Libre y habían retenido al Rector para impedir que la Policía se llevara el cuerpo sin vida de Patricio, que ellos mismos habían trasladado desde el hospital hasta la Universidad. Las fotos de la prensa de la época muestran las afueras de la Libre como un auténtico campo de batalla. 

Aparte de la historia que le contó su mamá, Ricker no había escuchado a nadie más de su familia hablar sobre el tema, aunque todos seguían recordando silenciosamente a su tío. El dolor había impuesto un pesado silencio sobre la vida y la muerte de Patricio, que continuó alimentando sus preguntas: “Yo sentía una curiosidad por mi tío, como que mi tío tenía que ser alguien muy chévere; estudiaba en la Nacional, se preocupaba por el país, lo terminaron matando. Yo creo que esa necesidad de conocerlo era porque nadie nunca hablaba de mi tío y, además, yo pensaba que era alguien del que todos deberíamos estar hablando: de mi tío Patricio, el que mató la policía militar en la Nacional”. 

Ricker empezó entonces a buscar otras voces que lo ayudaran a conocer a su tío. Buscó su nombre en Google, donde encontró un corto y descarnado texto sobre el asesinato. También encontró un fragmento de un libro en el que el personaje de un estudiante mencionaba en su discurso a “Patricio Silva”. En Twitter, les preguntó a los usuarios que habían mencionado ese nombre si conocían a su tío, el joven estudiante de Química Farmacéutica asesinado en la Nacional en mayo del 78. Pero nadie le daba razón. 

El día del asesinato de Patricio resultó herido el también estudiante Efraín Gutiérrez. Imagen: El Bogotano, 31 de mayo de 1978

Entonces, después de una pausa en la búsqueda, empezó a contactar personas que podrían responder una pregunta importante sobre la vida de Patricio: si él había militado en alguna organización política o estudiantil. En la memoria de su madre habitaba una escena del sepelio que no se ha podido corroborar por otros medios, que apunta a que Patricio era parte de una de las más relevantes organizaciones políticas de la época, algo de lo que el resto de la familia no tiene noticia. 

A finales de 2016, en una de las marchas en respaldo al proceso de paz, Ricker consiguió hablarle a un dirigente de izquierda para preguntarle si conocía a su tío. También contactó, sin resultados, a una reconocida investigadora de la flora y la fauna de la Amazonía, que había sido amiga de su tío y de su mamá. Tiempo después le escribió a un analista del conflicto, que le prometió contactarlo con militantes de esa organización de finales de los 70: “Nos vimos en uno de esos restaurantes típicos, viejísimos, del centro, y hablamos. Quedamos en una cosa que nunca pasó, y es que, si en algún momento se reunía gente de esa época, él me invitaba. Pero me dijo: ‘Sobre todo, tienes que escribir esa historia’”. 

Pero a Ricker no se le da fácil escribir, y la inquietud por su tío le seguía rondando la cabeza. Las preguntas empezaron a resolverse esa noche de la fiesta familiar, cuando se contaron en voz alta algunos recuerdos de la infancia y la adolescencia de Patricio, que tenía solo 19 años cuando fue asesinado. Esas primeras palabras empezaron a alimentar un proyecto que Ricker tenía en mente y que le comunicó esa misma noche a su familia: quería producir un pódcast sobre la historia de su tío, junto a la productora La No Ficción. 

El pódcast, que se titula “El amor después de Patricio” (2020) y que puede escucharse aquí, cuenta en detalle la contienda que libraron estudiantes y policías por el cuerpo de Patricio, los esfuerzos por realizar el entierro, la impunidad en que se encuentra el caso y los impactos que el crimen causó en la familia. Entre ellos, que un sobrino fuera bautizado Patricio Javier y que los papás de Ricker se hubieran conocido en las condiciones en que lo hicieron. 

La producción del pódcast le permitió a Ricker hablar por primera vez con su padre sobre lo que había pasado con su tío y escuchar relatos familiares que habían permanecido en la penumbra, algunos de los cuales no alcanzaron a incorporarse en el pódcast. Entre ellos, este que le contó su tía Geraldine, que era solo una niña cuando mataron a su hermano: “Ella cuenta que hasta que cumplió 15 años estuvo todo el tiempo esperando que él volviera. Porque ella escuchaba en noticias que a los estudiantes los desaparecían y que no se sabía dónde estaban. Y ella no estuvo en el entierro, nunca vio a mi tío muerto… Muchos años después, asimiló que le habían matado a su hermano”. 

El proceso le permitió a Ricker, un sobrino no siempre presente, comprender a su familia paterna y abrir un espacio de conversación: “Fue algo terapéutico, realmente. Yo creo que ellos necesitaban contar la historia, necesitaban decir que les dolió, necesitaban esa oportunidad. Y a mí eso me sirvió para conocerlos, para entender muchas cosas”. 

En el proceso de grabación del pódcast participaron varios integrantes de la familia Silva Ruales. Foto: Cortesía de Ricker Silva

A la par del camino avanzado por Ricker, Geraldine se reencontró con la historia de su hermano en 2019, durante la Semana de la Memoria Universitaria de la UN, convocada por Archivos del Búho. El 9 de mayo de ese año se realizó un homenaje al también estudiante Jesús “Chucho” León mediante un recorrido de memoria que inició en la animita del estudiante Hugo López Barrera, en inmediaciones de la entrada de la calle 26; se dirigió hacia el monumento la Amérika, en el jardín de Freud; y continuó su marcha hacia el edificio de Física, Estadística y Matemáticas, a una placa instalada muchos años atrás en homenaje a Patricio. 

Allí estaba programada una reflexión sobre lo ocurrido el 16 de mayo de 1984 en la Universidad, en voz de una de sus sobrevivientes: Patricia Jiménez. El relato prosiguió a un poema de “Chucho” Peña. Cuando se mencionó el nombre de Patricio, Luis Higuera, que estudió ingeniería en la UN a finales de los 70, relató lo ocurrido en ese lugar el 30 de mayo de 1978: “Yo estuve aquí el día en que mataron al compañero, estaba tomando clases y vi cómo la policía lo asesinó”. La historia continuó su marcha y se convirtió en un texto transcrito de afán y enviado mediante una cadena de WhatsApp por uno de los asistentes, que llegó a manos de Geraldine. 

El 16 de mayo de 2019, el relato de Luis Higuera se repetiría en el auditorio Camilo Torres del edificio de Sociología para ser escuchado en vivo y en directo por Geraldine, quien se acercó ese día a buscar a las personas que seguían recordando a su hermano. Allí inició un proceso de relacionamiento entre Archivos del Búho y la familia de Patricio. El caso fue incluido en la Cartografía de la Memoria del Movimiento Estudiantil. 

Mayo del 78 en contexto 

Los Silva son una familia ipialeña que, entre 1969 y 1977, se fue asentando de a pocos en Bogotá. Detrás de Raimundo, el hermano mayor que llegó a la ciudad para empezar sus estudios universitarios, fueron llegando los demás.  

Noticia sobre el caso publicada por el semanario Voz, en junio de 1978.

Patricio, el tercero de los hijos, fue de los últimos en viajar. Raimundo y Geraldine recuerdan que era guapo, carismático y tierno. Tenía el cabello claro, ondulado, y le gustaba estar a la moda. También era muy unido a su familia, como cuenta Geraldine: “Era todo lindo. Muy especial con nosotros, por lo menos con los menores, nos consentía mucho. Estaba pendiente, nos ayudaba. Él fue el que empezó a hacer las reuniones de la familia, para hablar de lo que nos pasaba durante la semana. Me acuerdo que nos sentábamos en una cama y todos hablábamos de la escuela, del colegio, de la universidad”. 

Geraldine dice que, tal vez por su interés en la gente, Patricio quería estudiar Medicina en la Universidad Nacional. Pero, como era difícil pasar a esa carrera, inició su formación académica en la INCA y luego se presentó a Química Farmacéutica en la UN con la intención de solicitar traslado algún tiempo después. 

Por esos meses, Patricio y Raimundo asistían a marchas, se interesaban en la política nacional y conocían las distintas tendencias políticas que hacían vida en la Universidad. Juntos participaron con curiosidad del Paro Cívico del 77, la movilización más grande de la década. Además de querer ser médico para ayudar a otros, Patricio se inquietaba por la realidad del país e intentaba estar presente en las movilizaciones. 

El 78 fue un año de tensiones para el país. La convocatoria a elecciones en febrero para elegir el legislativo y las presidenciales de junio, acompañadas por la larga lista de decretos de excepcionalidad firmados por el gobierno de Alfonso López Michelsen, habían puesto en el centro de la atención a las acciones de organización y movilización social: las huelgas, los sindicatos, los tumultos o entrabamientos de trabajadores o estudiantes estaban prohibidos por decreto. Además, el gobierno liberal había firmado un decreto de exoneración de responsabilidad penal para los miembros de la Fuerza Pública que cometieran “delitos en desarrollo de operaciones de prevención y represión de los actos de secuestro, extorsión y tráfico de estupefacientes”, como documentó en este libro el jurista Gustavo Gallón. 

En ese contexto, el movimiento estudiantil convocó jornadas de movilización anti-electoral en todo el país para mayo de 1978, previas a las elecciones presidenciales en las que finalmente resultó electo Julio Cesar Turbay. En varias ciudades se reportaron personas heridas y asesinadas. 

Un contingente de la Policía camina por el corredor peatonal que conecta la entrada de la calle 26 con la Plaza Che, en la Universidad Nacional. Foto: El Bogotano, 31 de mayo de 1978

El campus de la UN en Bogotá no fue la excepción. Para el 30 de mayo, un grupo de estudiantes organizó un foro abstencionista, que terminó en enfrentamientos con la Policía en inmediaciones de la calle 26, según reseñó Voz Proletaria. Tras la pedrea, la policía militar ingresó al campus, se dirigió hacia la Plaza Che y, desde allí, a la intersección de los edificios de Artes y Arquitectura. 

En medio de la avanzada militar fue asesinado Patricio, que salía de un examen de matemáticas en el edificio 404. Además, resultó herido, en la plazoleta del viejo edificio de ingeniería, el también estudiante Efraín Gutiérrez. El periódico El Bogotano informó que otros cuatro estudiantes resultaron heridos, pero no hay registro de sus nombres. Lo que siguió después está contado detalladamente en el pódcast que realizaron Ricker y La No Ficción. 

La ausencia de alternativas políticas en el escenario electoral se tradujo en un abstencionismo de cerca del 70 por ciento para las jornadas de febrero y del 60 por ciento para las presidenciales de junio, de acuerdo con Gallón. Este abstencionismo estuvo impulsado por un fuerte escenario de rechazo generalizado a la “farsa electoral” promovido por sectores estudiantiles, principalmente. El carácter de la represión y el aumento de la beligerancia estudiantil conllevó a que el rector Emilio Aljure decidiera cerrar el campus de la UN a través de la instalación de la malla perimetral, como consta en esta tesis. Los estudiantes realizaron acciones permanentes de boicot a la obra. 

El adiós y las memorias 

El 31 de mayo de 1978, el ataúd de Patricio fue llevado en marcha por estudiantes y familiares desde la Universidad Libre hasta el Cementerio Central. Acompañaron la procesión el recién liberado Rector de la Libre, policías de civil y periodistas conminados a asistir por solicitud de los estudiantes como “garantía” ante eventuales ataques de la Fuerza Pública. 

Bajo una “pertinaz lluvia”, la marcha inició por la calle octava hacia la carrera séptima, se dirigió a la Avenida Jiménez con calle décima y continuó hacia el norte de la ciudad. Raimundo recuerda ese momento con profunda nostalgia: “Tengo una imagen caminando por la décima, llegamos hasta la calle 24, caminando de La Libre en dirección norte. Y al dar la vuelta en la 24, para coger para el cementerio, miro para atrás y hasta donde mis ojos alcanzaban había gente. Yo alcanzaba a ver hasta la Jiménez y eso me dio mucha… fuerza. En el momento del entierro, a cada uno nos dan unas flores, que se las ponemos a él, y suena de fondo La Internacional… la tengo aquí… Muy lindo”. 

Al sepelio de Patricio asistieron cientos de estudiantes de Bogotá. Imagen: El Bogotano, 1 de junio de 1978

Una vez terminado el sepelio, grupos de estudiantes se organizaron en los alrededores del cementerio Central y se enfrentaron a la Fuerza Pública. En la noche se reportaron más de 30 detenidos, según el semanario Voz. 

El asesinato de Patricio tuvo efectos en todo el país. Se convocaron movilizaciones y se hicieron comunicados rechazando el crimen, como registró la prensa. Voz Proletaria informó: “La mayoría de las organizaciones estudiantiles del país, prácticamente la totalidad de los sindicatos que agrupan a profesores de secundaria y universitarios, lo mismo que numerosas organizaciones sindicales y populares, entre quienes se destacan la Juventud y el Partido Comunista, la coalición UNO-ANAPO-MIL-URS y otras, han condenado el asesinato a manos de unidades de la policía, del joven estudiante Patricio Silva, en predios de la Universidad Nacional”. 

El primero de junio de 1978, el periódico El Tiempo reportó marchas y enfrentamientos de estudiantes con la Policía en Cali, Barranquilla, Tunja y Palmira, todos ellos motivados por el asesinato de Patricio Silva Ruales, Alejandro Moreno Pamplona y Horacio Díaz. Más de cuatro décadas después, luego de que Ricker publicará el pódcast, un antiguo estudiante de la Nacional le contó que también se había creado el Grupo de Estudios Políticos Patricio Javier Silva. 

Actualmente, en la Nacional existen dos placas en el lugar donde Patricio fue asesinado. La primera de ellas fue instalada el 20 de agosto de 1978 por la colonia de estudiantes ipialeños residentes de la UN. La segunda, que se presume que fue instalada poco tiempo después, incluye el siguiente texto: “Caído combatiendo la farza electoral (sic). Por tu muerte, ni un minuto de silencio, toda una vida de combate”. Según Raimundo, esta consigna acompañó la marcha hacia el cementerio. Estos lugares hacen parte de un proyecto en curso para elaborar una cartografía de la memoria del campus de la UN.   

Aunque con estas y otras acciones, el movimiento estudiantil siguió recordando a Patricio, en la familia Silva se instaló durante décadas un silencio protector. Así lo explica Geraldine: “Nunca lo hicimos (recordarlo en familia). No porque no lo tuviéramos en la mente, sino simplemente nos dolía. Cada uno vivía su dolor, cada uno a su manera, y hasta ahí. De pronto ninguno hablaba para no herir o no lastimar más, para no volver a revivir el dolor. Hasta que mi sobrino quiso saber de él…” 

Actualmente, en la Universidad Nacional existen dos placas en homenaje a Patricio Silva Ruales. Foto: Archivos del Búho, 30 de mayo de 2021

En el proceso de conocer a su tío, Ricker terminó contribuyendo a que las memorias individuales se hicieran colectivas. Pero aún le falta mucho por saber de Patricio: “A lo mejor, esas cosas que todavía no se saben de mi tío sea mejor tenerlas así; eso evitará que se olvide, porque todavía es una persona que podemos seguir descubriendo. Debe haber alguien por ahí que escuche todas estas cosas, que lea estos artículos, y diga: ‘Yo lo conocí’”. 

Ricker señala con frecuencia que él está en este mundo por su tío Patricio, porque a partir de su muerte se conocieron sus papás. Pero hay que señalar también que la memoria de Patricio está en este mundo, en parte, por los esfuerzos de Ricker, que se atrevió a preguntar y a proponer que se hicieran públicos los recuerdos que los integrantes de la familia guardaban para sí mismos. Geraldine también ha impulsado la reconstrucción de esta historia, que se ha ido tejiendo colectivamente en los últimos años, dentro y fuera de la familia. 

*Agradecemos especialmente a la familia de Patricio Silva Ruales por permitirnos conocer su historia para la realización de este artículo. Igualmente, a Paola Rodríguez, por su contribución en la preparación de este artículo. 

Afectaciones al Poder Judicial: violencias en Bogotá

Por:  Carlos Ojeda S.,  director de la Corporación Fondo de Solidaridad con los Jueces (Fasol) y Fernanda Espinosa Moreno, equipo Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

El 30 de abril es una fecha fatídica para el poder judicial y para el país en su conjunto, representa una jornada de dolor y memoria. En este día ocurrió la pérdida de dos ministros de justicia a manos del narcotráfico.

En la década de 1980, Rodrigo Lara Bonilla, durante el gobierno de Belisario Betancur (1982 – 1986), se encargó de denunciar públicamente la infiltración del narcotráfico en altos niveles de la política, la economía y hasta el fútbol. Declaraciones impecables, con tono firme y cargadas de argumentos jurídicos probatorios, ponían a temblar al cartel de Medellín en cabeza de Pablo Escobar Gaviria. Desde un rincón de la Hacienda Nápoles, Escobar ordenó su muerte y el 30 de abril de 1984, catorce tiros cegaron su vida en la calle 127, al norte de la ciudad de Bogotá.  

De nuevo un 30 de abril, pero siete años después, la valentía y compromiso contra el narcotráfico se interrumpen nuevamente. Enrique Low Murtra fue asesinado saliendo de la Universidad de la Salle, donde impartía clases de economía. A pesar de haber dejado su cargo como ministro de Justicia en 1988 y ocupar la embajada de Suiza por tres años, el narcotráfico no había olvidado sus investigaciones y denuncias. Su anhelo de regresar a Colombia fue despertado por su profundo amor a la docencia y su compromiso con el país; esos deseos hicieron sus oídos sordos ante las advertencias de amigos y familiares. El gobierno tampoco tuvo la menor intención de protegerlo,  lo que se convertiría en  una crónica de muerte que se llevó a un jurista ejemplar, que se había desempeñado también como  consejero de Estado y juez de instrucción criminal.  

Estos dos casos son referentes de la historia de violencia contra la justicia que ha sido sistemática contra: ministros, magistrados, jueces, fiscales, empleados y funcionarios entregados a la labor de investigar e impartir justicia, en medio de un conflicto que los ha afectado en gran número, dejando cientos de víctimas invisibles para muchos.   

Las dinámicas del conflicto armado colombiano y violencias relacionadas han situado la mayor parte de hechos y víctimas en las distintas regiones del país. Pero no podemos obviar la lógica de conflicto armado urbano que se ha centralizado principalmente en capitales como Cali, Medellín y Bogotá. En el caso particular de la justicia no hay excepción, siendo Bogotá la ciudad con mayor registro de casos de violencia contra el sistema judicial.  

Las violencias contra el poder judicial en Bogotá 

El Fondo de Solidaridad con los Jueces colombianos (Fasol) ha documentado estos casos. Desde 1989 a diciembre de 2020 registra 281 acciones violentas contra servidores judiciales en Bogotá, las amenazas y los homicidios encabezan la lista. El 62% de los homicidios han sido contra personal de la Fiscalía y jueces.   

El Centro de Memoria Paz y Reconciliación en la Cartografía Bogotá Ciudad Memoria, un proyecto que destaca los lugares de memoria de la ciudad de Bogotá, ha registrado los hechos violentos contra los ministros de Justicia Lara Bonilla y Low Murtra, además de hechos representativos en la violencia contra la Justicia, como por ejemplo: la toma y retoma del Palacio de Justicia (6 y 7 de noviembre de 1985) y la Masacre de Usme (26 de noviembre de 1991).  

El primero es uno de los hitos más violentos del país ocurrido en pleno centro de la ciudad y en la sede principal del poder judicial.  Las escenas casi cinematográficas mostraban parcialmente como el Ejército repelió una toma de la guerrilla del M-19, quienes exigían la presencia del Ejecutivo en cabeza del presidente Belisario Betancur para negociar. Las voces de súplica de magistrados al interior del Palacio de cese al fuego fueron ignoradas, la tarde empezó a caer y con ella las balas de los tanques, y las ráfagas de ametralladoras fueron la punta de lanza para desplegar una de las acciones militares que más afectó directamente al poder judicial.  

Las llamas envolvieron el edificio del Palacio de Justicia, los muertos caían indiscriminadamente, heridos e ilesos salían en fila custodiados por las Fuerzas Militares, muchos de ellos luego aparecieron muertos dentro del Palacio con tiros de gracia y signos de tortura, y varios otros aún se encuentran desaparecidos después de 35 años. Así lo ha constatado Helena Urán Bidegain investigando el caso de su padre, el magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán, quien fue ejecutado, torturado y desaparecido transitoriamente,  precisamente por su trabajo como magistrado. Así lo narra en su reciente libro Mi vida y el Palacio, una presentación del libro se puede ver acá.  El saldo de la toma y contratoma del Palacio fue fatídico, fueron asesinadas y desaparecidas al menos 98 personas entre magistrados, jueces, abogados, civiles, servicios generales y visitantes.   

El segundo hecho, otro fatídico noviembre seis años después, fue un atentado contra la comisión judicial del juzgado 75 de instrucción criminal de Bogotá. Siete funcionarios asesinados y una sobreviviente sufrieron el rigor excesivo de un ataque de las FARC en zona rural de lo que era en ese entonces el municipio de Usme. Lo que era una diligencia de levantamiento del cadáver de un líder sindical, se convirtió en una emboscada con una carga explosiva dejada en la carretera y fuego indiscriminado contra los vehículos de la comisión.   

En 1998, el Consejo de Estado condenó a la Nación por no haber tomado las medidas de seguridad necesarias para proteger a la Comisión. Las víctimas mortales fueron: Luz Amanda Gómez, Jaime Antonio Puerto, Héctor Ojeda, Alfonso García Villarraga, Héctor Manuel Romero, Luis Miguel Garavito, Hernando Trujillo y la única sobreviviente, Nohora Navarrete, es testimonio de otro hecho lamentable de la sangre derramada por la justicia en Bogotá y sus alrededores.  

Fasol desde 1989 a la fecha ha registrado las siguientes acciones violentas contra servidores judiciales en Bogotá. En algunos casos, un servidor judicial puede registrar varios hechos victimizantes contra su integridad. Es el caso de los exiliados, quienes vivieron situaciones de amenazas previas que desencadenaron la necesidad de salvaguardar la vida a través de la salida de emergencia del país.  

Violencia e impunidad sistemática en todo el país 

Fasol registra 1512 acciones violentas en todo el territorio nacional desde 1989 al 2021. Como lo muestra la siguiente gráfica, se identifican unos picos de violencia marcada. El primero en la década de 1990 por la arremetida del narcotráfico contra jueces, magistrados y personal de investigación. Del 2000 al 2003 otro incremento importante por cuenta de las incursiones paramilitares y las disputas territoriales con actores armados principalmente las guerrillas, dejando a la justicia desprotegida en los territorios más alejados en medio del conflicto. De allí hasta la fecha, la violencia ha sido constante y proviene de delincuencias mixtas o reductos de algunas existentes, como las llamadas Bandas Criminales Emergentes (BACRIM) o Grupos Armados Organizados (GAO) y Bandas Delincuenciales. Pero lo más evidente y relevante que se ilustra es que la violencia contra el sistema judicial no se ha detenido; es constante, sistemática y proviene de todos los actores armados del conflicto.  

Fuente: Base de datos FASOL

Además de ser una violencia sistemática, cuenta con otras características que la agrava en términos de derechos humanos y reclamaciones por vías legales por parte de las víctimas. A nivel general se cuenta con una impunidad del 95% de los casos cometidos contra servidores judiciales y en Bogotá la cifra es alrededor del  92%. Los niveles de impunidad se refieren a la ausencia de fallos judiciales que determinen los hechos, responsables intelectuales y materiales y que tengan un componente de reparación o resarcimiento del daño causado. 

Sin pretensiones de tener una actuación diferente a las demás víctimas, los servidores judiciales, siendo del seno de la justicia, adolecen de garantías procesales y resultados favorables.  Fasol considera que  las instituciones del Estado, los gobiernos de turno y los mismos servidores judiciales desconocen su historia violenta y en algunos casos se encargan de no reconocerla y hasta ocultarla, como parte de la incapacidad y falta de voluntad de proteger el ejercicio judicial y sus servidores.  

Deudas con la verdad    

“Los testimonios que han dado las víctimas directamente (jueces, fiscales, funcionarios (as) y empleados (as) o sus familias ante la Comisión de la Verdad, sin duda nos ayuda como sociedad a encontrar caminos de reconciliación y construcción de paz entre todos (as). Pero sobre todo nos ayuda a construir una nueva Colombia, no sobre los muertos sino sobre la memoria viva y el ejemplo de los inocentes” John Montoya- presidente de Fasol.  

Una de las premisas impulsadas por las víctimas, asumida por Fasol como un trabajo propio, es la participación directa en el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición derivado de los acuerdos de paz con la extinta guerrilla de las FARC. En el marco de la justicia transicional se trazaron unas metas para contribuir al reconocimiento de la justicia como víctima dentro del conflicto armado colombiano, la reparación integral de sus familiares y la reivindicación del ejercicio de la justicia. 

Para esto, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición y Fasol firmaron una carta de entendimiento el 25 de septiembre de 2019, con el principal objetivo de construir y obtener  conjuntamente información histórica sobre las graves violaciones a los derechos humanos de funcionarios (as) y empleados (as) de la justicia. Y, por consiguiente, demostrar que la justicia ha sido instrumentalizada y afectada en el marco de la violencia sociopolítica del país y como consecuencia ha traído tanto dificultades a funcionarios como afectaciones a sus familias. 

Como ruta metodológica se desarrollaron por parte de la Comisión la toma de más de 60 testimonios a nivel nacional y de un número considerable de personas en el exilio. Conjuntamente, se desarrollaron talleres denominados “Intercambios de la Justicia” en diferentes zonas del país y grupos focales de análisis de servidores judiciales y víctimas.   

El análisis de los datos estadísticos y demás elementos de memoria compartidos con la Comisión complementan un relato amplio de la violencia contra la justicia. Este relato protagonizado por las víctimas (familiares de los servidores judiciales) y funcionarios (as) y empleados (as) judiciales es sin duda el camino más claro para el reconocimiento de la justicia víctima dentro del conflicto armado y un elemento reparador y sanador para las víctimas, quienes encontraron un espacio de reconocimiento y escucha. La construcción de la paz parte de estos ejercicios que pretenden convertir las historias de dolor y afectaciones en recomendaciones que brinden garantías de independencia y protección al ejercicio judicial.  

Garantías para el poder judicial  

Detrás de estas realidades existen cientos de familiares de víctimas del poder judicial que han vivido el rigor de la violencia y que, sumado a las condiciones difíciles de ser víctima en Colombia, sufren de poco reconocimiento y estigmatizaciones, que en muchas ocasiones son acciones revictimizantes. 

La independencia judicial es un valor constitucional para todas las personas, y unas de las condiciones primarias para que se cumpla es contar con garantías de ejercicio libre y seguro. Si continuamos con jueces, fiscales y funcionarios amedrentados y presionados, no podemos pensar en una justicia digna ni en un país que dé pasos hacia la construcción de paz.   

El ejercicio judicial sufre condiciones de graves dificultades como  sobrecarga procesal,  falta de capacidad institucional, provisionalidad laboral, destinaciones de presupuesto insuficientes y ausencia de protección a la vida, como se ha evidenciado en las violencias reseñadas.  A estas condiciones históricas se le suman problemas de coyuntura por la emergencia sanitaria por la pandemia COVID-19 y los evidentes ataques y campañas de desprestigio recientes. Allí es donde reconocemos ampliamente el valor de los ejercicios de memoria. Son acciones públicas fundamentales para visibilizar y entender la gravedad de los hechos que afectan la justicia y su papel fundamental en el sostenimiento de un Estado democrático que debe tener tres pilares independientes. 

Un aspecto fundamental para la consolidación de la paz es la justicia, que implica necesariamente que quienes la  imparten tengan garantías para su vida y para ejercer su trabajo sin coacciones.  En la medida que se silencia al poder judicial, se silencia la búsqueda de la verdad. Un sistema judicial fortalecido es requisito necesario para la consolidación de la paz en el país. 

Fotos: El Tiempo

Pizarro: impactos de un crimen contra la democracia

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

“Colombianos, yo los convoco alrededor del momento excepcional que está viviendo Colombia. Hemos logrado que la inflexión histórica coloque al país en el eje de la paz. El eje de la paz tiene hoy tres nombres: la capacidad de construir una nación fuerte, una economía democrática y una constituyente amable, incluyente, legítima, donde todos nos sintamos representados”.  

Esas fueron las palabras que pronunció el candidato presidencial por la Alianza Democrática M-19 (AD-M19), Carlos Pizarro, seis días antes de que un sicario lo asesinara en un avión comercial que cubriría la ruta Bogotá – Barranquilla. Pizarro se encontraba entonces en plena campaña para las elecciones presidenciales y esas declaraciones sintetizaban los ejes de su propuesta hace 31 años. 

El compromiso con la paz, los cambios para el país y la constituyente estaban en el centro de su actividad política, que se encontraba en el campo de la legalidad desde hacía poco más de dos meses. Desde 1986 y hasta marzo de 1990, Pizarro fue ampliamente reconocido como el comandante general del Movimiento 19 de Abril o el “eme”, como se le llamaba popularmente, organización insurgente que él condujo a la paz sorteando importantes obstáculos. 

Su asesinato causó impactos significativos en los procesos de reintegración de los antiguos combatientes y de consolidación de la naciente AD-M19, que estaba interesada en participar de manera inmediata en la vida electoral del país. El 11 de marzo de 1990, tan solo dos días después de la dejación de armas, el M-19 participó en las elecciones legislativas y locales en en coalición con otras fuerzas políticas, agrupadas en la Acción Nacionalista por la Paz. En esos comicios, Pizarro obtuvo 80 mil votos como aspirante a la alcaldía de Bogotá.  

Foto: Cortesía Fundación Carlos Pizarro Leongómez
De izquierda a derecha: José Noé Ríos, Carlos Pizarro, Carlos Lemos y Antonio Navarro durante la firma de la Ley de Indulto para las y los excombatientes del M-19. Foto: Cortesía Fundación Carlos Pizarro Leongómez

El respaldo que un sector del país le expresaba a la naciente AD-M19 había sembrado una esperanza de cambios entre la militancia de la organización y otros sectores políticos, que fue duramente golpeada con el asesinato impune de Carlos Pizarro. Tan solo en 2002 fueron condenados en ausencia los excomandantes paramilitares Carlos y Fidel Castaño. Y aunque en 2010 el crimen fue declarado de lesa humanidad, la justicia colombiana todavía no ha procesado a los autores intelectuales ni ha avanzado sustancialmente en la investigación de los agentes del Estado que participaron en él. En 2019, el caso fue aceptado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Transcurridos 31 años, las reflexiones sobre esos impactos que causó el asesinato persisten en la memoria de los antiguos integrantes del “eme”. 

Los impactos del crimen  

“Nuestras estructuras aún olían a monte, nuestros trajes aún tenían el sabor del campo del que veníamos. No habíamos establecido las nuevas rutas de nuestro trabajo. Estábamos empezando a construir esa casa, que escasamente algunos cimientos se estaban dando. Y es allí cuando llega esa tormenta, un acontecimiento que fue muy bien craneado, muy bien concebido, que era apostar a tumbar la casa, tumbando la cabeza”.  

Así describe Fabio Mariño, uno de los 12 voceros que el M-19 designó para los diálogos de paz con el gobierno de Virgilio Barco, el momento que vivía la organización cuando fue asesinado Carlos Pizarro, la “cabeza” del “eme” de la época.  

Pizarro, el último comandante del M-19, había conducido a la organización a la paz con propuestas audaces y un trabajo interno que buscaba convencer a la militancia de que esa era una decisión necesaria, como relata una de las  fundadoras del Movimiento, Vera Grabe, en este artículo. Su particular forma de ser y  su experiencia militar le habían permitido ganar el reconocimiento necesario para ello, tal como recuerda Myriam Rodríguez, entonces integrante del Movimiento y compañera sentimental de Pizarro: “Al interior del “eme”, Carlos tenía toda la credibilidad del mundo, porque era una persona que siempre acompañó a sus combatientes en todas las faenas, hasta en las faenas disciplinarias. No aceptaba ningún privilegio para sí mismo, excepto en las situaciones de seguridad”.   

 

Dejación de armas del M-19 en Santo Domingo, Cauca, en marzo de 1990. Foto: Cortesía Fundación Carlos Pizarro Leongómez

Pizarro lideró la dejación total de armas del M-19, a comienzos de 1990, pese a que el Congreso de la República había hundido en diciembre de 1989 la reforma constitucional que incorporaba el grueso de las reformas pactadas en la mesa de diálogos con la participación de diversos actores sociales. La negativa del Congreso redujo los acuerdos de paz a mecanismos para el desarme, el indulto y la participación política, lo cual no cambió la decisión que el M-19 había tomado en su X Conferencia: abandonar las armas para fundar un movimiento político legal.  

Con ese compromiso, Pizarro y los demás excombatientes empezaron a participar en las elecciones y continuaron impulsando la propuesta de la Asamblea Nacional Constituyente. En las elecciones locales y legislativas de 1990, la Alianza Nacionalista por la Paz de la que hacía parte el M-19 consiguió elegir al general retirado José Joaquín Matallana como senador; a Vera Grabe como representante a la Cámara por Bogotá; a dos concejales en Bogotá y dos en Suaza (Huila); y a los alcaldes de Yumbo (Valle) y Almaguer (Cauca), tal como consta en esta investigación

Tras las elecciones legislativas, el 2 de abril de 1990, fue fundada la AD-M19 con la participación de movimientos populares, cívicos y políticos de carácter regional, entre los que se encontraban el Frente Popular y un sector de la Unión Patriótica cercano al recién asesinado candidato presidencial Bernardo Jaramillo. Pizarro fue designado como candidato a la Presidencia por el movimiento, en una coyuntura en la que arreciaba la violencia política y en la que una parte importante de la ciudadanía demandaba cambios sociales.

El investigador Darío Villamizar, antiguo militante de la organización, reflexiona sobre la posibilidad que representaba esa candidatura: “En ese momento, muchos habíamos cifrado las esperanzas en un candidato nuevo, que se mostraba de lejos diferente a los candidatos tradicionales de las élites políticas colombianas, que se mostraba como un hombre reformador, que podía hacer serias transformaciones en el país. Esa era la esperanza de muchos de nosotros y de una parte importante de los colombianos que había expresado de distintas maneras ese reconocimiento a un hombre que fue capaz de conducir su organización a la paz”.  

Intervención de Carlos Pizarro durante el acto oficial de dejación de armas del M-19 en el Cauca, el 9 de marzo de 1990. Foto: Cortesía Fundación Carlos Pizarro Leongómez

El asesinato de Pizarro fue un “golpe demoledor”, en palabras de Villamizar, para quienes reconocían en él una figura política con capacidad de disputar el poder y de tejer alianzas con sectores amplios.  

Además de golpear las esperanzas puestas en su candidatura, el crimen profundizó los temores entre los excombatientes. Mariño reflexiona al respecto: “Nos desbarataron las propuestas orgánicas con las que salimos del monte en cuanto a (crear) estructuras que fuesen regionales, territoriales. El asesinato nos generó un temor de riesgo que nos hizo prevenir y hacer el proceso más lento: los tiempos cambiaron”.  

Desde antes de la dejación de armas, la militancia del M-19 preveía que su participación en la vida legal del país enfrentaría grandes riesgos de seguridad. Tras las violentas toma y la retoma del Palacio de Justicia, en 1985, numerosos integrantes de esa insurgencia fueron víctimas de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y torturas. Antiguos integrantes del “eme” han documentado al menos 18 casos de ejecuciones y desapariciones entre 1985 y 1988, así como seis casos del mismo tipo entre febrero de 1989 y febrero de 1990, cuando se adelantaban las conversaciones de paz. 

Los temores que profundizó el crimen se sumaron a las angustias propias del recién iniciado proceso de reincorporación, que requería de los excombatientes nuevas destrezas en un escenario poco garantista, tal como recuerda Rodríguez: “(Después del asesinato), la gente al interior se sintió muy desorientada, muy sola. Los acuerdos de paz fueron muy generosos por parte del M-19, no se pidió prácticamente nada para los militantes. Nunca hubo acompañamiento para proyectos productivos para unas personas que estaban lejos de las actividades económicas y que debían de la noche a la mañana aprender sobre la marcha”.  

Pizarro en un discurso ante militantes del M-19 en la "Ciudadela de la Paz" en Santo Domingo, Cauca, en 1989. Foto: Cortesía Fundación Carlos Pizarro Leongómez

Pese a todas las dificultades, el proyecto de la AD-M19 continuó bajo el liderazgo de Antonio Navarro, que debió asumir la conducción del movimiento cuando llevaba pocos meses de haber regresado a Colombia, exiliado desde 1985 tras ser víctima de un atentado en medio de los diálogos de paz con el gobierno del presidente Belisario Betancur.  

El éxito inicial de la AD-M19 

En el corto plazo, la AD-M19 consiguió sobreponerse al asesinato de Pizarro. El mismo año, el movimiento alcanzó dos logros significativos en la historia política del país, que los antiguos militantes del “eme” asocian con el respaldo que un sector de la ciudadanía le brindaba no solo a su proyecto político, sino a su compromiso definitivo con la paz en un contexto de alta conflictividad armada.  

En las elecciones presidenciales de mayo, que para entonces ya contaban con tres candidatos asesinados (Pizarro, Jaramillo y Luis Carlos Galán), Antonio Navarro obtuvo más de 754 mil votos como candidato de la Alianza Democrática, quedando en tercer lugar. La votación alcanzada fue considerada como un logro sin precedentes para una fuerza política distinta a los partidos Liberal y Conservador. Estas elecciones marcaron la historia del país como las más violentas, lo cual afectó gravemente la democracia. 

Para las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente, realizadas en diciembre, la AD-M19 obtuvo más de 950 mil votos, posicionándose como la segunda fuerza en la Constituyente. Los aportes que el movimiento le hizo al proceso de redacción de la Constitución Política de 1991 es una de las principales victorias del proceso de paz.  

Portada la Gaceta Constitucional de julio de 1991, en la que se anuncia que la Asamblea Nacional Constituyente ha concluido su trabajo. Imagen: Biblioteca virtual del Banco de la República

Las altas votaciones se mantuvieron en las elecciones para el Congreso de 1991, en las que la Alianza consiguió elegir nueve senadores y 14 representantes a la Cámara. En los comicios siguientes, el movimiento no tuvo presencia en el legislativo, por razones que expone el investigador Anyelo Cagua en su tesis “¡Palabra que sí”: “Al no haber renovación ni entrada de figuras nacionales a partir de 1992, aunado a los conflictos orgánicos y la dispersión de listas fue imposible para la AD M-19 competir con partidos políticos con dinámicas clientelares, grandes capitales lícitos e ilícitos y cargos públicos”. 

Además de la constituyente, para las y los antiguos militantes del “eme” el principal logro del movimiento fue haber cumplido “la palabra empeñada” en 1990. Y en esa decisión tuvo un papel fundamental Carlos Pizarro, a quien Mariño recuerda como un “líder capaz de involucrarse en el sentimiento de todos sus militantes, un líder que al haber estado construyendo con sus combatientes, con el país, con sus aliados, esta última propuesta de la decisión de siempre (la de la paz), se sale de nuestras estructuras y se convierte en un imán que logra convencer a una parte del país”. 

Memorias sobre Pizarro

Myriam Rodríguez

“Era una persona muy cálida. Si la gente se acercaba, la abrazaba, la tocaba, le sonreía. No era una persona adusta. Y aunque fue un gran militar, nunca reivindicó lo militar como la esencia de su vida, eso no iba con él. Lo único que quería era que el país saliera adelante y veía que, con las clases tradicionales en el poder, eso no se iba a lograr; se necesitaba un gobierno que cambiara una serie de situaciones”. 

Darío Villamizar

“Estábamos convencidos de que Carlos Pizarro era un candidato muy importante para oponerse en ese momento a los candidatos de las élites tradicionales de nuestro país. Pensábamos algunos que no íbamos a ganar las elecciones, pero que esta era una salida a las vías democráticas con paso firme. Entonces, su asesinato fue un golpe demoledor para quienes hacíamos parte de la Alianza Democrática M-19”. 

Fabio Mariño

“(Jaime) Bateman nos deja con la bandera de la paz en la mano, se muere con la propuesta del diálogo nacional como la mejor fórmula de alcanzar la paz. Pizarro es el líder del M-19 que vuelve a retomar la línea del Bateman y consolida en el nuevo momento una decisión que desde que se fundó el M-19 estaba viva: que no tenía que ser una guerrilla eterna, que teníamos un tiempo de vida útil. Esa decisión de continuar lo que dejó Bateman es lo que hace la grandeza de Pizarro”.  

Las residencias y el 16 de mayo, claves para entender el conflicto en la Universidad Nacional

Por Paola Rodríguez, investigadora del proyecto Archivos del Búho y María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación
En 2014, colectivos estudiantiles de la Universidad Nacional conmemoraron los 30 años del 16 de mayo con poesía, grafiti y música. Foto: Colectivo Desatando- Memorias UN

El esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos a las que ha sido sometida la comunidad de la Universidad Nacional (UN) es una exigencia que estudiantes, directivas y profesores le han venido planteando recientemente a la Comisión de la Verdad. Desde noviembre del año pasado, la Comisión ha recibido dos informes sobre los impactos del conflicto armado y la violencia sociopolítica en la Universidad.

El primero de estos informes, titulado “Memorias de la Universidad Nacional y el conflicto armado (1958-2018)”, fue coordinado por los investigadores Martha Nubia Bello y Mauricio Archila. Allí se documentaron 78 desapariciones forzadas, 125 detenciones arbitrarias y 77 amenazas. La investigación incluyó, además, la construcción de una base de datos sobre protestas realizadas por la comunidad universitaria. 

El segundo informe busca que se reconozcan y dignifiquen las memorias de las y los estudiantes que atestiguaron los graves crímenes ocurridos el 16 de mayo de 1984, cuando agentes de la Fuerza Pública ingresaron a la sede Bogotá de la UN para reprimir una protesta violenta. El documento, titulado “Reventando silencios. Memorias del 16 de mayo de 1984 en la Ciudad Universitaria”, fue elaborado por Archivos del Búho, un proyecto de investigación en el que participan estudiantes y egresados de la UN 

Los hechos de 1984, que han sido rememorados por distintos sectores a lo largo de estos años, fueron el resultado entre otras cosas de las tensiones que se venían presentando al interior y exterior de la Universidad en la disputa por el reconocimiento de unos puntos mínimos de bienestar para las y los estudiantes, enfocados los temas de vivienda y vida digna. Su desenlace puso final a una conquista que grupos de estudiantes organizados habían alcanzado en los últimos años: la reapertura de las residencias estudiantiles, un programa indispensable para que decenas de jóvenes empobrecidos de distintas regiones del país pudieran adelantar sus estudios universitarios. 

La puesta en funcionamiento de la Cafetería Central hizo parte del mejoramiento del sistema de bienestar universitario impulsado en la década de 1960. Foto: Universidad Nacional

Los hechos que pusieron final a las residencias son importantes para comprender la historia de las violaciones a los derechos humanos cometidas en la UN. La represión que se desató contra los y las estudiantes residentes acabó con un proyecto que, aún en medio de múltiples cuestionamientos, ofrecía condiciones de vida favorables, así como espacios para la solidaridad y la organización política.  

Para Archivos del Búho, estas reflexiones pretenden encontrar en el pasado elementos explicativos sobre las violencias vigentes. La participación de la voz activa de quienes fueron testigos de las luchas y reivindicaciones del movimiento estudiantil, principalmente entre las décadas de 1970 y 1980, posibilita la circulación de narrativas sobre los hechos ocurridos al interior de la UN a propósito de la lucha por el bienestar. 

El cierre de las residencias 

En la UN sede Bogotá, las residencias surgieron a mediados de la década de 1940 como parte de un programa de bienestar universitario basado en el proyecto educativo del presidente Alfonso López Pumarejo y la construcción de la Ciudad Blanca bajo la idea del pedagogo Fritz Karsen y el arquitecto Leopoldo Rother. Esa idea se amplió en la década de 1960 con la “Reforma Patiño”, que incluyó dentro del sistema de bienestar los servicios de cafetería, medicina y deportes. Los mayores beneficiarios fueron estudiantes provenientes de otros lugares del país, que en muchas ocasiones no contaban con los medios suficientes para costear su estadía en Bogotá.  

La década de 1970 se caracterizó por la desaceleración económica y la fuerte inflación. La llegada a la presidencia de Alfonso López Michelsen (1974-1978) tras el fin del Frente Nacional vino acompañada de reformas económicas que afectaron gravemente a la población: desmonte de subsidios, aumento de impuestos e incremento en el precio de los alimentos. A raíz de este panorama, diferentes sectores sociales convocaron grandes movilizaciones a nivel nacional,  entre ellas, el Paro Cívico de 1977. 

Los planos de la sede Bogotá de la Universidad Nacional incluían "casas" para estudiantes y profesores, "clubs estudiantiles" y jardín infantil. Imagen: Anuario de la Universidad Nacional, 1938.

En medio de ese contexto, los estudiantes de la Universidad Nacional que se beneficiaban del sistema de bienestar sufrieron otro duro golpe a sus finanzas. En 1976, después de una fuerte confrontación entre algunos estudiantes y la Policía, el Consejo Superior Universitario decidió cerrar las residencias alegando que no se les estaba dando el uso debido. La decisión afectó a quienes dependían de estos espacios, quedando en funcionamiento únicamente las residencias “femeninas” y otras pocas ubicadas en la unidad Camilo Torres, dispuestas para las parejas de casados. 

Las y los estudiantes que salieron de las residencias se vieron obligados a buscar viviendas que, en su mayoría, no eran dignas. Otros tuvieron que buscar alojamiento en barrios  distantes de la Universidad e incluso muchos de ellos no pudieron seguir estudiando. Los boletines de estadística de la Universidad registraron una caída en la cantidad de estudiantes matriculados para el segundo semestre de 1976.  

La lucha para reabrir las residencias 

A comienzos de la década de 1980 y tras seis años de estar abandonadas las residencias, los estudiantes decidieron “recuperar” los edificios para garantizar la reapertura por sus propios medios. El 21 de septiembre de 1982, cinco días después de haberse posesionado como rector Fernando Sánchez Torres, hacia las 6:15 de la mañana sonaron algunos estallidos de pólvora, señal para que los 13 grupos de estudiantes que participaban de la acción empezaran a dirigirse a los edificios y, como lo habían planeado meses atrás, rompieran los candados oxidados que impedían el ingreso. Son “recuperadas” inicialmente las residencias masculinas conocidas como Gorgona y, meses después, las que se encontraban dentro del campus.  

Residencias estudiantiles durante el cierre. Fotografía tomada del libro "Universidad Nacional de Colombia Planta Física 1867-1982", de Luz Amorocho.

El año de la toma había sido particularmente grave en materia de derechos humanos para los estudiantes de las universidades públicas bogotanas, que enfrentaban las prácticas represivas propias de la figura del Estado de Sitio y de la política del Estatuto de Seguridad. Entre marzo y septiembre, organismos de seguridad del Estado e integrantes del grupo armado ilegal Muerte a Secuestradores (MAS) detuvieron, torturaron y desaparecieron a 13 personas, la mayor parte de las cuales eran estudiantes, a quienes señalaron sin pruebas de ser responsables de un secuestro.  

Los estudiantes de la Universidad Nacional Pedro Pablo Silva, Samuel Sanjuán, Édgar García, Guillermo Prado y Edilbrando Joya fueron víctimas de estos hechos, de acuerdo con esta investigación de los profesores Molano y Forero. El proceso de exigencia de justicia emprendido por los familiares de las víctimas, que más adelante se conocieron como Colectivo 82, desembocó en la creación de la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Asfaddes) a comienzos de 1983.  

Los crímenes también movilizaron a las organizaciones estudiantiles. El Frente Estudiantil Revolucionario Sinpermiso convocó en la Plaza Che una “Jornada Nacional en Homenaje a los Compañeros Estudiantes Desaparecidos y Asesinados”. 

En las memorias de algunos estudiantes de la época, el contexto de permanentes violaciones a los derechos humanos también influyó en la “recuperación” de las residencias. De ello da cuenta este testimonio que hace parte del informe “Reventando silencios”: “En el año 77 ocurre la primera desaparición forzada en Colombia (…) Luego en el año 82 se da la desaparición de los 13 estudiantes. Como consecuencia real y verdadera de la desaparición política de esos estudiantes es que se organiza al interior de la Universidad la toma de las residencias para garantizar la seguridad de los estudiantes”.  

Bono de Solidaridad emitido por el Frente Estudiantil Revolucionario Sin permiso a propósito de la desaparición de tres estudiantes en 1982. Imagen: Fondo documental Archivos del Búho.

En 1983, como propuesta del entonces rector Sánchez Torres, se entabló una mesa de negociación entre estudiantes y las directivas de la universidad con el fin de reabrir y organizar las residencias. Los principales promotores de estas negociaciones fueron los miembros de Cooperación Estudiantil, junto con otras organizaciones de estudiantes.  

Como resultado de las negociaciones, se acordó que los estudiantes saldrían de las residencias mientras la Universidad se encargaba de adecuarlas para posteriormente entregarlas con un certificado, las llaves de cada habitación y el carnet. La decisión se puso en marcha con el Acuerdo 46 del 1 de junio de 1983, en el que se creó una administración temporal compuesta por estudiantes y directivas de la universidad. La negociación continuó hasta abril de 1984, cuando se consolidó un acuerdo mediante una decisión formal del Consejo Superior Universitario.  

Mientras se adecuaron las residencias, muchos estudiantes tuvieron que vivir dificultades económicas, al tiempo que abrigaban la esperanza de que la Universidad cumpliera su palabra. Algunos tuvieron que buscar posada con compañeros y compañeras que vivían cerca del campus, otros recurrieron a campamentos improvisados en el barrio Policarpa, y algunos otros vivieron gracias a las ayudas de los vecinos. 

Finalmente, a mediados de abril de 1984, las directivas de la Universidad reabrieron las residencias, que no solo habilitaron espacios para la vivienda, sino también para el estudio, la acción política y la realización de actividades culturales. Allí se tejieron relaciones de solidaridad y formas organizativas que mejoraron la calidad de vida de quienes habitaban las edificaciones, aun en medio de la falta de inversión estatal para su mantenimiento.  

Plaza Central de la Universidad Nacional en 1983. Imagen tomada del libro "UN álbum fotográfico. Memoria, identidad y territorio".

Félix Zabala, quien se desempeñó como coordinador de piso en una de las residencias, opinó al respecto en una entrevista realizada por Archivos del Búho: “Como decíamos muchos, este era el mejor lugar del mundo, porque podíamos integrar la parte cultural, la parte política, el bienestar. Pero en contra de eso estaba que (…) la Universidad pues si no tenía presupuesto para funcionamiento, menos para bienestar, entonces se fue agotando, se fue agotando, y muchos edificios estaban en deplorable estado”.  

El asesinato de dos negociadores y el 16 de mayo 

En entrevistas del acervo documental de Archivos del Búho, antiguos habitantes de las residencias narraron hechos de intimidación y hostigamiento por parte de organismos de seguridad del Estado durante el tiempo que duró el proceso de “recuperación” de los edificios. La presión ejercida por estas acciones hizo que los estudiantes vivieran con miedo constante, que muchos hicieran guardia en las residencias, que tuvieran que salir en grupos e incluso que no quisieran salir.  

Aunque la Universidad regularizó los espacios, la persecución continuó. Dos de las personas que participaron del proceso de negociación durante la toma fueron asesinadas el mismo año de la reapertura de las edificaciones. El primero de ellos fue Jesús Humberto León Patiño, “Chucho”, dirigente estudiantil oriundo de Pasto que cursaba sexto semestre de Odontología en la UN. “Chucho” participó de las negociaciones en las que se acordó la regularización de residencias en calidad de presidente de Cooperación Estudiantil. Fue secuestrado, torturado, y finalmente su cuerpo fue abandonado cerca de la Universidad del Valle el 9 de mayo de 1984. 

Posteriormente, el 14 de mayo, fue secuestrado y asesinado el médico y profesor de la Universidad Luis Armando Muñoz, director de la carrera de Medicina. Muñoz fue raptado saliendo de su consultorio ubicado en la carrera séptima con calle 82, según registró la revista Cromos tras la ejecución del crimen. El profesor había hecho parte de las negociaciones para la regularización de las residencias y se cree que este sería el motivo de su asesinato.  

En 1984, el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CPDH) denunció el asesinato del profesor Muñoz, junto a otros crímenes contra sindicalistas, dirigentes comunales, estudiantes y campesinos. Imagen extraída del "Itinerario de la Represión" del CPDH, 1984.

Estos crímenes, y en particular el cometido contra “Chucho”, motivaron la convocatoria a un homenaje político en la Plaza Che para la mañana 16 de mayo de 1984. Su activa participación en el movimiento estudiantil y el reconocimiento de sus compañeros le dieron una especial relevancia a la convocatoria.  

Ese día, en la entrada de la calle 26, podía leerse un grafiti que rezaba: “Jesús León. Tendrán que matarnos a todos para callar nuestra voz”. La imagen se puede ver en este documental, donde dos estudiantes de la época narran cómo ese 16 de mayo integrantes de la Fuerza Pública dispararon contra la comunidad universitaria como respuesta a una protesta violenta que se desató en medio del homenaje. 

Los agentes ingresaron a la Universidad y atacaron a los habitantes de las residencias, como relata Elizabeth Díaz, una de las testimoniantes del documental: “El 16 de mayo entraron a las residencias, tumbaron puertas, sacaron a las muchachas de aquí de residencias, les pusieron capuchas del M-19, les pusieron armas, salieron en los periódicos”. Además de capturas ilegales, algunas fuentes de la época dejaron constancia de la comisión de  asesinatos y desapariciones forzadas, que aún no han sido esclarecidos y cuyas víctimas permanecen en el anonimato. Como consecuencia de esos hechos, las directivas de la Universidad clausuraron el comedor central y las residencias, estigmatizadas como focos de insurgencia armada y tráfico de drogas.  

El 10 de junio de ese año, la administración de la Universidad realizó el desalojo de los últimos residentes, quienes realizaron un campamento en inmediaciones de la calle 26 junto a otros estudiantes. 

Estudiantes detenidos el 16 de mayo de 1984. Fotografía tomada del periódico El Bogotano, 18de mayo de 1984.

Aun con los impactos que los hechos del 16 de mayo causaron, durante los años siguientes los estudiantes de la UN continuaron movilizándose para exigir el mejoramiento del programa de bienestar universitario. En octubre de 1987 se dio un intento de retoma del edificio Antonio Nariño, bautizado por el movimiento estudiantil como “Alberto Alava”, para exigir la reapertura de las residencias. La Administración utilizó distintos medios de presión para dar por terminada la toma.  

En agosto de 1989, según reseñó el periódico Voz, los estudiantes se tomaron la Rectoría y el Edificio de Enfermería para exigir el congelamiento de los precios del formulario de admisión y el aumento de subsidios. En 1993, el Colectivo Pro Rescate de Residencias Universitarias y Bienestar Social Universitario se tomó los edificios donde antes funcionaban las residencias para exigir su restitución a “los estudiantes de escasos recursos y/o de provincia”, según informó el mismo periódico.  

Los ejercicios de memoria que se han venido realizando sobre estos hechos buscan mantener viva la reflexión sobre las luchas estudiantiles, la necesidad de dignificar las memorias de sus protagonistas y la deuda social que existe frente al esclarecimiento y la sanción de crímenes graves que truncaron procesos significativos como el de la “recuperación” de las residencias de la Universidad Nacional. 

*Rodrigo Torrejano Jiménez y Laura Félix, investigadores de Archivos del Búho, contribuyeron en la preparación de este artículo.  

Bernardo Jaramillo Ossa

“No se puede hablar de paz, ni ser consecuente con la paz, cuando no se castiga ejemplarmente a los miembros del Estado comprometidos con la violencia hacia la población civil”.

Tres días después del asesinato de Bernardo Jaramillo, candidato presidencial por la Unión Patriótica (UP), la periodista María Jimena Duzán publicó un artículo sobre el caso bajo el título “Se le fue la mano, país”. La frase estaba inspirada en el eslogan de la campaña de Jaramillo: “Venga esa mano, país”, el segundo intento de la UP por participar en una elección presidencial luego del asesinato del también candidato Jaime Pardo Leal, en 1987.

Esta exposición retoma el título de ese artículo de marzo de 1990. Se trata de un recorrido por la vida de Jaramillo, construido a partir del archivo fotográfico y de prensa resguardado durante años por Mariella Barragán, quien era su compañera en la época en que fue asesinado. 

Esta es una de las múltiples iniciativas de memoria que durante las últimas tres décadas ha emprendido Mariella para combatir el olvido y la impunidad.

Javier Molina: una vida por la defensa de los habitantes de calle

Por María Flórez y Fernanda Espinosa, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En el Parque del Renacimiento, parte del Eje de la Paz y la Memoria de Bogotá, se reunieron familiares, amigos y vecinos el pasado 30 de octubre para hacer memoria de tres javieres: Óscar Javier Molina, funcionario de la Secretaría Distrital de Integración Social asesinado por las mafias del Bronx en 2013; Javier Leonardo Franco, un joven trabajador ejecutado extrajudicialmente en Antioquia por integrantes del Ejército, en 2008; Javier Ordónez, estudiante de derecho asesinado por integrantes de la Policía en Bogotá, en septiembre pasado.

La conmemoración, titulada “En memoria de los javieres y todos nuestros quereres”, fue convocada por el Costurero Kilómetros de Vida y Memoria, del que hace parte Andrea Vaca, quien era la compañera de Óscar Javier Molina al momento de su asesinato. Andrea cuenta que, tras el homicidio de Javier Ordoñez, en el Costurero tuvieron la idea de hacer un homenaje en memoria de los tres javieres, así como también de los líderes sociales asesinados y de las personas que han muerto por cuenta de la pandemia de Covid-19.

Homenaje a los tres javieres. Fotos: Mónica Mesa – Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Durante el encuentro, familiares y vecinas hicieron memoria de los javieres, de los sueños que truncaron los victimarios, de sus luchas colectivas por la memoria y la justicia. Las y los asistentes encendieron velas; ofrendaron flores a las víctimas; escucharon una breve presentación del rapero bogotano Oculto y de un grupo de música andina; y realizaron un ejercicio colectivo sobre el significado de la memoria. También extendieron telas bordadas por personas exiliadas, además de la tela que Andrea bordó en homenaje a Óscar Javier y su pasión por el rock.

El caso de Óscar Javier

Óscar Javier Molina fue asesinado el 28 de septiembre de 2013, cuando cumplía 14 años de trabajar en la Secretaría de Integración Social de la Alcaldía de Bogotá, en el programa de atención a habitantes de calle. Su lugar de trabajo era el Bronx, un conocido sector de la ciudad en el hacían su vida muchas de esas personas en medio del control social que ejercían organizaciones criminales vinculadas al narcotráfico. El trabajo de Javier consistía en invitar a los habitantes de calle a los programas de atención que ofrecía el Distrito.

Por su experiencia personal en el desaparecido sector de El Cartucho, Javier tenía una profunda sensibilidad y respeto por las personas que habitaban la calle. En 2008, en una entrevista para el programa Amor por Bogotá, declaró: “Yo le aporto a Bogotá la construcción de nuevas ciudadanías y la posibilidad de que personas muy valiosas que no han sido reconocidas y que son invisibles tengan la posibilidad de brillar con luz propia y de mostrarse tan especiales como ellos son”. Con esa convicción, como él mismo contó en ese programa, Javier y sus compañeros trabajaban “todos los días del año, día y noche, desde los caños, desde las zonas perimetrales, desde las casas abandonadas, desde las zonas de alto deterioro urbano”.

El febrero de 2013, pocos meses antes del asesinato de Javier, la Alcaldía de Bogotá intentó desalojar el Bronx, lo que dispersó momentáneamente a los habitantes de calle y a las organizaciones delincuenciales. Por cuenta de esa intervención, así como de otras decisiones de la administración del entonces alcalde Gustavo Petro que buscaban implementar un plan de renovación urbana en el Bronx, las mafias empezaron a hostigar y amenazar a los funcionarios del Distrito que atendían a los habitantes de calle.

Óscar Javier Molina trabajó durante más de una década en la atención de habitantes de calle. Foto: Cortesía de Andrea Vaca

Sobre esa época, Andrea recuerda: “Desde la primera intervención, a los funcionarios los cogen en la mira, no podían acercarse ahí por lo que había hecho el Distrito, porque los agredían con materia fecal o con malas palabras. Se había puesto muy pesado, no podían ir”. El día en que Javier fue asesinado, recibió amenazas de muerte en frente de sus compañeros de trabajo.

Javier había alcanzado un grado importante de exposición. Frecuentemente, era entrevistado para televisión sobre su trayectoria de vida, los programas del Distrito y la manera como operaban las mafias del Bronx. El 16 de septiembre de 2013, pocos días antes de su asesinato, el programa Primer Impacto, de Univisión Noticias, emitió una nota en la que Javier denunció que esas mafias obtenían enormes ganancias por el consumo de drogas en el sector: “El dinero lo sacan en tulas, todos los días. Se da uno cuenta que estas personas habitantes de la calle están sometidas a la esclavitud del consumo de las sustancias y que estos expendedores tienen en ellos unos trabajadores incansables”.

Andrea lamenta que la administración de entonces no hubiera tomado medidas urgentes para proteger a Javier: “Fue negligencia de Integración, porque ellos sabían que no solamente Javier, sino otros funcionarios estaban siendo agredidos, y ellos hicieron caso omiso. Debieron sacarlo de la ciudad. Él fue asesinado porque sabía mucho del tema, porque era un ejemplo a seguir, porque era el de mostrar que quienes tenían problemas de consumo sí se podían rehabilitar, podían tener un trabajo y una familia”.

Además de trabajar con habitantes de calle, Javier se había hecho conocido en Usme, la localidad donde vivía, por el bar de rock que había montado junto a Andrea: Heaven and Hell, como la canción de la banda británica Black Sabbath. Con la idea de tener a futuro una casa cultural, Javier tenía una sala de ensayo que les alquilaba a bajo costo a las bandas de rock de la localidad, muchas de ellas conformadas por jóvenes estudiantes de bachillerato. También tenía un estudio de grabación y una banda de death metal: Sádico, en la que él tocaba la guitarra. Antes había integrado otra banda del mismo género, también nacida en Usme: Lucturian.

Óscar Javier se había hecho conocido en la localidad de Usme por su bar de rock y su banda de metal. Foto: Cortesía de Andrea Vaca

A Javier, además, le gustaba la producción audiovisual. Se estaba formando en ese campo, en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Andrea cuenta que él acompañó al director de cine Rubén Mendoza en algunas jornadas del rodaje de la película La Sociedad del Semáforo y que colaboró en la grabación del documental El Cartucho, dirigido por Andrés Chaves.

Pese a que el asesinato de Javier alcanzó notoriedad en medios de comunicación y motivó pronunciamientos de la administración distrital, el caso se encuentra en la impunidad. Durante estos años, Andrea, el Costurero, los amigos y las amigas de Javier han impulsado varias conmemoraciones para recordarlo, para exigir que se haga justicia. Entre ellas, la realización de un concierto y una olla comunitaria con los habitantes de calle del barrio Santa Fe.

El Bronx como un lugar de memoria

“Queremos que se nos reconozca como víctimas del narcotráfico” dijo un habitante de calle, quien tenía formación universitaria en derecho, en una reunión con funcionarios del Distrito en abril de 2012 en la Plaza de los Mártires, donde quedaban las calles conocidas como el Bronx.

La Plaza de los Mártires es denominada así en homenaje a los próceres de la independencia, específicamente a José María Carbonell, Mercedes Ábrego y Jorge Tadeo Lozano, quienes allí murieron. El Barrio Santa Inés, donde se encuentra la Plaza de los Mártires, se consolidó a finales del siglo XIX, como un barrio residencial, de habitación de la clase alta y media de Bogotá, de casonas republicanas. Allí se construyó la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús – Voto Nacional, desde 1902, y la Escuela de Medicina, un edificio neoclásico erigido en 1916 (actualmente el Batallón de Reclutamiento del Ejército). Progresivamente, a lo largo del siglo XX, se convirtió en una zona que albergó a gran cantidad de familias que llegaron desplazadas por La Violencia, y también fue conocido por ser el lugar de residencia de familias recicladoras.

Durante los últimos años, La Plaza de los Mártires ha sido intervenida por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural. Foto: Alcaldía de Bogotá

Algunas calles de este barrio, otrora un barrio de lujo, se convirtieron en el sector de El Cartucho y luego con unas cuadras de diferencia en la denominada zona del Bronx o “La Ele”. Esta llegó a ser la principal zona de venta y consumo de drogas de la ciudad en pleno centro, donde habitantes de la calle convivían bajo el control de las redes del narcotráfico. En el Bronx, además, se cometían graves crímenes como explotación sexual de menores, tráfico ilegal de armas, torturas, descuartizamientos, secuestros, e incluso llegó a denunciarse la existencia de una casa de pique y tortura.

Suele pensarse que era una tierra de nadie, pero por el contrario era el lugar de control de poderosas bandas delincuenciales. Por un lado, estaban los grupos paramilitares y, por otro , las bandas del narcotráfico consolidadas desde el Cartucho, que se disputaban el control del Bronx. La presencia de grupos paramilitares en la zona aumentó tras la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia. Óscar Javier denunció en una entrevista en 2013 que quienes estaban detrás de los “ganchos” (estructuras de microtráfico) eran exparamilitares: “Se habla de un grupo armado que ha tomado el control posterior a la desaparición de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Gran parte de estas personas encontraron un negocio muy bueno”.

El control del tráfico y la “seguridad” de los capos del Bronx se mantenía con los “Sayayines”, que eran delincuentes con amplio prontuario y experiencia criminal, expertos en manejo de armas, que se dedicaban al control de la “olla”. Los “Sayayines”, incluso, tenían francotiradores en los techos y puestos de control, con armas automáticas y subametralladoras. Detrás de esa figura de estaban excomandantes paramilitares. El Bronx es otra evidencia de cómo graves violaciones a los derechos humanos también han ocurrido en Bogotá y en pleno centro, incluso a pocas cuadras de la Presidencia de la República.

La paz en Colombia requiere discusión sobre el problema de las drogas

Para nadie es un secreto que el negocio de las drogas ha sido un motor fundamental del conflicto armado y la violencia en el país, y Bogotá no está exenta de ello. Precisamente, el cuarto punto del Acuerdo Final de Paz se titula “Solución al problema de las drogas ilícitas”.

La erradicación forzada ha profundizado la conflictividad social en departamentos como Putumayo y Nariño. Foto: Policía

Un gran tema para la paz es el del narcotráfico. El fenómeno tiene al menos tres caras en el país: los cultivos de uso ilícito, el consumo de drogas y las redes del narcotráfico. Muchas veces, las comunidades rurales recurren al cultivo de drogas ante la baja o nula ganancia con otros productos agropecuarios. En el Acuerdo se pactó la creación del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito y Desarrollo Alternativo (PNIS) y el fin de la fumigación con glifosato.

Sin embargo, el gobierno nacional ha insistido en el retorno de la aspersión con glifosato. El ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, declaró el 24 agosto de 2020: “Hay que decir con claridad, cumpliendo claro está todos los requisitos de la Corte Constitucional, que la aspersión aérea hoy es más necesaria que nunca antes para continuar con la disminución de los cultivos ilícitos. Se trata de un asunto de seguridad nacional”.

El gobierno regresaría a la aspersión con glifosato el próximo año, aunque internacionalmente se reconocen las graves afectaciones que esto tiene para la salud y el medio ambiente. Igualmente, continúa la criminalización del consumo de drogas y el no reconocimiento del consumo como un problema de salud pública. El Estado tiene una deuda pendiente con la reparación de las víctimas del narcotráfico.

La masacre del Suroriente de Bogotá: la memoria sigue viva

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Once jóvenes, de entre 19 y 27 años, fueron ejecutados extrajudicialmente por agentes de la Policía en tres puntos distintos del suroriente de Bogotá, en la mañana del 30 de septiembre de 1985. Diez de ellos hacían parte de un comando urbano de la insurgencia del M-19, que acababa de robar un camión de leche para repartir la carga entre los habitantes del sector.  

Era la época en que el M-19 contaba con una presencia significativa en esa zona de Bogotá. Allí, como en otras ciudades del país, esa organización insurgente creó milicias que resolvían conflictos y proveían justicia; promovían la autogestión para la instalación de redes de servicios públicos y el mejoramiento de vivienda; y realizaban tareas de propaganda y organización.  

La toma por la fuerza de vehículos transportadores de alimentos o el robo de materiales de construcción, que luego eran distribuidos entre la comunidad, eran una práctica recurrente del M-19 en los barrios populares de ciudades como Cali y Bogotá. La guerrilla concebía estas acciones como “recuperaciones” con las cuales se podría avanzar en la solución de los problemas del hambre y de la falta de vivienda digna que agobiaban a los pobladores de esas zonas. En 1985, los precios de los alimentos aumentaron drásticamente por cuenta de la devaluación del peso.   

Aunque los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo del 30 de septiembre de ese año reportaron todos los homicidios como muertes en combate, los informes de balística y la propia Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) constataron más tarde que los 11 jóvenes fueron asesinados en estado de indefensión. Los testimonios de algunas vecinas y vecinos de los barrios donde ocurrieron los hechos así lo confirmaron. 

Convocatoria para la Noche Sin Miedo del pasado 30 de septiembre, en el sector conocido como el Rincón del Valle, del barrio Diana Turbay. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

Que integrantes de la Policía hubieran asesinado a plena luz del día a once personas en medio de un operativo para repeler el robo de un camión de leche generó temor en la zona, pero también importantes acciones de denuncia y de recuperación de la memoria que han persistido durante los últimos 35 años en cabeza de familiares de las víctimas, exmilitantes del M-19 y organizaciones culturales y juveniles del suroriente de Bogotá, que encuentran elementos de continuidad entre el caso y sus propias experiencias en el presente.  

La Masacre del Suroriente 

El informe de fondo que en 1997 emitió la CIDH sobre este caso, conocido como la masacre de la Leche o masacre del Suroriente, narra en detalle lo ocurrido la mañana del 30 de septiembre de 1985. Ese día, en el barrio San Martín de Loba y los sectores cercanos, la Policía; el F-2, la agencia de inteligencia policial de la época; la Seccional de Investigación Judicial de la Policía (Sijín); el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y el Ejército desplegaron un importante operativo contra el comando del M-19 que robó el camión de leche. 

Ocho de las once víctimas de la masacre del suroriente. Imagen tomada de la monografía de Carlos Parra titulada “Masacre en el Suroriente de Bogotá, un crimen de Estado".

Encontrándose cercados, los jóvenes guerrilleros se separaron en varios grupos y emprendieron la huída. José Alberto Aguirre, Jesús Fernando Fajardo y Francisca Irene Rodríguez fueron asesinados dentro de un bus de servicio público por un agente de la Sijín, en el barrio Diana Turbay. En el informe de la CIDH consta que Jesús y José murieron por disparos realizados a corta distancia. En estos hechos también fue asesinado Javier Bejarano, un joven que se encontraba dentro del bus, pero que no pertenecía a la insurgencia. 

Leonardo, el hermano de Javier, sobrevivió al crimen. Así describió los hechos, según consta en el mismo informe de la CIDH: “Yo agaché la cabeza y me quedé ahí agachado, luego fue cuando yo no sé quién subió, yo miré y fue cuando me dieron el primer tiro. Me escurrí y quedé con la cabeza apoyada en los pies de mi hermano, botando sangre por la boca. Luego ya subieron más señores del F-2 que portaban radios y decían: ‘Mi capitán están todos muertos, no hay ningún herido’. Luego se acercaron otra vez adonde nosotros y, como a mi hermano no lo habían herido, le pegaron un tiro. Entonces fue cuando me vieron que yo estaba con vida y me dijo: ‘Este hijo de puta no se muere’, y sacó y me pegó otro tiro”. 

En el barrio Bochica ocurrieron otras cinco ejecuciones extrajudiciales, en tres episodios distintos.  Isabel Cristina Muñoz fue asesinada por agentes de la Policía a las afueras de una casa donde se escondía, luego de que ella saliera con las manos en alto; Arturo Ribón Avilán y Yolanda Guzmán Ortiz fueron asesinados en las calles del barrio, cuando huían de la persecución de la Fuerza Pública. Aunque un teniente declaró que ambos murieron en combate, los dictámenes periciales mostraron que varios de los disparos les fueron propinados a corta distancia; Martín Quintero Santana y Luis Antonio Huertas fueron asesinados por un agente del F-2 cuando se encontraban indefensos. 

La monografía de Carlos Eduardo Parra titulada “Masacre en el Suroriente de Bogotá, un crimen de Estado. Documentación de caso” (2010) retoma importantes testimonios que fueron incluidos en las investigaciones de la Procuraduría de la época. Dos de ellos se refieren al caso de Martín y Luis Antonio. Los testigos narraron cómo agentes del F-2 los golpearon y les dispararon hasta matarlos cuando ellos se encontraban tendidos en el suelo. Uno de los testigos contó sobre las víctimas: “Los muchachos no dijeron nada, ni levantaron una mano, ni una uña. Esos muchachos venían tranquilos por la calle, como si nada pasara”.  

Finalmente, José Alfonso Porras Gil y Hernando Cruz Herrera fueron asesinados en zona rural, en lo que entonces era la vereda Los Soches, del municipio de Usme. En el sector, hoy barrio La Aurora, no se encontraron testigos de los hechos. Sin embargo, los informes de balística probaron que ambas víctimas recibieron disparos a menos de un metro de distancia, contrario a la versión de la Policía, que dijo haberlos “dado de baja” en un enfrentamiento. 

En el barrio Diana Turbay se perpetraron cuatro de las once ejecuciones extrajudiciales. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

La monografía de Parra también documenta cómo un militante del M-19 que participó en el robo del camión de leche fue detenido cuando intentaba escapar del cerco de la Fuerza Pública. Esta persona describió las torturas a las que fue sometida: “Hay como mucha violencia (en la detención), muchos golpes (…) en el carro, en la estación de policía de San Agustín, en el F-2; se me paran unos tipos en las coyunturas del cuerpo, en los tobillos. Ya en el carro, por ejemplo, con una ametralladora me han estado aterrorizando, claro, de meterle a uno la ametralladora en la boca y empezar a tratar de dispararla”. 

Por las 11 ejecuciones extrajudiciales, la CIDH concluyó que el Estado colombiano había violado los derechos de las víctimas a la vida, la integridad física, las garantías judiciales y la protección judicial. La Comisión determinó que los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo “estaban obligados a tratar en toda circunstancia humanamente a todas las personas que se encontraban bajo su control, a causa de heridas sufridas, rendición o detención, sin importar que hubieran participado o no en las hostilidades”.  

En 2014, pasados 17 años de las recomendaciones de la CIDH al Estado colombiano para que avanzara en las investigaciones, la Corte Suprema de Justicia dejó sin efecto varias decisiones de la Justicia Penal Militar que habían exonerado de toda responsabilidad a los integrantes de la Fuerza Pública que participaron en el operativo y le remitió el proceso a la Fiscalía. Seis años después de esa decisión, el caso continúa en la impunidad.  

Resistiendo al olvido 

Este 30 de septiembre, organizaciones juveniles y culturales de la localidad de Rafael Uribe Uribe decidieron articular la conmemoración de los 35 años de la Masacre del Suroriente con la Noche Sin Miedo, una jornada de actividades pedagógicas, artísticas y comunitarias organizada para combatir el miedo generado por los hechos ocurridos en Bogotá durante y después del 9 y 10 de septiembre de este año, cuando al menos 14 jóvenes fueron asesinados durante las protestas por el homicidio de Javier Ordóñez a manos de integrantes de la Policía.  

A la estigmatización que se produjo después contra los manifestantes y las organizaciones sociales, se suma el temor por la persistencia de amenazas en el suroriente y el suroccidente de la ciudad. En 2018, la Defensoría del Pueblo advirtió en una alerta temprana que, en las localidades de San Cristóbal, Usme y Rafael Uribe Uribe, “los líderes y lideresas sociales, comunales y barriales son objeto de intimidaciones por parte de sujetos armados que, mediante la coacción y amenaza, buscan condicionar sus labores de liderazgo o de defensa de los derechos humanos, entorpecer procesos sociales, o impedir actividades que incrementen el bienestar social, el acceso a la justicia, la capacidad de organización y de participación ciudadana”. 

En la tarde del 30 de septiembre empezaron los preparativos para la Noche Sin Miedo en el barrio Diana Turbay. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

Para esta Noche Sin Miedo, los jóvenes eligieron como punto central el sector del barrio Diana Turbay conocido como el Rincón del Valle. Allí, desde las primeras horas de la tarde del 30 de septiembre, el colectivo Épsilon y otras personas de la comunidad prepararon los espacios, la comida y las bebidas calientes con las que recibieron a los asistentes de las varias actividades que se realizaron en la noche y hasta las seis de la mañana del día siguiente: campamento, trueque, concierto, proyección audiovisual, estampado de camisetas, juegos, documentación de hechos de violencia y de necesidades básicas insatisfechas.  

Marghen Blanco, del colectivo Valkirikaz del Sur, estuvo a cargo de la proyección audiovisual. Ella encuentra relación entre la Masacre del Suroriente y los crímenes recientemente cometidos contra los jóvenes de la ciudad: “Es como si se repitiera el ciclo histórico. La conmemoración de la masacre del 85 y la Noche Sin Miedo son una defensa de la vida. Nos masacraron, nos mataron, nos siguen amenazando, nos siguen hostigando, persiguiendo. Pero nosotros seguimos resistiendo, con esa idea de defender la vida; una vida digna, con todas las condiciones”. 

El colectivo Épsilon, junto a Valkirikaz del Sur y otras organizaciones del territorio, le han apostado durante los últimos años a mantener viva la memoria de la Masacre del Suroriente. A partir de la investigación de Parra, han reflexionado sobre el caso; han realizado cartillas, stencil, murales, líneas del tiempo, conversatorios; y han montado una obra de teatro que narra el caso. Este año, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación produjo junto al colectivo este video conmemorativo sobre la masacre:

Para Felipe Gamboa, integrante de Épsilon, “la masacre del Suroriente es un hecho relevante para el territorio por lo que significó en cuanto al asesinato de 11 jóvenes. Empezamos a indagar un poco alrededor de esas vidas y encontramos una profunda necesidad por transformar el país: una juventud demasiado inquieta, crítica y consciente en ese 85. Encontramos elementos de lo que es la juventud organizada hoy en día en el territorio”.  

Durante los últimos años, otras personas y colectivos también han mantenido viva la memoria de la masacre, así como de las apuestas de los jóvenes asesinados. En 2017, por ejemplo, la Corporación Nuevo Abril y otras organizaciones sociales conmemoraron los hechos en una jornada que incluyó la siembra de plantas, la elaboración de murales, un recorrido por la memoria, una jornada artística, un compartir de arroz con leche y un foro sobre la protesta y el derecho a la alimentación. En 2019, la Escuela Ambiental Kimy, en asocio con la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, realizó varias actividades en conmemoración de la masacre, en las localidades Rafael Uribe Uribe y Usme. 

Esta línea de tiempo hace parte de los procesos de memoria que impulsan los colectivos juveniles del suroriente de Bogotá. Foto: Ana María Cuesta - Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

Este año, la editorial El Búho publicó un libro sobre el caso, titulado “Tomad y Bebed. Crónicas de Militancia”, de Alejandro Cabezas. También este año, Armando Ribón Avilán, hermano de Arturo, elaboró una multimedia conmemorativa, en cuya presentación escribió: “Año a año, mes a mes, día a día, seguiremos persistiendo en la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación. Mientras, no habrá silencio ni cobardías, no habrá cansancio, no habrá perdón ni olvido”.