Por Paola Rodríguez, investigadora del proyecto Archivos del Búho y María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación
El esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos a las que ha sido sometida la comunidad de la Universidad Nacional (UN) es una exigencia que estudiantes, directivas y profesores le han venido planteando recientemente a la Comisión de la Verdad. Desde noviembre del año pasado, la Comisión ha recibido dos informes sobre los impactos del conflicto armado y la violencia sociopolítica en la Universidad.
El primero de estos informes, titulado “Memorias de la Universidad Nacional y el conflicto armado (1958-2018)”, fue coordinado por los investigadores Martha Nubia Bello y Mauricio Archila. Allí se documentaron 78 desapariciones forzadas, 125 detenciones arbitrarias y 77 amenazas. La investigación incluyó, además, la construcción de una base de datos sobre protestas realizadas por la comunidad universitaria.
El segundo informe busca que se reconozcan y dignifiquen las memorias de las y los estudiantes que atestiguaron los graves crímenes ocurridos el 16 de mayo de 1984, cuando agentes de la Fuerza Pública ingresaron a la sede Bogotá de la UN para reprimir una protesta violenta. El documento, titulado “Reventando silencios. Memorias del 16 de mayo de 1984 en la Ciudad Universitaria”, fue elaborado por Archivos del Búho, un proyecto de investigación en el que participan estudiantes y egresados de la UN.
Los hechos de 1984, que han sido rememorados por distintos sectores a lo largo de estos años, fueron el resultado —entre otras cosas— de las tensiones que se venían presentando al interior y exterior de la Universidad en la disputa por el reconocimiento de unos puntos mínimos de bienestar para las y los estudiantes, enfocados los temas de vivienda y vida digna. Su desenlace puso final a una conquista que grupos de estudiantes organizados habían alcanzado en los últimos años: la reapertura de las residencias estudiantiles, un programa indispensable para que decenas de jóvenes empobrecidos de distintas regiones del país pudieran adelantar sus estudios universitarios.
Los hechos que pusieron final a las residencias son importantes para comprender la historia de las violaciones a los derechos humanos cometidas en la UN. La represión que se desató contra los y las estudiantes residentes acabó con un proyecto que, aún en medio de múltiples cuestionamientos, ofrecía condiciones de vida favorables, así como espacios para la solidaridad y la organización política.
Para Archivos del Búho, estas reflexiones pretenden encontrar en el pasado elementos explicativos sobre las violencias vigentes. La participación de la voz activa de quienes fueron testigos de las luchas y reivindicaciones del movimiento estudiantil, principalmente entre las décadas de 1970 y 1980, posibilita la circulación de narrativas sobre los hechos ocurridos al interior de la UN a propósito de la lucha por el bienestar.
El cierre de las residencias
En la UN sede Bogotá, las residencias surgieron a mediados de la década de 1940 como parte de un programa de bienestar universitario basado en el proyecto educativo del presidente Alfonso López Pumarejo y la construcción de la Ciudad Blanca bajo la idea del pedagogo Fritz Karsen y el arquitecto Leopoldo Rother. Esa idea se amplió en la década de 1960 con la “Reforma Patiño”, que incluyó dentro del sistema de bienestar los servicios de cafetería, medicina y deportes. Los mayores beneficiarios fueron estudiantes provenientes de otros lugares del país, que en muchas ocasiones no contaban con los medios suficientes para costear su estadía en Bogotá.
La década de 1970 se caracterizó por la desaceleración económica y la fuerte inflación. La llegada a la presidencia de Alfonso López Michelsen (1974-1978) tras el fin del Frente Nacional vino acompañada de reformas económicas que afectaron gravemente a la población: desmonte de subsidios, aumento de impuestos e incremento en el precio de los alimentos. A raíz de este panorama, diferentes sectores sociales convocaron grandes movilizaciones a nivel nacional, entre ellas, el Paro Cívico de 1977.
En medio de ese contexto, los estudiantes de la Universidad Nacional que se beneficiaban del sistema de bienestar sufrieron otro duro golpe a sus finanzas. En 1976, después de una fuerte confrontación entre algunos estudiantes y la Policía, el Consejo Superior Universitario decidió cerrar las residencias alegando que no se les estaba dando el uso debido. La decisión afectó a quienes dependían de estos espacios, quedando en funcionamiento únicamente las residencias “femeninas” y otras pocas ubicadas en la unidad Camilo Torres, dispuestas para las parejas de casados.
Las y los estudiantes que salieron de las residencias se vieron obligados a buscar viviendas que, en su mayoría, no eran dignas. Otros tuvieron que buscar alojamiento en barrios distantes de la Universidad e incluso muchos de ellos no pudieron seguir estudiando. Los boletines de estadística de la Universidad registraron una caída en la cantidad de estudiantes matriculados para el segundo semestre de 1976.
La lucha para reabrir las residencias
A comienzos de la década de 1980 y tras seis años de estar abandonadas las residencias, los estudiantes decidieron “recuperar” los edificios para garantizar la reapertura por sus propios medios. El 21 de septiembre de 1982, cinco días después de haberse posesionado como rector Fernando Sánchez Torres, hacia las 6:15 de la mañana sonaron algunos estallidos de pólvora, señal para que los 13 grupos de estudiantes que participaban de la acción empezaran a dirigirse a los edificios y, como lo habían planeado meses atrás, rompieran los candados oxidados que impedían el ingreso. Son “recuperadas” inicialmente las residencias masculinas conocidas como Gorgona y, meses después, las que se encontraban dentro del campus.
El año de la toma había sido particularmente grave en materia de derechos humanos para los estudiantes de las universidades públicas bogotanas, que enfrentaban las prácticas represivas propias de la figura del Estado de Sitio y de la política del Estatuto de Seguridad. Entre marzo y septiembre, organismos de seguridad del Estado e integrantes del grupo armado ilegal Muerte a Secuestradores (MAS) detuvieron, torturaron y desaparecieron a 13 personas, la mayor parte de las cuales eran estudiantes, a quienes señalaron sin pruebas de ser responsables de un secuestro.
Los estudiantes de la Universidad Nacional Pedro Pablo Silva, Samuel Sanjuán, Édgar García, Guillermo Prado y Edilbrando Joya fueron víctimas de estos hechos, de acuerdo con esta investigación de los profesores Molano y Forero. El proceso de exigencia de justicia emprendido por los familiares de las víctimas, que más adelante se conocieron como Colectivo 82, desembocó en la creación de la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Asfaddes) a comienzos de 1983.
Los crímenes también movilizaron a las organizaciones estudiantiles. El Frente Estudiantil Revolucionario Sinpermiso convocó en la Plaza Che una “Jornada Nacional en Homenaje a los Compañeros Estudiantes Desaparecidos y Asesinados”.
En las memorias de algunos estudiantes de la época, el contexto de permanentes violaciones a los derechos humanos también influyó en la “recuperación” de las residencias. De ello da cuenta este testimonio que hace parte del informe “Reventando silencios”: “En el año 77 ocurre la primera desaparición forzada en Colombia (…) Luego en el año 82 se da la desaparición de los 13 estudiantes. Como consecuencia real y verdadera de la desaparición política de esos estudiantes es que se organiza al interior de la Universidad la toma de las residencias para garantizar la seguridad de los estudiantes”.
En 1983, como propuesta del entonces rector Sánchez Torres, se entabló una mesa de negociación entre estudiantes y las directivas de la universidad con el fin de reabrir y organizar las residencias. Los principales promotores de estas negociaciones fueron los miembros de Cooperación Estudiantil, junto con otras organizaciones de estudiantes.
Como resultado de las negociaciones, se acordó que los estudiantes saldrían de las residencias mientras la Universidad se encargaba de adecuarlas para posteriormente entregarlas con un certificado, las llaves de cada habitación y el carnet. La decisión se puso en marcha con el Acuerdo 46 del 1 de junio de 1983, en el que se creó una administración temporal compuesta por estudiantes y directivas de la universidad. La negociación continuó hasta abril de 1984, cuando se consolidó un acuerdo mediante una decisión formal del Consejo Superior Universitario.
Mientras se adecuaron las residencias, muchos estudiantes tuvieron que vivir dificultades económicas, al tiempo que abrigaban la esperanza de que la Universidad cumpliera su palabra. Algunos tuvieron que buscar posada con compañeros y compañeras que vivían cerca del campus, otros recurrieron a campamentos improvisados en el barrio Policarpa, y algunos otros vivieron gracias a las ayudas de los vecinos.
Finalmente, a mediados de abril de 1984, las directivas de la Universidad reabrieron las residencias, que no solo habilitaron espacios para la vivienda, sino también para el estudio, la acción política y la realización de actividades culturales. Allí se tejieron relaciones de solidaridad y formas organizativas que mejoraron la calidad de vida de quienes habitaban las edificaciones, aun en medio de la falta de inversión estatal para su mantenimiento.
Félix Zabala, quien se desempeñó como coordinador de piso en una de las residencias, opinó al respecto en una entrevista realizada por Archivos del Búho: “Como decíamos muchos, este era el mejor lugar del mundo, porque podíamos integrar la parte cultural, la parte política, el bienestar. Pero en contra de eso estaba que (…) la Universidad pues si no tenía presupuesto para funcionamiento, menos para bienestar, entonces se fue agotando, se fue agotando, y muchos edificios estaban en deplorable estado”.
El asesinato de dos negociadores y el 16 de mayo
En entrevistas del acervo documental de Archivos del Búho, antiguos habitantes de las residencias narraron hechos de intimidación y hostigamiento por parte de organismos de seguridad del Estado durante el tiempo que duró el proceso de “recuperación” de los edificios. La presión ejercida por estas acciones hizo que los estudiantes vivieran con miedo constante, que muchos hicieran guardia en las residencias, que tuvieran que salir en grupos e incluso que no quisieran salir.
Aunque la Universidad regularizó los espacios, la persecución continuó. Dos de las personas que participaron del proceso de negociación durante la toma fueron asesinadas el mismo año de la reapertura de las edificaciones. El primero de ellos fue Jesús Humberto León Patiño, “Chucho”, dirigente estudiantil oriundo de Pasto que cursaba sexto semestre de Odontología en la UN. “Chucho” participó de las negociaciones en las que se acordó la regularización de residencias en calidad de presidente de Cooperación Estudiantil. Fue secuestrado, torturado, y finalmente su cuerpo fue abandonado cerca de la Universidad del Valle el 9 de mayo de 1984.
Posteriormente, el 14 de mayo, fue secuestrado y asesinado el médico y profesor de la Universidad Luis Armando Muñoz, director de la carrera de Medicina. Muñoz fue raptado saliendo de su consultorio ubicado en la carrera séptima con calle 82, según registró la revista Cromos tras la ejecución del crimen. El profesor había hecho parte de las negociaciones para la regularización de las residencias y se cree que este sería el motivo de su asesinato.
Estos crímenes, y en particular el cometido contra “Chucho”, motivaron la convocatoria a un homenaje político en la Plaza Che para la mañana 16 de mayo de 1984. Su activa participación en el movimiento estudiantil y el reconocimiento de sus compañeros le dieron una especial relevancia a la convocatoria.
Ese día, en la entrada de la calle 26, podía leerse un grafiti que rezaba: “Jesús León. Tendrán que matarnos a todos para callar nuestra voz”. La imagen se puede ver en este documental, donde dos estudiantes de la época narran cómo ese 16 de mayo integrantes de la Fuerza Pública dispararon contra la comunidad universitaria como respuesta a una protesta violenta que se desató en medio del homenaje.
Los agentes ingresaron a la Universidad y atacaron a los habitantes de las residencias, como relata Elizabeth Díaz, una de las testimoniantes del documental: “El 16 de mayo entraron a las residencias, tumbaron puertas, sacaron a las muchachas de aquí de residencias, les pusieron capuchas del M-19, les pusieron armas, salieron en los periódicos”. Además de capturas ilegales, algunas fuentes de la época dejaron constancia de la comisión de asesinatos y desapariciones forzadas, que aún no han sido esclarecidos y cuyas víctimas permanecen en el anonimato. Como consecuencia de esos hechos, las directivas de la Universidad clausuraron el comedor central y las residencias, estigmatizadas como focos de insurgencia armada y tráfico de drogas.
El 10 de junio de ese año, la administración de la Universidad realizó el desalojo de los últimos residentes, quienes realizaron un campamento en inmediaciones de la calle 26 junto a otros estudiantes.
Aun con los impactos que los hechos del 16 de mayo causaron, durante los años siguientes los estudiantes de la UN continuaron movilizándose para exigir el mejoramiento del programa de bienestar universitario. En octubre de 1987 se dio un intento de retoma del edificio Antonio Nariño, bautizado por el movimiento estudiantil como “Alberto Alava”, para exigir la reapertura de las residencias. La Administración utilizó distintos medios de presión para dar por terminada la toma.
En agosto de 1989, según reseñó el periódico Voz, los estudiantes se tomaron la Rectoría y el Edificio de Enfermería para exigir el congelamiento de los precios del formulario de admisión y el aumento de subsidios. En 1993, el Colectivo Pro Rescate de Residencias Universitarias y Bienestar Social Universitario se tomó los edificios donde antes funcionaban las residencias para exigir su restitución a “los estudiantes de escasos recursos y/o de provincia”, según informó el mismo periódico.
Los ejercicios de memoria que se han venido realizando sobre estos hechos buscan mantener viva la reflexión sobre las luchas estudiantiles, la necesidad de dignificar las memorias de sus protagonistas y la deuda social que existe frente al esclarecimiento y la sanción de crímenes graves que truncaron procesos significativos como el de la “recuperación” de las residencias de la Universidad Nacional.
*Rodrigo Torrejano Jiménez y Laura Félix, investigadores de Archivos del Búho, contribuyeron en la preparación de este artículo.