Luego de una noche de pesadillas, cuando se miró al espejo esa mañana, descubrió que en sus pupilas se escondía la alegría inocente de la ya lejana infancia; en sus labios percibió la presencia de los amores, algunos efímeros, y otros prolongados, y en cada pliegue de su rostro leyó las huellas de crueles experiencias. Vio que su vida era una mezcla de mezquindad y altruismo: vividos en proporciones diversas, según las circunstancias. Pero sobre todo, encontró que no era lo que otros decían y menos lo que por mucho tiempo creyó de sí. Esta experiencia matinal fue su hora de la verdad.
Las naciones tienen también su hora de la verdad. Las catástrofes, las invasiones, las endemias son momentos en los que ven su rostro y descubren sus virtudes y defectos. Saben entonces de lo que son capaces y se plantean los desafíos que se derivan del conocimiento de sí mismas.
Nuestro país está a las puertas de una hora de la verdad. Luego de más de medio siglo de un ciclo de confrontaciones que parecía no tener término, la paz parece estar cerca y el día no esté lejano, como escribió el poeta. Empezaremos a ver la verdad de nuestros conflictos, las razones y sinrazones de nuestros procederes, las repercusiones de nuestras acciones. Sin duda, es un periodo de autorreconocimiento, de saber, sin miramientos, lo que somos y de otear con esperanza lo que podemos llegar a ser.
Parte significativa de este proceso son las comisiones de la verdad, las cuales son oportunidades para elaborar socialmente los conflictos, para descubrir como en una experiencia matinal la verdad de nuestro rostro. Quien pretenda hacerlas garrote para la vindicta o instrumento para otros propósitos subalternos, convierte en farsa lo que debiera ser un ejercicio para la autoconciencia. Y con ello, no solo las desvirtúa, sino que desvía su sentido profundo, reduciéndolas al tamaño de los rencores.
La vida en sociedad deja de ser la existencia del hormiguero, cuando la agregación humana de que se trate pugna por realizar el concepto que de sí misma ha construido. Son los fines, los valores, el rumbo que a partir de las experiencias históricamente significativas ha podido definir. Esto que Hegel llamaba la eticidad, se torna razón de ser del vínculo social, fundamento del destino compartido que en su pleno desarrollo puede derivar en derecho, en norma constitucional, en instituciones al servicio de estos fines, en cultura política. La comunidad nacional, a través del Estado como instrumento, realizaría el concepto que de sí ha elaborado.
En nuestra opinión, este es el significado trascendente de las comisiones de la verdad. Encuadradas en la voluntad de superar un periodo traumático en el transcurrir de un pueblo, a veces como producto de un compromiso entre las partes enfrentadas, estas comisiones apuntan a redireccionar el rumbo de las sociedades por la vía de la elaboración de los traumatismos que han padecido por causa de dictaduras, guerras civiles, conflictos internacionales, entre otras posibilidades.
La verdad es concreta, se ha dicho. No es una entelequia abstracta sin determinaciones históricas. La verdad es siempre incompleta y en plan de satisfacer su vocación de complejidad. A estas limitaciones están sometidas, sin evasión posible, las comisiones de la verdad, algo que no debieran olvidar quienes pretenden guiarse por razones absolutas, porque con ello las elevan a condiciones imposibles para que la sociedad supere de manera constructiva periodos como el que Colombia está a punto de cerrar.
Nuestro país surgió presa de una contradicción hasta hoy no superada a la vida independiente en los marcos del ideal del Estado moderno, pero en realidad carecía de una comunidad nacional que le sirviera de fundamento. No podía existir unidad de destino si los componentes de los llamados a ser parte de dicha comunidad se contraponían como bárbaros y civilizados, y si estos últimos solo podían mantener la supremacía a condición de que en la sociedad persistieran la asimetría y la exclusión. La civilización y la barbarie pueden llegar a ser dos órdenes inconmensurables, solo que en este caso no serían dos conceptos contrapuestos, sino dos conjuntos humanos que compartiendo un mismo espacio sociotemporal viven el antagonismo total de “me llevarlo me lo llevo yo” como canta el juglar vallenato. Por ello, de la violencia permanente que surge de este enfrentamiento se pasa a las guerras, guerrillas y dictaduras recurrentes que hemos vivido.
En nuestro caso, la violencia ha acabado en rasgo medular de la sociedad colombiana: ella da poder económico y político, prestigio e influjo social, que a su vez genera más violencia porque esta es el medio para acrecer lo conquistado. Algo que se practica desde el Estado, el paraestado y el contraestado, por los ricos y por los que están en plan de enriquecerse y para lo cual hasta la misma insurgencia acaba siendo funcional. A esclarecer esta lógica perversa, en sus variadas modalidades, debiera servir una comisión de la verdad, pues no es otra la verdad profunda de nuestros conflictos. Es el camino para reencontrar los ideales primordiales de nuestra nación y que están anclados en nuestra condición de colombianos desde la lucha por construir una nación independiente, por conquistar una sociedad de libres e iguales, que reconozca la diversidad como su mayor riqueza y que esté llamada a garantizar el pleno desarrollo de todas y todos sin excluir a nadie de este destino.
A este fin debiera servir una comisión de la verdad en nuestro país y a ello están orientados los trabajos que recoge este libro, que hoy el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación entrega para el estudio y la acción. Buen provecho, como solemos decir cuando compartimos un buen plato.