Guzmán Campos: un archivo para preguntarnos cómo nos atrevimos a tanto

Por: Fernanda Espinosa Moreno, Equipo del CMPR.

 El archivo de Guzmán Campos es un gran hallazgo para la historia del país, por años se consideró perdido, incluso corrieron chismes de que había sido vendido o desaparecido por completo.

Germán Guzmán Campos es un personaje fundamental de la historia de Colombia. Como sacerdote, sociólogo, educador y comisionado dejó una huella profunda y aportó a la transformación de estos campos en la segunda mitad del siglo XX. Nació en Chaparral, Tolima, y murió exiliado en México. Estudió en el Seminario Conciliar de Ibagué y fue ordenado sacerdote en la Catedral de Ibagué en 1934, apostó por la apertura y modernización de la Iglesia, años después sería amigo de Camilo Torres Restrepo y su primer biógrafo. Siendo párroco del Líbano, vivió la Violencia Bipartidista en el Tolima, una de las regiones donde tuvo mayor impacto. Una biografía completa de Germán Guzmán Campos se puede leer acá.

Los archivos son un lugar fundamental de disputa de la memoria. El archivo de Guzmán Campos es un gran hallazgo para la historia del país, por años se consideró perdido, incluso corrieron chismes de que había sido vendido o desaparecido por completo. Tras la muerte de Guzmán Campos en 1988, los documentos fueron custodiados por su compañera, la profesora Emma Zapata Martelo, del Colegio de Posgraduados de Texcoco (México). Desde 2018, Luis Carlos Castillo, Francisco Ramírez Pores y Alberto Valencia, profesores investigadores de la Universidad del Valle, junto con ella, empezaron a digitalizar, analizar y clasificar todo su archivo, más de 9.000 documentos y fotografías que están siendo puestos a disposición del público en la página: http://germanguzman.univalle.edu.co/ Producto de este feliz e importante hallazgo ya han sido publicados tres libros: Entrega de armas de las guerrillas del Llano, La Violencia años cincuenta contadas por sus víctimas: los archivos de la Comisión Investigadora y Tres estamentos de poder, este último es la tesis doctoral de Guzmán Campos.

Una parte importante de este archivo lo componen los documentos de la “Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Violencia en el Territorio Nacional” creada por la Junta Militar, de la cual Germán Guzmán Campos fue comisionado por la Iglesia, junto con miembros de los partidos, el Ejército y la Iglesia con participación de los partidos Conservador y Liberal por igual. 

Otro miembro muy destacado de esta comisión fue Otto Morales Benítez, personaje clave en otros procesos de paz en el país. La labor de esta comisión fue esencial en este periodo de transición entre la Violencia Bipartidista y el Frente Nacional, particularmente por sus aportes en construcción de paz local, logrando más de 52 pactos de paz. Un artículo sobre el aporte de esta comisión en “pacificación” y “rehabilitación” se puede leer acá.

En una entrevista que le realizaron en noviembre de 1958 sobre la labor de esta comisión, Guzmán Campos señaló:

“Estoy satisfecho por los resultados obtenidos. Recorrimos los sectores más afectados por la violencia en Caldas, Valle, Cauca, Tolima y Colombia, en el Huila. La labor ha sido agotadora pero la hemos cumplido con verdadero fervor patriótico. Desde el principio sostuve la tesis de que la Comisión debía llegar a todas las zonas devastadas. Irse a los poblados, villorrios, veredas, por atajos y riscos, con un sentido total de sacrificios que siempre halle con creces en mis colegas. Era necesario hablar con todos, sin asco a su abismo, a su problema, a su anhelo, a su grito de angustia, a su tragedia moral, a su rebeldía elemental de primitivos, a su vocinglero engreimiento de vencedores. Y nos fuimos desaprensivos a dialogar con el pueblo, con los campesinos, con las mujeres y los niños. A oír de sus labios la historia de sangre. Cuántas veces nos dijeron los hombres hirsutos con lenguaje recio: Es la primera vez que vienen a preguntarnos qué nos pasó, a conversar con nosotros sin engaños: a hablarnos de paz, sin echarnos bala después”.

Efectivamente, fue la primera vez, esta comisión fue pionera y recogió miles de testimonios de la Violencia, según Alberto Valencia realizó más de 20.000 entrevistas. Ahora bien, por las polémicas y polarización de la época, esta comisión nunca entregó un informe por escrito, aunque sí varias recomendaciones verbales al Presidente de la República. Existe la idea equivocada de que el libro La Violencia en Colombia (1962) sería el informe de la Comisión. Sin embargo, este no representa el acuerdo de todos los comisionados.

El libro La Violencia en Colombia (1962) es un esfuerzo de análisis sociológico para el cual sí fue precisa la experiencia de la Comisión y fundamental este archivo recabado por Guzmán Campos. Es una obra pionera de la sociología en el país, que precisamente este 2022 cumple 60 años. Fue una investigación que retomó el trabajo realizado por Guzmán Campos, y le agregó la pericia investigativa de Orlando Fals Borda, decano de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, y de Eduardo Umaña Luna, importante abogado penalista y defensor de derechos humanos. Sobre el proceso del libro y sus ediciones se puede leer este artículo.

Fals Borda, en el prólogo de la segunda edición del libro, señaló: “Para la sociedad colombiana, el problema de la “violencia” es un hecho protuberante. Muchos lo consideran como el más grave peligro que haya corrido la nacionalidad. Es algo que no puede ignorarse, porque irrumpió con machetes y genocidios, bajo la égida de guerrilleros con sonoros sobrenombres, en la historia que aprenderán nuestros hijos; porque su huella será indeleble en la memoria de los sobrevivientes y sus efectos tangibles en la estructuración, conducta e imagen del pueblo de Colombia.” A 60 años de la publicación, y tras distintos ciclos de violencias que ha vivido el país, debemos seguirnos preguntando por las huellas de La Violencia y sus efectos en la estructuración social aún hoy.

La publicación del libro generó un amplió debate y controversias. Sobre las diversas reacciones que ocasionó su publicación en 1962 Orlando Fals Borda escribió un capítulo en el libro Rompecabezas de la memoria ¿Aportes a una comisión de la verdad? publicado por el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación (CMPR).

La exposición fotográfica “¡CÓMO NOS ATREVIMOS A TANTO! Memoria fotográfica de La Violencia años 1950. Archivo Germán Guzmán Campos” realizada entre el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, la Universidad Javeriana y la Universidad del Valle durante 2022 es un ejercicio museográfico con material fotográfico del archivo de Guzmán Campos. Son más de 120 fotografías, en su mayoría expuestas por primera vez al público, que actualmente se encuentran en el monolito del CMPR.

El equipo curatorial de la exposición, compuesto por Alberto Valencia, Jefferson Jaramillo, Érika Parrado y Nicolas Sanchéz, definió cuatro ámbitos temáticos

Compuesta por fotografías de rostros de los campesinos y las escenas de la vida diaria, nos muestran cómo era la cotidianidad de este periodo. Imágenes poco conocidas de la vida que nos hablan de la familia, las costumbres, las movilizaciones, la comida, las siembras, los entierros, el vestuario, etc. Esta contiene información novedosa sobre la ruralidad del país 

 

 

 

Estas fotografías dan cuenta del proceso de las distintas fases del bandolerismo. Podemos ver los rostros, el porte y la actitud de campesinos que deciden armarse, hombres en su mayoría, pero también aparecen algunas mujeres. En Colombia el bandolerismo tuvo distintos períodos y expresiones regionales. Como señalan Donny Meertens y Gonzalo Sánchez en el libro Bandoleros, gamonales y campesinos: el caso de la violencia en Colombia (1983): “El bandolerismo resultó ser, finalmente, un terreno privilegiado, un campo estratégico, a partir del cual desplegar nuestra mirada retrospectiva y prospectiva sobre el panorama general y difícilmente totalizable de la Violencia. Y en realidad, no se trata sólo de un método de aproximación. En la práctica social concreta el bandolerismo aparece también como un resultado, como un punto de llegada en la redefinición de las fuerzas contendientes de la primera fase de la Violencia…El bandolerismo, en lo que tiene de ambivalente y tortuoso, es, pues, la encrucijada de la resistencia. Al mismo tiempo, su dinámica interna anuncia o gesta, así sea de manera larvada, las nuevas modalidades de la violencia, la violencia revolucionaria de la Colombia contemporánea.” Estas fotografías de los hombres y mujeres en armas permiten analizar de manera retrospectiva el bandolerismo hoy, ver en los ojos de los bandoleros ese panorama de La Violencia, que encierran las distintas capas de violencias superpuestas que nos traen al conflicto contemporáneo.

Fotografías del registro de las formas macabras de matar, rematar y contramatar como señaló María Victoria Uribe. Durante la Violencia Bipartidista a las víctimas “se las contramataba decapitándolas, para terminar rematándolas efectuándole al cadáver una serie de cortes” señaló la autora. Aparecen en la exposición las imágenes de los cortes: el corte corbata, corte franela, corte de la virgen, corte de oreja, corte de mica, corte francés, etc. La expresión del enfrentamiento bipartidista en los cuerpos del que se consideraba enemigo. La ritualidad y el simbolismo de la masacre, de la violencia sexual, del homicidio, de la mutilación. La prolongación de la muerte como mensaje para los vivos.

Un último ámbito de esta exposición son las imágenes de los acuerdos de paz, de los negociadores y mediadores. Durante el periodo de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla y el inicio del Frente Nacional se dieron múltiples procesos de construcción de paz local, de entregas de armas. De este proceso, que Robert A. Karl denomina como la “paz olvidada”, tristemente gran parte de los acuerdos quedaron en el olvido e implicaron el surgimiento de las guerrillas contemporáneas.

Estas fotografías destacan estos esfuerzos de paz. Si Colombia tiene uno de los más largos conflictos armados, también ha tenido incansables constructores de paz durante todo el siglo XX. Uno muy destacado fue Germán Guzmán Campos, tejedor de paz y diálogos. Actualmente, a seis años de la firma del acuerdo de paz FARC- gobierno Santos, es fundamental acercarnos a analizar este primer ciclo de La Violencia. Ahora que distintos investigadores avizoran un tercer ciclo no es menor preguntarnos: ¿qué pasó con los acuerdos de paz de 1958?

Como destacó el profesor Alberto Valencia en el lanzamiento de la exposición: “La publicación parcial de este archivo fotográfico coincide con la aparición en julio de este año 2022 de los informes de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. La comprensión del conflicto que aún afecta a la sociedad colombiana debe hacerse en perspectiva histórica, que vincule lo sucedido actualmente con lo ocurrido en La Violencia bipartidista de los años 1950. A pesar de las diferencias entre ambos períodos existen muchos elementos comunes”. Esta pregunta por los distintos ciclos o las capas superpuestas de las violencias es parte de la reflexión de la exposición. Valencia cerró sus palabras con una afirmación para el presente: “Los encargados de esta exposición queremos contribuir a la construcción de una paz estable y duradera”.

La exposición “El Testigo” del fotoperiodista Jesús Abad Colorado es clave para la memoria del conflicto contemporáneo y sus impactos, documenta los últimos 30 años del conflicto. El público que visita “El Testigo” queda impactado, ha sido reconocida como una narrativa fundamental para la memoria. Esta exposición del archivo de Germán Guzmán Campos puede considerarse un equivalente, pero para el periodo de La Violencia. Es imposible no encontrar paralelos entre estas fotografías, aunque tengan décadas de diferencia.

La exposición “CÓMO NOS ATREVIMOS A TANTO” estará abierta al público hasta enero de 2023. Es una invitación a dialogar con la Violencia Bipartidista hoy, a observar en detalle estas fotografías para mirar nuestro pasado y preguntarnos por nuestro futuro como nación.

El Centro de Memoria será sede de la jornada de estudio “Los paisajes de la ‘nueva Colombia’”

"Aguilas negras". Del libro Espectros coloniales, 2022

Esta jornada busca explorar el modo en que el proyecto paramilitar de una nueva sociedad puede ser reconocido y pensado con el fin de contribuir a entender mejor la naturaleza gubernamental de uno de los actores que transformaron radicalmente diversas geografías del país

"Aguilas negras". Del libro Espectros coloniales, 2022

Esta jornada busca explorar el modo en que el proyecto paramilitar de una nueva sociedad puede ser reconocido y pensado con el fin de contribuir a entender mejor la naturaleza gubernamental de uno de los actores que transformaron radicalmente diversas geografías del país. Para esto, se propone hacer un análisis transversal de las dimensiones espaciales que han caracterizado su accionar, tanto en su versión legal como ilegal, en las ciudades y en los contextos rurales.

“Los paisajes de la ‘nueva Colombia’”, políticas espaciales y territoriales del proyecto paramilitar en Colombia entre 1978 y 2022, tendrá encuentro en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá, los días 24 y 25 de febrero de 2023. Se recibirán las propuestas de ponencias hasta el próximo 20 de noviembre.

La jornada es convocada por la Plataforma “La Violencia en el Espacio”, el Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Laval (Canadá), el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), el Programa de Antropología de la Universidad Javeriana, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, la Escuela de Ciencias Humanas y el Grupo JANUS de la Universidad del Rosario.

La amplitud, flexibilidad y adaptabilidad del fenómeno paramilitar requiere, para su análisis, de una red amplia y diversa de participantes interesados en contribuir a la construcción colectiva de un mapa que desde el inicio sabemos incompleto y fragmentario. Es por ello que se propone realizar un trabajo colectivo que permita cartografiar, narrar y representar los efectos del paramilitarismo en Colombia. Esta actividad busca reunir una amplia pluralidad de voces y de análisis en torno a la violencia paramilitar en el espacio, en donde estarán representadas la diversidad regional, cultural, étnica, de clase y de género.

“La Violencia en el Espacio” es una plataforma museográfica, colaborativa y expositiva que surgió en Argentina en el año 2016 y que propone analizar cómo la violencia se ejerce en el espacio y a través del espacio. En particular, problematiza la manera en que determinados gobiernos autoritarios, o en su expresión autoritaria, se proponen y muchas veces llevan a cabo la transformación de espacios, territorios y paisajes, de tal manera que su poder quede inscrito, cobre materialidad y a su vez, siente las condiciones de posibilidad para un nuevo orden social basado en los valores que se promueven justamente de manera autoritaria.

Las violencias en Colombia han sido ejercidas por un diverso y dinámico conjunto de actores, como los movimientos armados o el narcotráfico. Sin embargo, es con particular amplitud e intensidad que el paramilitarismo ha sido impulsado y dotado de un marco de operación, consolidación y legalidad desde el Estado. En este sentido, 1978 se considera un año fundacional por ser esta la fecha de la sanción del Estatuto de Seguridad que establece un marco de legalidad a las llamadas autodefensas y, de cierto modo, inaugura una serie de estrechas alianzas y desaparición de fronteras entre las violencias estatales y paraestatales.

Jornada de trabajo

Estas jornadas se proponen como un espacio de puesta en común de distinto tipo de representaciones, fotografías, infografías, narrativas, cartografías videos, documentales, obras artísticas, documentos de archivo, distintos soportes de representación y otros dispositivos y mediaciones que den cuenta de la problemática propuesta.

Convocamos a investigadores, investigadoras, académicas y académicos, artistas y creadores que exploren las políticas espaciales y territoriales del paramilitarismo en Colombia, a enviar sus propuestas de presentación. Nuestro objetivo es realizar, en una segunda instancia, una exposición a partir de los trabajos presentados durante este evento. Consideramos que la realización de una exposición será un elemento central para posicionar, en el debate público, una lectura crítica sobre los efectos, legados y consecuencias de ciertas prácticas de violencia socioespacial en el pasado reciente.

Envío de las propuestas

Las propuestas deben incluir (i) nombre de los proponentes, (ii) organización, institución o agrupación (si aplica), (iii) lugar de trabajo, (iv) título de la presentación, (v) eje de trabajo y (vi) descripción de la presentación.

Las propuestas se envían a través del siguiente formulario:

https://docs.google.com/forms/d/10SUQSiQKsq0Z5VQnz93sRE83cd1I1OJHy3sTWIo5ZE4/prefill

Fecha de cierre para envío de propuestas: 20 de noviembre de 2022.

Fecha de respuesta: 15 de diciembre de 2022.

Fechas de las jornadas: 24 y 25 de febrero de 2023.

Coordinación general: Carlos Salamanca (CONICET/UBA)

Informes: lve.plataforma@gmail.com

Afectaciones al Poder Judicial: violencias en Bogotá

Por:  Carlos Ojeda S.,  director de la Corporación Fondo de Solidaridad con los Jueces (Fasol) y Fernanda Espinosa Moreno, equipo Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.

El 30 de abril es una fecha fatídica para el poder judicial y para el país en su conjunto, representa una jornada de dolor y memoria. En este día ocurrió la pérdida de dos ministros de justicia a manos del narcotráfico.

En la década de 1980, Rodrigo Lara Bonilla, durante el gobierno de Belisario Betancur (1982 – 1986), se encargó de denunciar públicamente la infiltración del narcotráfico en altos niveles de la política, la economía y hasta el fútbol. Declaraciones impecables, con tono firme y cargadas de argumentos jurídicos probatorios, ponían a temblar al cartel de Medellín en cabeza de Pablo Escobar Gaviria. Desde un rincón de la Hacienda Nápoles, Escobar ordenó su muerte y el 30 de abril de 1984, catorce tiros cegaron su vida en la calle 127, al norte de la ciudad de Bogotá.  

De nuevo un 30 de abril, pero siete años después, la valentía y compromiso contra el narcotráfico se interrumpen nuevamente. Enrique Low Murtra fue asesinado saliendo de la Universidad de la Salle, donde impartía clases de economía. A pesar de haber dejado su cargo como ministro de Justicia en 1988 y ocupar la embajada de Suiza por tres años, el narcotráfico no había olvidado sus investigaciones y denuncias. Su anhelo de regresar a Colombia fue despertado por su profundo amor a la docencia y su compromiso con el país; esos deseos hicieron sus oídos sordos ante las advertencias de amigos y familiares. El gobierno tampoco tuvo la menor intención de protegerlo,  lo que se convertiría en  una crónica de muerte que se llevó a un jurista ejemplar, que se había desempeñado también como  consejero de Estado y juez de instrucción criminal.  

Estos dos casos son referentes de la historia de violencia contra la justicia que ha sido sistemática contra: ministros, magistrados, jueces, fiscales, empleados y funcionarios entregados a la labor de investigar e impartir justicia, en medio de un conflicto que los ha afectado en gran número, dejando cientos de víctimas invisibles para muchos.   

Las dinámicas del conflicto armado colombiano y violencias relacionadas han situado la mayor parte de hechos y víctimas en las distintas regiones del país. Pero no podemos obviar la lógica de conflicto armado urbano que se ha centralizado principalmente en capitales como Cali, Medellín y Bogotá. En el caso particular de la justicia no hay excepción, siendo Bogotá la ciudad con mayor registro de casos de violencia contra el sistema judicial.  

Las violencias contra el poder judicial en Bogotá 

El Fondo de Solidaridad con los Jueces colombianos (Fasol) ha documentado estos casos. Desde 1989 a diciembre de 2020 registra 281 acciones violentas contra servidores judiciales en Bogotá, las amenazas y los homicidios encabezan la lista. El 62% de los homicidios han sido contra personal de la Fiscalía y jueces.   

El Centro de Memoria Paz y Reconciliación en la Cartografía Bogotá Ciudad Memoria, un proyecto que destaca los lugares de memoria de la ciudad de Bogotá, ha registrado los hechos violentos contra los ministros de Justicia Lara Bonilla y Low Murtra, además de hechos representativos en la violencia contra la Justicia, como por ejemplo: la toma y retoma del Palacio de Justicia (6 y 7 de noviembre de 1985) y la Masacre de Usme (26 de noviembre de 1991).  

El primero es uno de los hitos más violentos del país ocurrido en pleno centro de la ciudad y en la sede principal del poder judicial.  Las escenas casi cinematográficas mostraban parcialmente como el Ejército repelió una toma de la guerrilla del M-19, quienes exigían la presencia del Ejecutivo en cabeza del presidente Belisario Betancur para negociar. Las voces de súplica de magistrados al interior del Palacio de cese al fuego fueron ignoradas, la tarde empezó a caer y con ella las balas de los tanques, y las ráfagas de ametralladoras fueron la punta de lanza para desplegar una de las acciones militares que más afectó directamente al poder judicial.  

Las llamas envolvieron el edificio del Palacio de Justicia, los muertos caían indiscriminadamente, heridos e ilesos salían en fila custodiados por las Fuerzas Militares, muchos de ellos luego aparecieron muertos dentro del Palacio con tiros de gracia y signos de tortura, y varios otros aún se encuentran desaparecidos después de 35 años. Así lo ha constatado Helena Urán Bidegain investigando el caso de su padre, el magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán, quien fue ejecutado, torturado y desaparecido transitoriamente,  precisamente por su trabajo como magistrado. Así lo narra en su reciente libro Mi vida y el Palacio, una presentación del libro se puede ver acá.  El saldo de la toma y contratoma del Palacio fue fatídico, fueron asesinadas y desaparecidas al menos 98 personas entre magistrados, jueces, abogados, civiles, servicios generales y visitantes.   

El segundo hecho, otro fatídico noviembre seis años después, fue un atentado contra la comisión judicial del juzgado 75 de instrucción criminal de Bogotá. Siete funcionarios asesinados y una sobreviviente sufrieron el rigor excesivo de un ataque de las FARC en zona rural de lo que era en ese entonces el municipio de Usme. Lo que era una diligencia de levantamiento del cadáver de un líder sindical, se convirtió en una emboscada con una carga explosiva dejada en la carretera y fuego indiscriminado contra los vehículos de la comisión.   

En 1998, el Consejo de Estado condenó a la Nación por no haber tomado las medidas de seguridad necesarias para proteger a la Comisión. Las víctimas mortales fueron: Luz Amanda Gómez, Jaime Antonio Puerto, Héctor Ojeda, Alfonso García Villarraga, Héctor Manuel Romero, Luis Miguel Garavito, Hernando Trujillo y la única sobreviviente, Nohora Navarrete, es testimonio de otro hecho lamentable de la sangre derramada por la justicia en Bogotá y sus alrededores.  

Fasol desde 1989 a la fecha ha registrado las siguientes acciones violentas contra servidores judiciales en Bogotá. En algunos casos, un servidor judicial puede registrar varios hechos victimizantes contra su integridad. Es el caso de los exiliados, quienes vivieron situaciones de amenazas previas que desencadenaron la necesidad de salvaguardar la vida a través de la salida de emergencia del país.  

Violencia e impunidad sistemática en todo el país 

Fasol registra 1512 acciones violentas en todo el territorio nacional desde 1989 al 2021. Como lo muestra la siguiente gráfica, se identifican unos picos de violencia marcada. El primero en la década de 1990 por la arremetida del narcotráfico contra jueces, magistrados y personal de investigación. Del 2000 al 2003 otro incremento importante por cuenta de las incursiones paramilitares y las disputas territoriales con actores armados principalmente las guerrillas, dejando a la justicia desprotegida en los territorios más alejados en medio del conflicto. De allí hasta la fecha, la violencia ha sido constante y proviene de delincuencias mixtas o reductos de algunas existentes, como las llamadas Bandas Criminales Emergentes (BACRIM) o Grupos Armados Organizados (GAO) y Bandas Delincuenciales. Pero lo más evidente y relevante que se ilustra es que la violencia contra el sistema judicial no se ha detenido; es constante, sistemática y proviene de todos los actores armados del conflicto.  

Fuente: Base de datos FASOL

Además de ser una violencia sistemática, cuenta con otras características que la agrava en términos de derechos humanos y reclamaciones por vías legales por parte de las víctimas. A nivel general se cuenta con una impunidad del 95% de los casos cometidos contra servidores judiciales y en Bogotá la cifra es alrededor del  92%. Los niveles de impunidad se refieren a la ausencia de fallos judiciales que determinen los hechos, responsables intelectuales y materiales y que tengan un componente de reparación o resarcimiento del daño causado. 

Sin pretensiones de tener una actuación diferente a las demás víctimas, los servidores judiciales, siendo del seno de la justicia, adolecen de garantías procesales y resultados favorables.  Fasol considera que  las instituciones del Estado, los gobiernos de turno y los mismos servidores judiciales desconocen su historia violenta y en algunos casos se encargan de no reconocerla y hasta ocultarla, como parte de la incapacidad y falta de voluntad de proteger el ejercicio judicial y sus servidores.  

Deudas con la verdad    

“Los testimonios que han dado las víctimas directamente (jueces, fiscales, funcionarios (as) y empleados (as) o sus familias ante la Comisión de la Verdad, sin duda nos ayuda como sociedad a encontrar caminos de reconciliación y construcción de paz entre todos (as). Pero sobre todo nos ayuda a construir una nueva Colombia, no sobre los muertos sino sobre la memoria viva y el ejemplo de los inocentes” John Montoya- presidente de Fasol.  

Una de las premisas impulsadas por las víctimas, asumida por Fasol como un trabajo propio, es la participación directa en el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición derivado de los acuerdos de paz con la extinta guerrilla de las FARC. En el marco de la justicia transicional se trazaron unas metas para contribuir al reconocimiento de la justicia como víctima dentro del conflicto armado colombiano, la reparación integral de sus familiares y la reivindicación del ejercicio de la justicia. 

Para esto, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición y Fasol firmaron una carta de entendimiento el 25 de septiembre de 2019, con el principal objetivo de construir y obtener  conjuntamente información histórica sobre las graves violaciones a los derechos humanos de funcionarios (as) y empleados (as) de la justicia. Y, por consiguiente, demostrar que la justicia ha sido instrumentalizada y afectada en el marco de la violencia sociopolítica del país y como consecuencia ha traído tanto dificultades a funcionarios como afectaciones a sus familias. 

Como ruta metodológica se desarrollaron por parte de la Comisión la toma de más de 60 testimonios a nivel nacional y de un número considerable de personas en el exilio. Conjuntamente, se desarrollaron talleres denominados “Intercambios de la Justicia” en diferentes zonas del país y grupos focales de análisis de servidores judiciales y víctimas.   

El análisis de los datos estadísticos y demás elementos de memoria compartidos con la Comisión complementan un relato amplio de la violencia contra la justicia. Este relato protagonizado por las víctimas (familiares de los servidores judiciales) y funcionarios (as) y empleados (as) judiciales es sin duda el camino más claro para el reconocimiento de la justicia víctima dentro del conflicto armado y un elemento reparador y sanador para las víctimas, quienes encontraron un espacio de reconocimiento y escucha. La construcción de la paz parte de estos ejercicios que pretenden convertir las historias de dolor y afectaciones en recomendaciones que brinden garantías de independencia y protección al ejercicio judicial.  

Garantías para el poder judicial  

Detrás de estas realidades existen cientos de familiares de víctimas del poder judicial que han vivido el rigor de la violencia y que, sumado a las condiciones difíciles de ser víctima en Colombia, sufren de poco reconocimiento y estigmatizaciones, que en muchas ocasiones son acciones revictimizantes. 

La independencia judicial es un valor constitucional para todas las personas, y unas de las condiciones primarias para que se cumpla es contar con garantías de ejercicio libre y seguro. Si continuamos con jueces, fiscales y funcionarios amedrentados y presionados, no podemos pensar en una justicia digna ni en un país que dé pasos hacia la construcción de paz.   

El ejercicio judicial sufre condiciones de graves dificultades como  sobrecarga procesal,  falta de capacidad institucional, provisionalidad laboral, destinaciones de presupuesto insuficientes y ausencia de protección a la vida, como se ha evidenciado en las violencias reseñadas.  A estas condiciones históricas se le suman problemas de coyuntura por la emergencia sanitaria por la pandemia COVID-19 y los evidentes ataques y campañas de desprestigio recientes. Allí es donde reconocemos ampliamente el valor de los ejercicios de memoria. Son acciones públicas fundamentales para visibilizar y entender la gravedad de los hechos que afectan la justicia y su papel fundamental en el sostenimiento de un Estado democrático que debe tener tres pilares independientes. 

Un aspecto fundamental para la consolidación de la paz es la justicia, que implica necesariamente que quienes la  imparten tengan garantías para su vida y para ejercer su trabajo sin coacciones.  En la medida que se silencia al poder judicial, se silencia la búsqueda de la verdad. Un sistema judicial fortalecido es requisito necesario para la consolidación de la paz en el país. 

Fotos: El Tiempo

La memoria ante un nuevo ciclo de violencia

Por Fernanda Espinosa, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

“Las violaciones a los derechos humanos están ocurriendo hoy todos los días; la violencia policial, las represiones, la criminalización de la protesta social. ¿Vamos a hacer una separación tajante entre esto que nos toca vivir y aquello que vivieron nuestros padres?”. La pregunta es de Elizabeth Jelin, una de las investigadoras más influyentes en el campo de los estudios de la memoria en América Latina. La planteó en el cierre del ciclo de conferencias sobre negacionismo, organizado por el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, la Red de Sitios de Memoria Latinoamericanos y Caribeños, y la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia.

En el contexto actual, la pregunta que hace Jelin es fundamental en Latinoamérica. En países como Argentina o Chile, incluso, han vuelto a presentarse casos de desaparición forzada, abuso policial y violaciones de derechos humanos en los procesos más recientes de protesta.

En el caso de Colombia, con la firma del Acuerdo Final de Paz en el 2016, un sector del país se ilusionó con un posible punto final que permitiera hacer memoria sobre un conflicto armado que enfrentó al Estado y a las FARC-EP a partir de un cierre de la violencia política. Pero las nuevas instituciones de la transición creadas por el Acuerdo se enfrentan hoy al desafío de construir narrativas sobre el ‘pasado violento’ en un contexto de persistencia de graves violaciones a los derechos humanos.

No podemos, pues, marcar esa “separación tajante”. Situamos el trabajo por la memoria en un contexto de violencia política, discriminación, exclusión, conflictos violentos por el acceso a los recursos naturales. Los asesinatos de líderes sociales, las masacres y la represión de la movilización han sido particularmente visibles este año de pandemia.

Según los datos de INDEPAZ, al 14 de diciembre van 291 líderes y defensores de derechos humanos asesinados, y 84 masacres con 352 víctimas. La gravedad de estos hechos está dada no solamente por las muertes y las cifras, sino también por sus implicaciones en la consolidación de nuevos ciclos de violencia. A finales de la década de 1990, las cifras anuales de masacres eran similares, y fueron en ascenso. Según datos del Observatorio de Memoria y Conflicto, en 1996 hubo 80 masacres, en 1997 hubo 111 y en 2000 hubo 232, alcanzando así un máximo histórico. Preocupa que pueda repetirse el crecimiento exponencial.

Para tener una idea de la situación de defensores, defensoras, líderes o lideresas sociales, podemos observar los asesinatos contra ellos en los últimos 10 años, los cuales han aumentado sistemáticamente. Según el Programa Somos Defensores, en 2009 hubo 32 líderes asesinados. Desde entonces, el incremento anual ha sido exponencial y solo disminuyó en 2014.Y esto ocurre aún cuando uno de los objetivos del Acuerdo de Paz era justamente otorgar garantías políticas y fortalecer la democracia.

A pesar del descenso histórico de homicidios y acciones violentas producto del cese al fuego entre las FARC y el Gobierno de Colombia, desde 2016 se presentó un desproporcionado incremento de los homicidios y atentados contra líderes sociales.

En su último libro, el investigador Francisco Gutiérrez Sanín alerta sobre un tercer ciclo de la guerra en Colombia que se podría avizorar. Lo que está en juego es la “no repetición”, ese “Nunca Más” que ha sido consigna de los movimientos por la memoria en América Latina. La memoria de las violaciones de derechos humanos tiene como objetivo, justamente, esa no repetición.

El trabajo por la memoria en Colombia se refiere al pasado, pero también se conjuga en presente y participa de la disputa por un futuro en paz. No podemos hacer memoria de lo ocurrido en décadas pasadas y hacer oídos sordos de la actualidad o no pensar en los nuevos ciclos de violencias que se avizoran. Ahora bien, la experiencia histórica nos dice que sólo la memoria no es suficiente, se necesitan acciones y compromisos reales con la verdad y la democracia para que caminemos hacia la no repetición. La dialéctica pasado-presente-futuro se encuentra siempre implícita en lo que Elizabeth Jelin llama los trabajos de la memoria.

Memoria de un pasado que no pasa…

Garantías para quienes firmaron la paz

Asesinatos, desapariciones forzadas, desplazamientos forzados, amenazas. A estas graves violaciones a los derechos humanos se enfrentan hoy los excombatientes de las FARC-EP que se encuentran en proceso de reincorporación en virtud del Acuerdo Final de Paz, firmado por el Estado colombiano y esa guerrilla hace cuatro años.

El partido FARC, nacido del Acuerdo, ha registrado el asesinato de 236 excombatientes en 20 departamentos del país, más de 50 intentos de homicidio y una veintena de desapariciones. El persistente asesinato de exguerrilleros y exguerrilleras es muy grave para el proceso de apertura democrática que debería producir la implementación del Acuerdo de Paz, que contiene diversos mecanismos e instrumentos para avanzar en ese sentido.

El país no puede seguir repitiendo la historia según la cual, por la vía de la violencia, se silencian las ideas y las voces de quienes deciden dejar las armas para participar abiertamente en la contienda política. Ya en el pasado se cometieron violaciones a derechos humanos contra excombatientes del Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento 19 de Abril (M-19), el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y la Corriente de Renovación Socialista (CRS).

La situación de seguridad es tan grave que, en Antioquia y Meta, comunidades enteras de exguerrilleros abandonaron los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR), en los que vivían desde la dejación de armas en precarias condiciones. Asimismo, Naciones Unidas documentó en un reciente informe que los exguerrilleros asentados en antiguos ETCR de Cauca y Putumayo se están desplazando por cuenta de los riesgos para la seguridad.

El abandono forzado de los ETCR, motivado por las amenazas contra la vida, desintegra el tejido comunitario e impacta negativamente el desarrollo de los proyectos productivos que, a punta de esfuerzo, han construido las y los excombatientes. También desmejora sus condiciones de vida, como ocurrió en el caso de quienes habitaban el ETCR de Ituango y tuvieron que trasladarse a Mutatá, donde no tienen viviendas y, por ahora, habitan tiendas de campaña.

La reincorporación colectiva se ha visto igualmente afectada por el asesinato de dirigentes locales de ese proceso, algunos de los cuales estaban vinculados a actividades de identificación de bienes para la reparación de las víctimas o de implementación de los programas de reforma rural y de sustitución de cultivos de uso ilícito. Entre las víctimas se encuentran Jorge Corredor (Tuluá, Valle, 2019); Alexander Parra (Mesetas, Meta, 2019); Jorge Ramos (Santa Rosa, Bolívar, 2020); y, más recientemente, Juan de Jesús Monroy, quien era delegado de la FARC ante el Consejo Territorial de Paz.

El asesinato de Monroy en La Uribe, Meta, el pasado 16 de octubre, llevó al partido FARC a emprender una perenigración hacia Bogotá. Desde distintos lugares del país, los dirigentes y las bases del partido decidieron movilizarse para exigir el cese de la violencia contra los excombatientes. Continúan, además, exigiendo la implementación del Acuerdo de Paz, que contiene un grueso paquete de medidas para garantizar la seguridad integral no solo de quienes firmaron la paz, sino también de las comunidades rurales en general, los y las defensoras de derechos humanos, y las organizaciones sociales y políticas.

La situación es tan grave que el pasado sábado 24 de octubre, en pleno desarrollo de la peregrinación por la vida, otros dos exguerrilleros fueron asesinados: Marcial Macías Alvarado, en Balboa, Cauca; y Libardo Becerra, en San Vicente del Caguán, Caquetá.

Implementar de manera integral las medidas de seguridad, contra la estigmatización y a favor de la apertura democrática es fundamental para garantizar la vida de los miles de exguerrilleros y exguerrilleras que le siguen apostando a la paz y a la democracia. Los procesos de verdad, justicia y reparación de las víctimas del conflicto armado también se verían favorecidos por un escenario de verdadera transición hacia la no repetición. Lo que está en juego es la posibilidad de avanzar en la construcción de una paz transformadora y duradera.

Más allá de los monumentos: la reparación a los pueblos indígenas

Por Fernanda Espinosa, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación   

Tras un juicio simbólico a Sebastián de Belalcázar que llevaba años gestándose, en el cuál se le declaró culpable por genocidio, apropiación de tierras, despojo, entre otros delitos, el pueblo Misak sentenció el derribamiento de la estatua ecuestre en Popayán. El hecho ocurrió el 16 de septiembre de 2020, al cierre de una movilización indígena por la paz. La decisión de derribar la estatua no fue un hecho aislado dentro del proceso organizativo de los indígenas del Cauca. 

La estatua de Sebastián de Belalcázar se encontraba en el cerro de Tulcán, que desde hace años se reconoce como yacimiento arqueológico y lugar sagrado. Incluso es denominado como “Kuta Inti- Pirámide del Sol, casa ceremonial de los Indígenas Pubenences”. El informe de la excavación arqueológica realizada por Julio César Cubillos Chaparro en 1959, titulado  “El morro de Tulcán, pirámide prehispánica”, narró que allí se encontraron variados elementos fúnebres y cerámicas, y concluyó que se trata de una formación piramidal no natural y que en la cima existía un cementerio prehispánico, el cual fue mutilado con la construcción de la plataforma que soportaba la estatua. A pesar del interés por el pasado prehispánico del cerro, en realidad se ha avanzado poco en la preservación arqueológica del lugar. 

Hace unos meses las protestas de #BlackLivesMatter derribaron monumentos de personajes esclavistas, hemos visto profundos debates sobre estos acontecimientos. El Centro de Memoria, Paz y Reconciliación realizó en junio pasado el conversatorio Monumentos: Disputas por la memoria,  reconociendo en estos hechos una disputa por los lugares de la memoria, en el cual expertos en el tema coincidieron en la necesidad de ampliar el concepto de patrimonio.  

En este conversatorio, Patrick Morales, director del Instituto de Patrimonio, señaló que en Bogotá existen 317 monumentos, de los cuales solo 39 son representaciones femeninas y solo 10 tienen una referencia étnica. Es decir, las representaciones en el espacio público siguen siendo excluyentes, en su gran mayoría de hombres blancos, desconociendo la diversidad de nuestras sociedades. No se trata de poner otros monumentos en reemplazo, sino de reconocer el patrimonio cultural, social y la permanencia de los pueblos étnicos en nuestro país. 

El derribo de la estatua de Sebastián de Belalcázar ocurrió tras una movilización en Popayán de los pueblos Misak, Nasa y Pijao, cuya exigencia era la implementación del Acuerdo de Paz y medidas efectivas contra la violencia que se ha recrudecido. Desafortunadamente, la movilización y sus exigencias fueron poco conocidas: toda la atención se centró en el monumento. El debate de fondo que estaban planteando era sobre la violencia y el genocidio vivido por los pueblos indigenas en el pasado y en el presente.  

La cuestión de la memoria y los monumentos se relaciona con la disposición actual para el reconocimiento y reparación  de los crímenes contra los pueblos indígenas en el marco del conflicto armado. El conflicto ha impactado particularmente y de manera desproporcionada a las comunidades indígenas. Según datos de la Organización Nacional Indígena de Colombia, 2.954 indígenas fueron víctimas de asesinatos selectivos en el marco del conflicto entre 1958 y 2016, además se registraron 38 casos de ataques a poblaciones, 639 desapariciones forzadas y 675 masacres. Actualmente, un gran reto de la Comisión de la Verdad es establecer los impactos del conflicto armado sobre los pueblos indígenas, y sobre todo aportar a la no repetición.  

Desafortunadamente no se trata sólo de hechos del pasado. En los meses recientes se han recrudecido las masacres en territorios de comunidades y el asesinato de lideres indígenas. En agosto de 2020 se confirmó una nueva masacre contra tres indígenas Awá en el resguardo de Pialapí Pueblo Viejo, Nariño. En los últimos meses el pueblo Awá también ha llorado los asesinatos de sus dirigentes, como Ángel Nastacuas, Sonia Bisbicus, Fabio Guanga y Rodrigo Salazar. Gran parte de los líderes Awá han tenido que huir y resguardarse tras múltiples amenazas. Esta situación es generalizada en las comunidades indígenas del suroccidente del país. De acuerdo con cifras de INDEPAZ, 47 líderes indígenas han sido asesinados durante el 2020 (a julio); ya van 242  líderes indígenas asesinados luego de la firma del Acuerdo de Paz. 

Es urgente tomar medidas para reparar a las comunidades indígenas, que deben incluir acciones de reconocimiento simbólico y memoriales. Fundamentalmente se necesitan medidas eficaces y contundentes para frenar estos asesinatos y masacres que continúan ocurriendo. La Minga Social y Comunitaria que viene a Bogotá tiene cuatro exigencias: vida, territorio, democracia y paz, que incluyen justamente: Garantías para la vida (ante el contexto de masacres, genocidios, etnocidio, feminicidio), el desmonte de grupos sucesores del paramilitarismo e implementación de los acuerdos de paz de La Habana.  

Justicia para las víctimas de brutalidad policial

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

“Los procesos penales y disciplinarios no avanzan. Es más fácil que sancionen a un policía porque botó un radio o dañó la moto, que porque golpeó o asesinó a un ciudadano”. Así resumió Gustavo Trejos el sentimiento de impotencia que se manifestó en el conversatorio Las víctimas hablan de reforma a la Policía”, realizado por el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación el pasado 16 de septiembre a propósito de los homicidios perpetrados en Bogotá durante las jornadas de protesta desatadas por el asesinato de Javier Ordóñez. 

La falta de justicia por graves crímenes cometidos por la Policía es el lamentable común denominador en la vida de las tres personas invitadas a esa conversación: Alejandra Medina, la madre del joven estudiante de bachillerato Dilan Cruz, asesinado por un agente del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) durante las movilizaciones de noviembre de 2019; Gustavo Trejos, el papá de Diego Felipe Becerra, el joven asesinado en 2011 por un patrullero de la Policía mientras pintaba un grafiti; Ana Ángel, la mamá de Óscar Salas, el estudiante universitario asesinado en 2006 por un agente del ESMAD cuando iba de camino a encontrarse con su hermano en inmediaciones a una protesta que se realizaba en la Universidad Nacional.  

En ninguno de estos casos hay policías cumpliendo condenas. Tan solo existe una sentencia por el asesinato de Diego Becerra contra el patrullero Wilmer Alarcón, que está libre pese a haber sido condenado a 37 años de prisión.  

Ana Ángel explica que, en el esfuerzo de los responsables por mantener la impunidad, su familia ha sido duramente victimizada: “Hemos perdido la familia, hemos perdido materialmente muchas cosas. Hemos tenido que desplazarnos, hemos sido amenazados, y la Justicia no hace justicia. Nunca hay judicialización, perdón, reparación”. 

Con la intención de negar el derecho a la justicia, los responsables también han estigmatizado a sus propias víctimas, intentando influir en la opinión pública para que los jóvenes asesinados sean considerados como delincuentes y, por esa vía, como personas sin derecho a vivir. Desde el momento mismo del asesinato de Diego Becerra, su familia tuvo que realizar enormes esfuerzos para demostrar el montaje que se había fraguado para hacer pasar a su hijo como un criminal.  

En medio de esas situaciones adversas, las familias continúan presionando para que avancen los procesos penales. Además, han construido propuestas sobre las reformas sociales e institucionales necesarias para conjurar la impunidad y garantizar la no repetición. Alejandra Medina propone el desmonte del ESMAD, la revisión del Código Nacional de Seguridad y Convivencia y la suspensión inmediata de los policías investigados por violaciones a los derechos humanos.  

Para Gustavo Trejos es indispensable que la Policía ponga punto final a la lamentable solidaridad de cuerpo que suele manifestarse cuando algún integrante de la institución es acusado de violar la ley: “Los altos mandos, cada vez que un policía comete un delito, un abuso de autoridad, buscan proteger a los policiales, excusarlos y decir que ellos estaban en un acto de servicio o que cometieron los asesinatos en defensa propia. La Policía, y el gobierno en general, piensan que la institucionalidad se logra mintiéndole a la gente, ocultando los asesinatos. Eso no es así: La institucionalidad se logra con la verdad, logrando la confianza de la ciudadanía”. 

Otras propuestas de los familiares de las víctimas para reformar la Policía son el mejoramiento de los procesos de incorporación del personal, la práctica periódica de exámenes psicológicos a los miembros de la institución, el aumento en la intensidad horaria de los cursos de formación en derechos humanos, la prohibición del uso de armas de letalidad reducida, que los procesos por homicidio no sean conocidos por la justicia penal militar y que la institución sea realmente un cuerpo de naturaleza civil que no dependa del Ministerio de Defensa.  

La brutalidad policial es una constante en Colombia. La historia de estas tres víctimas es similar a la de cientos de familias. Al menos 13 personas fueron asesinadas durante las protestas del 9 y 10 de septiembre en Bogotá, tal como han registrado organizaciones sociales y medios de comunicación. Según la ONG Temblores, 639 homicidios fueron presuntamente cometidos por la Fuerza Pública entre 2017 y 2019. 

Las instituciones tienen una enorme deuda con los familiares de las víctimas de brutalidad policial, que además de perder violentamente a sus seres amados deben lidiar con la impotencia de saber que los responsables de estos crímenes no han sido llevados ante los jueces. Una sociedad que se precia de ser democrática no puede permitir, bajo ninguna circunstancia, que agentes del Estado violen impunemente los derechos humanos. Urgen verdad, justicia y reformas que garanticen la no repetición.  

Las cosas por su nombre

Por María Flórez, equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 

En sociedades que han experimentado o experimentan graves violaciones a los Derechos Humanos, se libran cada tanto disputas por la verdad y la memoria. En estas disputas, los conceptos tienen un lugar central. A partir de ellos, las personas y colectividades dotan los hechos de sentidos, que les permiten impulsar u obstaculizar procesos para alcanzar la verdad, la justicia y los cambios necesarios para superar las violencias estructurales.   

Estas disputas se libran en Colombia, donde sectores que se oponen a las transformaciones para alcanzar la paz han intentado relativizar y hasta negar hechos y repertorios de violencia ocurridos en el país, pese a la abrumadora evidencia que existe al respecto en investigaciones académicas, periodísticas, penales, de organismos internacionales, de organizaciones de víctimas y de defensores de Derechos Humanos.  

Esta cruzada contra la verdad ha llegado, incluso, a tratar de suprimir el concepto de “conflicto armado interno” para suplantarlo por el de “amenaza terrorista”. La apuesta por despolitizar el conflicto y responsabilizar exclusivamente a algunos de sus protagonistas se sigue desplegando en la esfera pública, pese que en la última década el propio Estado ha emprendido dos procesos de justicia transicional para reparar a las víctimas del conflicto armado.  

Estos sectores también han intentado relativizar las graves violaciones a los Derechos Humanos por cuyo reconocimiento las víctimas han librado valientes batallas. Desde poderosas posiciones, dentro y fuera de Colombia, estos grupos han negado los graves crímenes que se cometieron durante la retoma del Palacio de Justicia; han trivializado la desaparición forzada de personas en razón de su militancia política, al punto de decir que las víctimas “se fueron para el monte”; han negado o justificado el genocidio de la Unión Patriótica, un partido político exitoso casi exterminado por la acción de paramilitares y agentes del Estado. 

Igualmente, han pretendido legitimar crímenes graves sugiriendo la vinculación de las víctimas con grupos o prácticas ilegales. La justificación pública de la venganza o de la justicia privada ha sido profundamente nociva para la democracia, porque ha alentado aparatos criminales de “limpieza social” y otros de carácter contrainsurgente como las Convivir, el Muerte a Secuestradores (MAS) y las Autodefensas Unidas de Colombia. 

En la situación actual que vive el país, esta relativización continúa. Organizaciones defensoras de Derechos Humanos y centros de pensamiento luchan para que se reconozca la sistematicidad en los asesinatos contra líderes y lideresas sociales, así como para que se esclarezcan los responsables y las motivaciones de estos hechos. Algo similar ocurre ahora con las masacres, un concepto ampliamente estudiado en el país y en el mundo que hoy se intenta sustituir por el de “homicidios colectivos”.  

Este intento es lesivo para las víctimas, la verdad y el debate público, porque el concepto de “homicidios colectivos” alude solamente a una de las características de las masacres: el de la pluralidad de víctimas. El término de “masacre” engloba, en cambio, otras cuestiones.  

Entre ellas, que estos homicidios de varias personas en estado de indefensión producen terror en la población; deterioran el tejido social; buscan “castigar” a sectores específicos por razones políticas, económicas o de otra índole; tienen efectos simbólicos en las comunidades; y son cometidas a veces con actos de crueldad. El Grupo de Memoria Histórica y el Centro Nacional de Memoria Histórica le entregaron al país importantes investigaciones sobre masacres, en los que estas características son ampliamente abordadas.  

También resultan lesivas las declaraciones apresuradas que buscan adjudicar los hechos a responsables abstractos, como “el narcotráfico”, sin que para ello se hayan realizado las investigaciones necesarias y, lo más grave, con claras intenciones políticas. En los últimos días, las propias autoridades han empezado a reconocer que la masacre de zona rural de Arauca capital está relacionada con hechos de justicia privada y que la masacre del barrio Llano Verde (Cali) fue presuntamente cometida por los vigilantes del cañaduzal donde aparecieron muertos los jóvenes, todo porque ellos acudían al lugar con frecuencia a comer caña. No fue, entonces, “el narcotráfico” el responsable de estos hechos.  

Para superar las graves violaciones a los Derechos Humanos y sus impactos es necesario, entre muchos otros procesos, que personas y grupos poderosos se abstengan de negar, relativizar o falsear la realidad. La sociedad y las víctimas necesitan saber la verdad.  

Sandra Catalina: un colibrí en la memoria

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En la cartografía de la memoria de Bogotá hay un lugar en conmemoración de la niña Sandra Catalina Vásquez Guzmán, violada y asesinada por un agente de policía el 28 de febrero de 1993.

Claudia Lancheros tenía diez años. Iba en la ruta hacia el colegio y llevaba en la mente a su compañera de pupitre. Tenía que ponerse de acuerdo con ella: debían portarse juiciosas esa semana que comenzaba.

Cuando atravesó el umbral de la puerta del salón, ya tarde, no entendió por qué todos estaban reunidos, con caras largas y cruzados de brazos, frente a la pizarra: la coordinadora de primaria, la rectora, las monjas y el psicólogo. Sus compañeras estaban calladas. Se sentó en el pupitre y se volvió para mirar a Sandra Catalina Vásquez Guzmán, pero el puesto estaba vacío.

Escarbó en la mirada de las niñas. Una de ellas se encogió de hombros y le hizo un ademán en el cuello con el que le dio a entender que Sandra ya no existía. Un sentimiento gélido de orfandad comenzó a bullir en su interior.

Desistió de preguntar. La ausencia explicaba el silencio; el frío se entremezclaba con el misterio de la mañana, la oquedad con el espíritu de Sandra, el aire con el peso de la resignación. ¿Acaso su belleza, sus correteos en círculos en el aula, su risa de Pájaro Loco —como su amiga Claudia la describe— habían desaparecido?

El pupitre donde ella se sentaba fue sacado del salón. En medio del mutismo, las niñas de quinto de primaria fueron conducidas a la capilla del colegio para rezar por su alma. Nadie entendía lo que había pasado. Algunas nunca habían escuchado la palabra “violación”. El silencio se cernía como el grito de una bestia herida, el grito de una infancia destrozada.

Claudia imagina volver a aquellas tardes de risa y revolcarse bajo las sombras de los saucos y los pinos. Apenas hacía dos días habían jugado, también con su hermana Andrea Lancheros. Habían ido al lago, cerca del colegio campestre donde estudiaban.

Con sus manos entrelazadas jugaron en ronda y se carcajearon. Su amiga de nueve años, compañera de travesuras y exploraciones, estaba muerta.

***

El domingo 28 de febrero de 1993, Sandra Catalina salió, en compañía de su madre, a buscar a su padre, Pedro Gustavo Vásquez, un suboficial que trabajaba en la Tercera Estación de Policía ubicada en el centro de Bogotá; necesitaban dinero para pagar el transporte escolar de la niña. La pareja estaba separada. Desde la entrada, Sandra creyó ver a su padre y se fue tras él. Su madre se quedó afuera esperándola. Habían pasado quince minutos y, angustiada porque su hija no salía, entró a buscarla. Recorrió los pasillos, gritó su nombre pero ella no contestó. Al cabo, la encontró agonizando en el tercer piso, con signos de estrangulamiento y violación. La llevaron al Hospital San Juan de Dios pero ya estaba muerta.

Cuando los investigadores fueron a recoger el material probatorio, la escena del delito había sido alterada: desaparecieron la hoja de la minuta de ingreso y levantaron muros donde no había. El asesinato y violación de Sandra ha sido calificado como crimen de Estado por el abogado de la familia, Alirio Uribe.

De manera muy temeraria, y sin ninguna investigación, Pedro Gustavo Vásquez, padre de Sandra, fue acusado del crimen y estuvo preso durante tres meses y medio, pero logró demostrar que no estaba en el lugar de los hechos y fue absuelto. Unos años después, la Policía tuvo que pedirle perdón e indemnizarlo, tras una sentencia que así lo ordenó.

En 1995, el agente de policía Diego Fernando Valencia Blandón confesó el crimen y fue apresado y enviado a la cárcel de Policía de Facatativá (Cundinamarca), pese a haber sido destituido de dicha institución. Una prueba de ADN practicada a los agentes que trabajaban en la estación determinó que Valencia Blandón fue el responsable. Condenado a 45 años de prisión, solo pagó diez y quedó libre en 2006. En esa época no existía el Código de Infancia y Adolescencia, que rige hoy, en el cual está prohibida cualquier rebaja de pena u otro tipo de beneficio para los agresores de los niños.

Si Sandra viviera, tendría 37 años. Ya adulta, cuando Claudia estudiaba en la universidad, se iba a un bar situado diagonal a la estación de policía donde mataron a su amiga. A medianoche, lanzaba botellas contra el edificio policial. Era su forma de exorcizar la impotencia, el desamparo. Imaginaba la destrucción del lugar, lo que ocurriría años más tarde cuando fue demolido y la familia invitada a dar los primeros martillazos.

La casa donde vivió Sandra Catalina está habitada por sus recuerdos. Su abuela Blanca Aranda, de 80 años, muestra decenas de portarretratos y cuadros por videollamada. Enfoca la cámara y comienza a relatar la historia de cada foto:

—Aquí fue el primer día que entró al jardín; aquí tenía cuatro meses, ella era una gorda hermosa. Aquí está cumpliendo ocho añitos, un año antes de que me la mataran —su voz y aliento se quiebran. Entonces para. Está temblando. Los labios se curvan e irrumpe en llanto.

Se enjuga las lágrimas, coge fuerzas y continúa narrando las anécdotas de su nieta:

—Aquí está con su triciclo, aquí está en Cartagena, aquí con sus muñecos, aquí el día que la bautizamos… Fue mi primera nieta, pero era como mi hija —dice estremecida.

Sandra Catalina, la que firmaba con la “S” de la clave de sol. La niña de ojos chispeantes, lustrosa cabellera, voz melodiosa, ojos almendrados, piel canela. La niña que leía poesía, la niña que llenaba de amor a su familia.

Blanca la imagina elevando cometas, manejando bicicleta, celebrando dichosa que había aprendido a pedalear: “Mami, mira, ya aprendí”. También la recuerda cuando cada madrugada, al salir para el colegio, le gritaba desde la calle “Mami, te amo”. La abuela sonreía desde la ventana: “Yo también te amo, mi amor”.

“Ella dejó mucho amor. Mi Dios de pronto se la llevó porque la necesitaba allá”, dice con un rictus de melancolía.

Desde que murió, dice la abuela Blanca, Sandra la visita todos los días en forma de colibrí. Aletea y la mira con ojos vivaces mientras toma agua de la alberca del jardín. Ahora ella pinta colibríes y adorna su casa con esas pequeñas figuras de colores.

Para la familia, el caso sigue en la impunidad. No hubo verdad y, aunque el policía haya confesado, no creen que haya sido él. Por la forma como ocultaron las pruebas, creen que hubo alguien más poderoso detrás. Hace unos años la Policía convocó a la familia a un acto de pedido de perdón pero ella se negó.

“Era una burla para nosotros”, dice la abuela Blanca. “Ya no nos importa quién haya sido. Lo que nos importa es que haya memoria, que ese crimen y muchos más no queden en el olvido”, agrega.

Frente a la estación de policía, ya demolida, la familia de Sandra y sus amigas Claudia y Andrea Lancheros crearon en 2013 un jardín en su nombre. Es un monumento vivo para resignificar ese lugar de dolor, resarcir y dignificar la memoria de las niñas que han sido violadas y asesinadas. Además, ha sido una experiencia de sanación para la familia.

Veintisiete años después del crimen de Sandra, Claudia nos conduce al jardín. Cae una ligera lluvia y ella mira al oriente: las montañas están cubiertas de una densa bruma. Es una mañana fría y solitaria de cuarentena por la pandemia. Se acerca a la placa, grabada con el nombre de Sandra Catalina, arroja agua y la limpia con un paño. Acto seguido, toma el azadón y limpia las plantas y la tierra. Ahí, frente al espacio vacío del edificio de la policía, hay siemprevivas, rosas rojas, margaritas punto azul, cayenas, campanitas, amarantos, azaleas.

También se han sembrado arbustos y flores en nombre de otras víctimas. Hay un árbol dedicado a Yuliana Samboní, niña secuestrada, violada, torturada y asesinada por Rafael Uribe Noguera en diciembre de 2016, y otro a los tres niños asesinados por el subteniente del Ejército Raúl Muñoz en Arauca, en octubre de 2010. El jardín ha sido visitado por familiares de otras víctimas, como Rosa Elvira Cely (violada, empalada y asesinada en 2012) y las madres de las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales de Soacha.

“Yo quisiera que Sandra Catalina sea vista como un símbolo de la deuda que tiene el país con la infancia. Este jardín es como una forma de pedirle perdón a la infancia, es un lugar de conciencia para recordar a las víctimas, pero para decirle al país que

nosotros no vamos a olvidar esos crímenes, que la paz del país pasa por respetar la vida y el cuerpo de las niñas y los niños”, dice Claudia Lancheros.

“Catalina era muy especial. El jardín nos ha ayudado muchísimo a transformar esa impotencia, ese dolor, esa rabia, y queremos que mucha gente llegue ahí a reconciliarse con tanto dolor”, menciona con expresión mustia Eliana Guzmán, tía de Sandra.

Claudia cita a Wangari Maathai, la primera mujer africana en ganar el premio Nobel de Paz en 2004: “Debemos ayudar a la tierra a curar sus heridas y de la misma manera, curar nuestras propias heridas”.

Las flores cambiarán de pétalos, se abrirán una y otra vez, las alzará el viento.

Sandra Catalina está viva: como el jardín en su memoria.

Paisajes Inadvertidos: Miradas de la Guerra en Bogotá

¿Alguna vez has reflexionado sobre las transformaciones que ha vivido Bogotá a causa de la guerra? ¿Qué hechos recuerdas cuando piensas en la confrontación armada en la capital?

‘Paisajes inadvertidos: miradas de la guerra en Bogotá’ es la publicación más reciente del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de la Alcaldía de Bogotá y que podrás adquirir allí de manera gratuita.

En el imaginario colectivo, aún se considera la idea de que la guerra en Bogotá no existió y por esta razón se exponen una serie de relatos alusivos al tema en esta publicación.

El texto es una invitación a voltear la mirada y observar cómo la guerra marcó la vida de miles de personas en Bogotá y a su vez, cómo esas dinámicas violentas transformaron el paisaje urbano, la forma en que se relacionaban las personas y las maneras de habitar el espacio público.

Leer las historias de este libro es, como se describe en su prólogo: “comprender las dinámicas del conflicto armado en Bogotá, más allá de los hechos emblemáticos del Palacio de Justicia, el atentado al Club El Nogal o los asesinatos de dirigentes políticos”.

Los otros paisajes del conflicto no solo son lugares específicos que pueden ser retratados o intervenidos estéticamente, sino que también son testigos de conflictos sociales o políticos que se dan en la ciudad como por ejemplo el barrio Corinto, en la localidad de San Cristóbal o la región de Sumapaz.

Un recorrido por la memoria en III partes

El libro se divide en tres partes en las que se narran cuatro historias que dan cuenta del conflicto en Bogotá. La primera parte se titula ‘Recorridos de la memoria’ en la que se relata el tema de desaparición forzada y se hace un recorrido de memoria por el barrio Corinto de la localidad de San Cristóbal.

La segunda parte narra historias del territorio de Sumapaz, sobre las transformaciones del paisaje, paisaje humano, relatos desde la universidad pública, de miedo y de resistencia.

La tercera parte se resume en cuatro relatos titulados: ‘En Sumapaz: después de la guerra; ‘En las plazas: un vestido de tres entierros’; ‘Sobre la quinta: vendrá la utopía’; ‘Entre la ciudad y la montaña: contaminante’.

Todas las historias del libro se mezclan con recorridos por diferentes lugares de Bogotá, habitados por el dolor y la memoria. Las fotografías también relatan la manera en que el paisaje se transformó a medida que el conflicto armado se instalaba en las calles y edificios.