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Siempre escribo de las vueltas de las vacaciones. Es que hay hay algo en ese reencuentro con lo de siempre, que me encanta. Porque es «lo de siempre», pero mirado distinto. Como si la distancia de los días y los kilómetros develara algo nuevo en lo de todos los días. Nos fuimos de casa una madrugada de invierno. Con estrellas, niebla y mucho, mucho frío. Los árboles, pelados, sin miras de una primavera cerca. Todavía había luna. Ellas, en pijama y llenas de lagañas, entendían que empezaba el viaje y no se durmieron hasta cuatro horas después. Los primeros mates arrancan con la linterna del celular, y el cielo empieza a clarear muchos kilómetros después de haber tirado, una vez más, toda la yerba en mi lugar.