Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En la cartografía de la memoria de Bogotá hay un lugar en conmemoración de la niña Sandra Catalina Vásquez Guzmán, violada y asesinada por un agente de policía el 28 de febrero de 1993.

Claudia Lancheros tenía diez años. Iba en la ruta hacia el colegio y llevaba en la mente a su compañera de pupitre. Tenía que ponerse de acuerdo con ella: debían portarse juiciosas esa semana que comenzaba.

Cuando atravesó el umbral de la puerta del salón, ya tarde, no entendió por qué todos estaban reunidos, con caras largas y cruzados de brazos, frente a la pizarra: la coordinadora de primaria, la rectora, las monjas y el psicólogo. Sus compañeras estaban calladas. Se sentó en el pupitre y se volvió para mirar a Sandra Catalina Vásquez Guzmán, pero el puesto estaba vacío.

Escarbó en la mirada de las niñas. Una de ellas se encogió de hombros y le hizo un ademán en el cuello con el que le dio a entender que Sandra ya no existía. Un sentimiento gélido de orfandad comenzó a bullir en su interior.

Desistió de preguntar. La ausencia explicaba el silencio; el frío se entremezclaba con el misterio de la mañana, la oquedad con el espíritu de Sandra, el aire con el peso de la resignación. ¿Acaso su belleza, sus correteos en círculos en el aula, su risa de Pájaro Loco —como su amiga Claudia la describe— habían desaparecido?

El pupitre donde ella se sentaba fue sacado del salón. En medio del mutismo, las niñas de quinto de primaria fueron conducidas a la capilla del colegio para rezar por su alma. Nadie entendía lo que había pasado. Algunas nunca habían escuchado la palabra “violación”. El silencio se cernía como el grito de una bestia herida, el grito de una infancia destrozada.

Claudia imagina volver a aquellas tardes de risa y revolcarse bajo las sombras de los saucos y los pinos. Apenas hacía dos días habían jugado, también con su hermana Andrea Lancheros. Habían ido al lago, cerca del colegio campestre donde estudiaban.

Con sus manos entrelazadas jugaron en ronda y se carcajearon. Su amiga de nueve años, compañera de travesuras y exploraciones, estaba muerta.

***

El domingo 28 de febrero de 1993, Sandra Catalina salió, en compañía de su madre, a buscar a su padre, Pedro Gustavo Vásquez, un suboficial que trabajaba en la Tercera Estación de Policía ubicada en el centro de Bogotá; necesitaban dinero para pagar el transporte escolar de la niña. La pareja estaba separada. Desde la entrada, Sandra creyó ver a su padre y se fue tras él. Su madre se quedó afuera esperándola. Habían pasado quince minutos y, angustiada porque su hija no salía, entró a buscarla. Recorrió los pasillos, gritó su nombre pero ella no contestó. Al cabo, la encontró agonizando en el tercer piso, con signos de estrangulamiento y violación. La llevaron al Hospital San Juan de Dios pero ya estaba muerta.

Cuando los investigadores fueron a recoger el material probatorio, la escena del delito había sido alterada: desaparecieron la hoja de la minuta de ingreso y levantaron muros donde no había. El asesinato y violación de Sandra ha sido calificado como crimen de Estado por el abogado de la familia, Alirio Uribe.

De manera muy temeraria, y sin ninguna investigación, Pedro Gustavo Vásquez, padre de Sandra, fue acusado del crimen y estuvo preso durante tres meses y medio, pero logró demostrar que no estaba en el lugar de los hechos y fue absuelto. Unos años después, la Policía tuvo que pedirle perdón e indemnizarlo, tras una sentencia que así lo ordenó.

En 1995, el agente de policía Diego Fernando Valencia Blandón confesó el crimen y fue apresado y enviado a la cárcel de Policía de Facatativá (Cundinamarca), pese a haber sido destituido de dicha institución. Una prueba de ADN practicada a los agentes que trabajaban en la estación determinó que Valencia Blandón fue el responsable. Condenado a 45 años de prisión, solo pagó diez y quedó libre en 2006. En esa época no existía el Código de Infancia y Adolescencia, que rige hoy, en el cual está prohibida cualquier rebaja de pena u otro tipo de beneficio para los agresores de los niños.

Si Sandra viviera, tendría 37 años. Ya adulta, cuando Claudia estudiaba en la universidad, se iba a un bar situado diagonal a la estación de policía donde mataron a su amiga. A medianoche, lanzaba botellas contra el edificio policial. Era su forma de exorcizar la impotencia, el desamparo. Imaginaba la destrucción del lugar, lo que ocurriría años más tarde cuando fue demolido y la familia invitada a dar los primeros martillazos.

La casa donde vivió Sandra Catalina está habitada por sus recuerdos. Su abuela Blanca Aranda, de 80 años, muestra decenas de portarretratos y cuadros por videollamada. Enfoca la cámara y comienza a relatar la historia de cada foto:

—Aquí fue el primer día que entró al jardín; aquí tenía cuatro meses, ella era una gorda hermosa. Aquí está cumpliendo ocho añitos, un año antes de que me la mataran —su voz y aliento se quiebran. Entonces para. Está temblando. Los labios se curvan e irrumpe en llanto.

Se enjuga las lágrimas, coge fuerzas y continúa narrando las anécdotas de su nieta:

—Aquí está con su triciclo, aquí está en Cartagena, aquí con sus muñecos, aquí el día que la bautizamos… Fue mi primera nieta, pero era como mi hija —dice estremecida.

Sandra Catalina, la que firmaba con la “S” de la clave de sol. La niña de ojos chispeantes, lustrosa cabellera, voz melodiosa, ojos almendrados, piel canela. La niña que leía poesía, la niña que llenaba de amor a su familia.

Blanca la imagina elevando cometas, manejando bicicleta, celebrando dichosa que había aprendido a pedalear: “Mami, mira, ya aprendí”. También la recuerda cuando cada madrugada, al salir para el colegio, le gritaba desde la calle “Mami, te amo”. La abuela sonreía desde la ventana: “Yo también te amo, mi amor”.

“Ella dejó mucho amor. Mi Dios de pronto se la llevó porque la necesitaba allá”, dice con un rictus de melancolía.

Desde que murió, dice la abuela Blanca, Sandra la visita todos los días en forma de colibrí. Aletea y la mira con ojos vivaces mientras toma agua de la alberca del jardín. Ahora ella pinta colibríes y adorna su casa con esas pequeñas figuras de colores.

Para la familia, el caso sigue en la impunidad. No hubo verdad y, aunque el policía haya confesado, no creen que haya sido él. Por la forma como ocultaron las pruebas, creen que hubo alguien más poderoso detrás. Hace unos años la Policía convocó a la familia a un acto de pedido de perdón pero ella se negó.

“Era una burla para nosotros”, dice la abuela Blanca. “Ya no nos importa quién haya sido. Lo que nos importa es que haya memoria, que ese crimen y muchos más no queden en el olvido”, agrega.

Frente a la estación de policía, ya demolida, la familia de Sandra y sus amigas Claudia y Andrea Lancheros crearon en 2013 un jardín en su nombre. Es un monumento vivo para resignificar ese lugar de dolor, resarcir y dignificar la memoria de las niñas que han sido violadas y asesinadas. Además, ha sido una experiencia de sanación para la familia.

Veintisiete años después del crimen de Sandra, Claudia nos conduce al jardín. Cae una ligera lluvia y ella mira al oriente: las montañas están cubiertas de una densa bruma. Es una mañana fría y solitaria de cuarentena por la pandemia. Se acerca a la placa, grabada con el nombre de Sandra Catalina, arroja agua y la limpia con un paño. Acto seguido, toma el azadón y limpia las plantas y la tierra. Ahí, frente al espacio vacío del edificio de la policía, hay siemprevivas, rosas rojas, margaritas punto azul, cayenas, campanitas, amarantos, azaleas.

También se han sembrado arbustos y flores en nombre de otras víctimas. Hay un árbol dedicado a Yuliana Samboní, niña secuestrada, violada, torturada y asesinada por Rafael Uribe Noguera en diciembre de 2016, y otro a los tres niños asesinados por el subteniente del Ejército Raúl Muñoz en Arauca, en octubre de 2010. El jardín ha sido visitado por familiares de otras víctimas, como Rosa Elvira Cely (violada, empalada y asesinada en 2012) y las madres de las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales de Soacha.

“Yo quisiera que Sandra Catalina sea vista como un símbolo de la deuda que tiene el país con la infancia. Este jardín es como una forma de pedirle perdón a la infancia, es un lugar de conciencia para recordar a las víctimas, pero para decirle al país que

nosotros no vamos a olvidar esos crímenes, que la paz del país pasa por respetar la vida y el cuerpo de las niñas y los niños”, dice Claudia Lancheros.

“Catalina era muy especial. El jardín nos ha ayudado muchísimo a transformar esa impotencia, ese dolor, esa rabia, y queremos que mucha gente llegue ahí a reconciliarse con tanto dolor”, menciona con expresión mustia Eliana Guzmán, tía de Sandra.

Claudia cita a Wangari Maathai, la primera mujer africana en ganar el premio Nobel de Paz en 2004: “Debemos ayudar a la tierra a curar sus heridas y de la misma manera, curar nuestras propias heridas”.

Las flores cambiarán de pétalos, se abrirán una y otra vez, las alzará el viento.

Sandra Catalina está viva: como el jardín en su memoria.